Desnudando al Falla
UN RECORRIDO POR EL TEATRO
Como un regalo, el coliseo se abre para nosotros sin tapujos, orgulloso de lucir tan perfecta anatomía a pesar de los cien años que pesan sobre sus ladrillos colorados
Cuando lo contemplé vacío, callado, impasible al tiempo, entendí que el milagro de la desnudez no es sólo privilegio del ser humano. El Falla, como la Eva de Mankiewicz o como la del mismísimo Paraíso, mejor al desnudo. Como un regalo, el coliseo se abre hoy para nosotros sin tapujos, orgulloso de lucir tan perfecta anatomía a pesar de los cien años que pesan sobre sus ladrillos colorados. El Gran Teatro Falla se torna piel para acariciar y qué amante avaricioso no aprovecha para explorar sus más secretos túneles, para coronar sus más altas torres, para intimar con sus medidas, con sus leyendas... Y por ahí empezamos el ritual del desvestir. Por las cavidades internas y menos accesibles al visitante habitual.
Desnudar al Gran Teatro Falla es un trabajo de artesano. No en vano, fueron los carpinteros de Transmediterránea quienes hace un siglo dieron forma al foso del coliseo, un verdadero bosque de pilares de madera con una extensión de 25,5 metros de fondo por 18 metros de ancho, las mismas medidas que el escenario ya que se esconde bajo sus tablas. Para alcanzar este espacio, invadido por el aroma de la esencia, de lo antiguo, de lo eterno, habrá que franquear una de las dos puertas situadas en el foso de orquesta, esa zanja que queda a la vista del espectador entre el escenario y el patio de butacas.
Cruzar ese umbral es, en cierta manera, algo morboso. Como si el coliseo dejara caer uno de sus ropajes. El Falla nos permite otear sus entrañas de madera. De la madera original de su nacimiento. Madera esculpida en diferentes piezas con vocación de fácil desmontaje ya que muchos de los elementos de las representaciones salían al escenario desde este foso, como también atestiguan los tres montacargas con los que cuenta el habitáculo. Sin embargo, actualmente, sólo una parte muy localizada de lo que es el suelo del escenario se libra de las ataduras de los tornillos. Ni si quiera queda el acceso a la concha del desaparecido “apuntador” pues ahora se utiliza como cuarto de almacén.
Maderas. Si el pasado se hiciera materia qué mejor cuerpo tendría que la madera. Madera que se torna blanca como un alma buena en el contrafoso. Hemos descendido un piso más. A seis metros del escenario bajo tierra. La bajada al infierno, al mundo de los fantasmas, nunca fue tan dulce, ni de escaleras tan empinadas. El bosque se torna en selva lechosa donde están arrumbiadas barandas, ladrillos, un trozo de arco... Fantasmas de la rehabilitación de los años noventa. El contrafoso se ha reconvertido en un almacén que está en proceso de limpieza y adecuación. Así, estos restos se traspasarán en muy pocos días a una nave, posiblemente, en la Zona Franca. ¡A recoger la casa para el cumpleaños!
Pero el contrafoso no sólo guarda espectros, también secretos. El secreto acústico del teatro. La voz inimitable del Falla se apoya en un pozo de marea a ras de suelo de aproximadamente medio metro cuadrado. Un pozo en lo que sería el centro del escenario. Un pozo que se llena y se vacía al compás del nivel freático. Sólo uno. Sólo hay un pozo en el Falla no dos, como se creía hasta hace muy pocos días. Y es que durante los trabajos de limpieza se ha determinado que el, hasta ahora, pozo ciego, que se situaba junto a la oquedad abierta, no es tal.
A estas alturas, el teatro está tan desnudo que hasta podemos tocar su piel de piedra ostionera. Oler el mar. Oír sus latidos. Ver su cara oculta. Degustar su esencia. Pero, sedientos de conocimiento, queremos más. Y ascendemos.
Ya estamos en el escenario que es algo más que madera y cortinas. Un auténtico laberinto de cables, cuerdas y entradas y salidas de luz dotado con varios almacenes. Allí, en un extremo, está la Genie, la máquina encargada de picar los focos. Pero otra hermosa vestidura del Falla llama la atención, la efectiva caja de resonancia ideada por el jefe de tramoya del Falla, Luis de la Vega, y realizada por su equipo en tiempos de la rehabilitación. Cuatro techos formados por paneles desmontables que se van colocando según las necesidades del espectáculo en cuestión que se vaya a representar.
Una larga escalera, desde las tablas hasta el peine, causa pavor. Falsa alarma, está en desuso. Así que optamos por un camino más seguro. Primero, subimos al clavijero. El hábitat natural de los tramoyistas es un reino de cuerdas, focos, pesos y contrapesos. El Falla se anuda para sujetar forillos, como máximo 66, 16 de ellos contrapesados y 50 manuales. El Falla se agiganta con el bambalinón, los dos granates telones (con unas medidas de 20x20x4), las bambalinas lisas, el telón contraincendios... El Falla ya no se tapa con los oropeles de su insignia, esas iniciales superpuestas, porque no tiene vergüenzas que esconder.
Un poco más arriba alcanzamos el clímax de la levitación. El peine muestra la terrorífica cara del vértigo. Casi veinte metros nos separan del suelo. A nuestro alrededor, un complicado sistema de ingeniería. La cubierta del escenario está surcada de travesaños, chapas y chimeneas. Desnudez artesana hasta el final. En el peine te sientes como el rey del mundo, como el fantasma de la ópera, como el titiritero que maneja los hilos del arte, como un dios del Olimpo.
Y hacia el mismo Olimpo vamos. Sobre las pinturas de Abarzuza, en el techo del patio de butacas, el coliseo se desenfunda en un amplio espacio con las maneras de un barco invertido. El resultado es una nave de imagen muy moderna que se deshace en un desierto de madera que se corona en el centro con una rendija, ahora tapada, que, a vistas del espectador, es un agujero negro en el centro de las pinturas del artista. El impresionante espacio, que viene a ocupar casi todo el ancho del patio de butacas, es tan amplio que, con frecuencia, sirve de lugar de ensayo para la Camerata del Gran Teatro Falla.
A una puerta de distancia, se gana el Paraíso, que descansa en otro laberíntico entramado de madera, también blanca, como el contrafoso, pintura ignífuga que exclusivamente deja pasar el calor de los aplausos. Las ovaciones de las cuatroscientas personas que pueden acomodarse en esta zona del teatro.
Y es que, el coliseo principal de la ciudad deja ver hoy, con más claridad, sus 101 plazas de anfiteatro, sus 27 asientos de anfiteatro delantero, los 18 palcos platea, los 22 palcos principales y los 14 palcos segunda, además de sus 326 butacas. Una radiante sala iluminada por 39 candilejas. Localidades a las que hay que sumar el palco municipal, el palco cabina, donde se sitúan los controles de la luz y el sonido, y seis tornavoces, tres a cada lado de la escena.
Pero, hoy, a solas y a merced de todos los rincones de la magnífica bombonera, su cara vista parece más pequeña que su cara oculta. Así, dejamos la sala para recorrer sus pasillos donde se camuflan los talleres de carpintería, la sala de calderas con el depósito de agua, el taller de focos, y el local de los tramoyistas, entre otros almacenes.
Un piso más arriba, bien por la escalera, bien por el ascensor, se reparten los seis camerinos pequeños y los dos camerinos grandes (a los que hay que sumar el camerino de transformación de la planta baja), la zona de baños y duchas para el personal del teatro y la sala de prensa. Mientras, en la tercera planta, se ubican las oficinas del personal de administración que están dotadas de varios balcones por los que se puede acceder al exterior, a las torres del teatro con una magnífica vista de los alrededores de la plaza Fragela.
Cien años reinando en la intersección de la Viña y El Mentidero. Cien años vestido de coplas, de canciones, de textos, de partituras clásicas. Cien años cubierto de piropos de poetas, de carteles de programaciones, de aplausos. Y, sin embargo, como Eva, el Falla es mejor al desnudo.
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