El topo de La Isla:31 años oculto en su casa

historia | el republicano que salió a la luz hace 50 años

El carpintero y novelista Juan Rodríguez, desaparecido desde el inicio de la Guerra Civil, salió de su escondite en 1968 ante el asombro de una España en la que Carrero Blanco declaraba: "Los partidos políticos no podrán volver jamás"

El isleño Juan Rodríguez Aragón, fallecido en 1974, en una fotografía que aparece en la obra 'Los topos'.
El isleño Juan Rodríguez Aragón, fallecido en 1974, en una fotografía que aparece en la obra 'Los topos'.
T.R.

11 de marzo 2018 - 01:40

Cádiz/"Estábamos en San Fernando con motivo de la festividad de nuestro Patrono San Francisco de Sales, cuando nos llegó el rumor. En una calle cercana al Hotel Salymar un hombre había estado en su casa desde las fechas del Alzamiento y hace unos días había vuelto a salir presentándose a la autoridad. Nos pusimos sobre la pista del hecho".

Así comenzaba la primera noticia sobre el caso de Juan Rodríguez Aragón. La publicó Diario de Cádiz el martes 30 de enero de 1968, hace cincuenta años. Al día siguiente, toda la prensa española se hizo eco de la historia del vecino de La Isla que había permanecido escondido en su vivienda desde julio de 1936, desde el inicio de la Guerra Civil. La agencia internacional UPI rebotó la noticia y la publicaron numerosos periódicos europeos y americanos. El scoop fue de Higinio Sainz León, mítico periodista de sucesos. Acompañado por el no menos afamado fotógrafo Juman, Higinio se desplazó a San Fernando los días siguientes para tratar de ampliar su noticia con una entrevista y unas fotografías de aquel hombre que no había salido a la calle en 31 años. No lo logró. Tuvo que conformarse, como él mismo escribió, con hablar con la esposa y con contar lo que les había ocurrido a él y a Juman en La Isla.

El testimonio de Juan aparece en el libro 'Los topos', de los periodistas Torbado y Leguineche

Higinio relató lo que les dijo un cuñado de Juan Rodríguez: que lo dejasen tranquilo, que no era El Cordobés ni Lola Flores, que se ocupasen de otras cosas que interesaban a muchos, que lo de su cuñado no interesaba a nadie. Pero si es noticia nacional, argumentó el periodista. "Ustedes buscan el lucro", replicó el hombre. "Nada de eso. Buscamos la información". Higinio contó que la respuesta los dejó asombrados: "¿Pagan ustedes un millón de pesetas por la fotografía?".

Juman lo intentó de nuevo en días posteriores. Él y otro periodista, Fernando Fernández, se apostaron junto a la casa número 140 de la calle García de la Herrán. Allí había permanecido "refugiado", desde hacía más de tres décadas, en un "ostracismo voluntario", un hombre "que pudo gozar de la libertad desde hace muchos años", escribía Fernández. Nada. Volvieron a hablar con el cuñado. "¿No será posible conseguir una fotografía de Juan? Le prometemos terminar aquí nuestro trabajo", insistieron. "¿Y para qué? ¿No se ha dicho ya bastante sobre este asunto?".

No le faltaba razón al hombre: bastante se había dicho ya para los tiempos que corrían. Sobre Juan Rodríguez ya se había publicado lo suficiente: los lectores ya sabían que había nacido en San Fernando el 16 de junio de 1901 y que, por tanto, tenía 66 años de edad; que en los años treinta trabajaba como carpintero en la Carraca y era taquillero en el Teatro de las Cortes; que "escribía artículos en un periódico, órgano de la CNT"; y que "tras las primeras fechas del Movimiento Nacional, desapareció" y a quien preguntaba por él, la familia le decía "que había marchado al extranjero".

Higinio logró hablar con la esposa de Juan Rodríguez y ella le explicó que en 31 años él no había salido a la calle, que nadie lo vio porque su casa (en el centro de una huerta, muy blanca y muy cuidada) era la única que había por allí, que muchos años después habían construido unos bloques de viviendas y que los vecinos eran nuevos. "Nadie nos conocía y llevábamos una vida muy tranquila". ¿Y por qué se escondió su esposo?, le preguntó Higino. La mujer movió la cabeza de un lado a otro y respondió: "Póngase quien sea en nuestro lugar".

Algunos lectores sabían perfectamente en 1968 por qué se había escondido Juan Rodríguez. Pero muchos otros desconocían qué había sucedido en La Isla en el verano de 1936 y en la Guerra Civil. En la versión oficial, la única que estaba permitido contar en los años sesenta en España, figuraban todas las víctimas de "la barbarie roja". Pero no había ni rastro de lo que habían hecho los franquistas en San Fernando y otras ciudades de la provincia de Cádiz: de los asesinatos y ejecuciones de personas que no habían cometido ningún delito. Nada mencionaba ni recordaba al alcalde Cayetano Roldán ni a sus tres hijos, por ejemplo. De modo que era imposible que entendiesen qué quería decir aquella mujer que se expresaba con tanta cautela. Las informaciones no aclaraban nada. Y Juan Rodríguez se cuidaba de explicarse.

Bien sabía él por qué. Pocos días después de que Juan diese por finalizado su cautiverio, Diario de Cádiz publicaba una larga entrevista al entonces vicepresidente del Gobierno, Carrero Blanco. Se la hacía uno de los popes del periodismo de entonces: Emilio Romero. Carrero se declaraba "monárquico... de la Monarquía nacida de la guerra de Liberación". Entre otras cosas, explicaba que en España había "una democracia moderna, peculiar, que asegura la convivencia, promueve el progreso y establece la justicia"; y advertía que "si el régimen liberal y de partidos puede servir al progreso de otras naciones, para los españoles ha demostrado ser el más demoledor de los sistemas". Emilio Romero le hacía entonces una pregunta muy directa: ¿qué es aquello que no puede volver jamás? Y el vicepresidente respondía "con rotundidad": "Los partidos políticos".

Carrero Blanco no llegó a verlo pero sólo nueve años después de esa entrevista, España celebraría unas elecciones con partidos políticos; y al año siguiente tendría una Constitución que derrumbaba todo el entramado legislativo franquista. Comenzaba así un sistema político similar, salvo en que era una Monarquía, al que destruyeron los sublevados contra la Segunda República con una guerra que entonces consideraron "conveniente" y "necesaria". Pero en 1968, en los días en que Juan Rodríguez se asomaba en silencio a las calles de San Fernando, Diario de Cádiz publicaba noticias que mostraban un país que ahora parece increíble: cuatro sacerdotes comparecían ante el Tribunal de Orden Público (TOP) por haber participado en una manifestación el 1 de mayo del año anterior y el fiscal pedía dos años de prisión para cada uno; la misma pena era solicitada en otro juicio en el TOP para dos jóvenes detenidos en Olvera cuando intentaban distribuir una revista anarquista editada en París.

En esas andaba España cuando en la primavera de 1969, dos periodistas, Manuel Leguineche y Jesús Torbado, leyeron en Madrid una breve noticia sobre la resurrección de un hombre que había estado escondido desde el final de la Guerra Civil. Poco antes, el 31 de marzo, Franco había dictado un decreto: treinta años después de terminada "la Guerra de Liberación" quedaban prescritas "las posibles responsabilidades penales que pudieran derivarse de cualquier hecho que tenga relación con aquella Cruzada".

Esto es, que ya no iba a ser juzgado nadie, por ejemplo, por haber sido masón, por haber sido voluntario en el Ejército de la República, por haberse opuesto al golpe de Estado de julio del 36, por haber sido alcalde o concejal de un partido de izquierdas durante la República o simplemente por haber sido interventor (también de un partido de izquierdas) en las elecciones de febrero de 1936. Eran algunos de los delitos que se derivaban de una Guerra Civil a la que, 30 años después de finalizada, el Gobierno de Franco seguía denominando Cruzada.

Tras ese indulto general para delitos cometidos por los republicanos (los de los franquistas quedaron impunes desde el principio) aumentó el número de hombres que vencieron el miedo y salieron de sus escondites. Leguineche y Torbado comenzaron entonces a recorrer España en su busca. Pero no sólo era difícil averiguar dónde estaban. Lo verdaderamente complicado, explicaron después, era convencerlos para que contaran su peripecia. No se fiaban de una España en la que sindicatos y partidos estaban prohibidos.

Así llegaron los dos periodistas a la provincia de Cádiz, a San Fernando y a Juan Rodríguez Aragón. En el libro que publicaron en 1977, Leguineche y Torbado explican que las tres veces que la esposa de Juan supo que ellos estaban hablando con su marido, los echó de la casa a golpes de escoba o con cubos de agua. Tras haber salido el hombre de su escondite, en los seis años y medio de vida libre que tuvo a partir de entonces, la mujer procuró que Juan "no hablase con nadie, que no saliera a la calle, como imponiéndole la misma condena que ella había sufrido por culpa suya desde los veinticinco años".

Juan Rodríguez murió en 1974. No llegó a ver Los topos, el famoso libro de Leguineche y Torbado, un gran éxito editorial de los setenta. No estuvo en las librerías hasta que murió Franco. En los años en los que recorrían España en su Renault 8, los dos periodistas dormían muchas veces al raso y se hacían pasar por cualquier cosa para conseguir localizar a los republicanos que iban saliendo a la luz. Ambos sabían que aquellos testimonios que iban recopilando eran impublicables. No obstante, le sacaron provecho a ese inconveniente: les sirvió para repetir entrevistas y apuntalar datos.

Con Juan lograron hablar por primera vez cuando había transcurrido un año de su salida a la luz. Lo vieron viejo y débil, temeroso pero con voz clara. "La cultura hace cobardes a los hombres". Repetía esa frase.

Juan les contó a los dos periodistas que era el mayor de seis hermanos, de una familia que vivía de una huerta, y que desde pequeño supo que su horizonte era trabajar. Comenzó a los once años y luego se hizo carpintero y entró en los astilleros, en Matagorda. Iba cada día muy temprano hasta Cádiz, tomaba un café en la esquina de la calle Plocia y luego cogía el remolcador. A los 18 años empezó a escribir poesía y a leer mucho. Con otros jóvenes de San Fernando formó una tertulia que se reunía en el café España. Leían a Galdós, a Blasco Ibáñez, a Unamuno. Y a Gorki, a Schopenhauer, a Goethe. Él también comenzó a escribir y publicaba cuentos en una revista de Puerto Real. A los 23 años se fue a Madrid.

Trabajó en la capital como pintor de brocha gorda y al tiempo escribía cuentos que enviaba al periódico El Imparcial. Pero no le publicaban nada. Sí le publicaron una primera novela en Barcelona: El drama de un amor vulgar. Cansado de un Madrid que no le hacía caso, regresó a La Isla y continuó escribiendo. Le publicaron varias novelas. Juan les dijo a Leguineche y Torbado que no conservaba ningún ejemplar, que "cuando el Movimiento" había quemado todo: libros y periódicos.

Como era taquillero en el Teatro de las Cortes, escribía para el periódico La Correspondencia de San Fernando las críticas de todo lo que pasaba por el escenario: zarzuelas, dramas, conciertos. "La gente se sorprendía de que un carpintero escribiese". Se había casado y trabajaba en el mejor taller de la ciudad. Estaba afiliado a la CNT.

Tres días después del 18 de julio de 1936, a Juan lo vieron por la calle unos falangistas y le pegaron una paliza. Ya habían empezado a matar gente. Se metió en casa pero al día siguiente salió de nuevo porque creía que él no corría peligro. Estaba en una barbería cuando unos amigos le dijeron que los falangistas lo andaban buscando. Después, un vecino le advirtió de que habían ido a su casa a para matarlo.

Se escondió por el campo. Por la noche dormía en el cementerio, en un nicho vacío. A primeros de agosto se metió en su casa y ya no salió a la calle hasta el 24 de enero de 1968. A los diez años de encierro daba algún paseo nocturno por la huerta.

Juan Rodríguez se carteó con Jesús Torbado, que en 1970 lo visitó de nuevo acompañado por el escritor isleño Luis Berenguer. En una carta de enero de 1971, Juan menciona esa visita como lo más notable del año en su vida solitaria: "Vivo tan apartado de todo". Muy precavido, víctima del síndrome de Estocolmo o realmente muy ajeno a lo que sucedía, Juan les había dicho en el 69 a Leguineche y Torbado: "Estoy asombrado de lo bien que marcha todo, los Planes de Desarrollo, la ciudadanía. Veo que España entera trabaja por su grandeza, prosperidad y prestigio".

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