Su propio afán
Niño-Dios de esta noche
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ANTE el desmoronamiento económico mundial, uno tiene que preguntarse por las certezas y habilidades de esa ciencia -"funesta" la llamó Thomas Carlyle- que dicen se encarga de prestarle lógica, precisión, objetividad y perspectivas a la economía, a las reglas y procesos de una actividad en la que a casi todos nos va el bienestar y hasta la vida. En este tiempo de angustias, nada hay más descorazonador que contemplar cómo, aun entre sus cultivadores más renombrados, sobran desconciertos y falta luz, una mínima luz, que señale el camino -bastaría incluso que improbable- para salir del laberinto.
Tal vez les pido demasiado. Ellos, a pesar de la arrogancia y la soberbia que les prestan sus sofisticadas herramientas, siguen moviéndose en el resbaladizo y modesto campo de las ciencias sociales. Lejos, pues, de la infalibilidad de los dogmas con la que tantas veces han querido revestir sus simples especulaciones. Quizá olvide, además, que nadie puede dar lo que no posee. "Hoy en día -afirmaba antes de la hecatombe Moisés Naím- los economistas no tienen respuestas para los temas fundamentales de su ciencia". Una ignorancia más que peligrosa, porque, como él mismo indicaba, "cuando los economistas se equivocan en teoría, la gente sufre en la práctica".
Y es que -tomo ahora las palabras del argentino Alfredo Zaiat- "en la actual etapa del desarrollo, la ciencia económica tal y como se la difunde ha llegado a la frontera del conocimiento". "Todo lo que tenía para dar esa ciencia -reconoce en su condición de economista- ya fue entregado". Al menos, mientras no regrese a la humildad socrática, huya de sus limitaciones ideológicas y renuncie a revestir irresponsablemente su desnudez con los falsos brillos de la iluminación y de la hechicería.
Son, no lo discuto, magníficos explicadores del pasado. Pero eso, en el borde mismo del precipicio, aprovecha bien poco. No les pregunten, en cambio, cómo escapar del actual trance porque seguramente la solución, razonada, argumentada y hasta autoatribuida, se la ofrecerán, con orgullo, transcurrida -y soy optimista- no menos de una década.
Con todo, los hay sinceros. Preguntado sobre el futuro desarrollo económico, Richard B. Freeman, catedrático de Economía de Harvard, concluyó que, para el éxito económico de un país, "la suerte parece tan importante como la política económica". Ahora sí que ya nos entendemos: una ciencia que admite como factor fundamental de su saber el capricho veleidoso de la fortuna, nos descubre qué podemos esperar realmente de ella.
Pues nada, que Dios reparta esa suerte, que, a ser posible, los brujos no estorben y que si les entretiene rebatirme o insultarme no dejen de acompañar alguna receta verdaderamente fiable. Siendo así, aun reprobado, éste que tirita les quedará, desde luego, eternamente agradecido.
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