Capítulo I: a la improvisación, ni agua
Guión precocinado. La inminente presidenta lee 33 páginas sobre una Andalucía futura sin corrupción ni crisis
LA frontera entre los grandes oradores y los simples reproductores de frases mejor o peor hilvanadas está en la capacidad de combinar el discurso escrito con la improvisación que se nutre del abono intelectual propio. Sin sedimento, claro está, no hay improvisación. Veamos algunos casos de talento latente, talento evidente y talento ausente.
Si Edward Cecil hubiese confiado más en su criterio y menos en las instrucciones del rey Carlos, quizás su expedición a Cádiz al mando de la armada británica (1625) no hubiese sido tan nefasta. Nieto del primer ministro de la reina Isabel, Cecil se había forjado una sólida reputación como oficial tras servir durante muchos años a los holandeses. Tuvo como maestro a Mauricio de Nassau, que plantó cara ni más ni menos que a Felipe II y sus tercios de Flandes. Cecil es un perfecto ejemplo de talento latente.
Talentos evidentes hay decenas. Por seguir la estela militar, ahí están Aníbal y Julio César, que no era sólo estratega sino también ingeniero, arquitecto, escritor y hábil negociador; o el eterno Napoleón, al que sólo perdió su osadía en la caza del gran oso ruso (lo mismo le sucedió a Hitler siglos después); o, en clave doméstica, nuestros Churruca, Daoiz y Velarde.
En el frontispicio del talento ausente están, finalmente, los paroxismos de la batalla de Annual (cuya responsabilidad adjudicaremos al general Fernández Silvestre) o del desastre de las Lomas de San Juan (general Linares).
La inminente presidenta de la Junta, Susana Díaz, no se parece a Cecil, ni desde luego a Julio César o Napoleón (o a sus Cleopatras y Josefinas), ni tampoco, por ahora, afortunadamente, a Linares o Silvestre. Porque Díaz, que ayer leía su discurso de investidura, hizo precisamente eso: leer. Y quien lee no suele cometer errores conceptuales, si acaso alguno de dicción, sobre todo cuando son otros quienes escriben el discurso con tiempo y recursos. Díaz, Susana, leyó 33 páginas con exquisita concentración, sin saltarse renglones ni entregarse a extravagancias rapsodas sólo al alcance de dinamiteros como Pasqual Maragall, hoy ya retirado.
En la primera presidenta andaluza de la historia no se adivina talento. Es una figura plana, o si lo prefieren, ajena al elitismo que desprendía Griñán. Sus palabras, sin embargo, sonaron bien al comienzo: puso el foco en la corrupción, en el descrédito de lo público y en la necesidad de reforzar los mecanismos de control y transparencia. Por momentos, sus ideas sonaron casi revolucionarias en esta España del nepotismo y la desvergüenza.
Díaz no hizo bandera de su juventud pero sí, nuevamente, de su condición de mujer, como si un hecho objetivo fuese per se una gran virtud. Es cierto: entre las seis diputadas de 1982 y las más de cincuenta de la presente legislatura media un trecho. Era un avance necesario. Y lo es que el género deje de ser relevante en el desempeño de un cargo tan crucial como la Presidencia autonómica. Pero agitar ese cartelón supondrá en adelante simplemente un acto más de los miles que tejen la demagogia política.
Volvamos al discurso. Transparencia y leña a la corrupción. Su ventaja competitiva respecto al jefe al que dice ciao es su oficialmente inmaculada hoja de servicios. Las siglas más famosas de Andalucía (ERE) no le salpican, y ésa es una buena carta de presentación para proponerle al votante la regeneración del sistema sin que éste esboce una sonrisa socarrona. Su mensaje ha sido contundente: tolerancia cero. Tendrá pronto la oportunidad de demostrarlo. El poder es un deporte de tramposos.
Habló también de la Ley de Participación que prepara IU y que estará lista a finales de año, de cómo la Administración abrirá sus entrañas al peatón, de la cogobernanza y otros preciosos voluntarismos. Habló, con seseo trianero, de comparecer cada seis meses para debatir con los grupos parlamentarios en función de la actualidad; de la decepción y el escepticismo; de la economía del optimismo; del papel vertebrador de Andalucía.
Conforme avanzaba, su texto perdió fuelle. Los compromisos más rutilantes dieron paso a ese afán omnisciente y acaparador tan presente en este tipo de ocasiones. Relató las virtudes estratégicas de la tierra; el austericidio decretado desde las más altas instancias europeas y mansamente secundado por Madrid; la evolución del desempleo; las prioridades del Presupuesto para 2014; el electrocardiograma del tejido empresarial; el ciempiés de las infraestructuras; la posibilidad de un nuevo/presunto/posible Pacto por Andalucía bis; la creación de un ICO-A o de un (otro) observatorio; la eliminación de trabas burocráticas; su intención (pese a IU) de no elevar la presión fiscal; o la necesidad de reforzar la simbiosis pyme-universidad. Sobraron la mitad de los folios.
Las carencias de Susana Díaz son palmarias y han sido recopiladas en innumerables ocasiones desde que Griñán iniciase su largo adiós. Sus virtudes en el proscenio, frente a la orquesta y con la batuta son una incógnita. La excelencia de su antecesor no ha significado progreso alguno en Andalucía, ni desde el punto de vista estadístico ni desde la perspectiva institucional ni tan siquiera conforme al termómetro superficial de las formas. Díaz tiene ante sí la inmensa oportunidad de sorprender a muchos. Deberá demostrar que se cree lo que dice. Que el carné de partido ya no es importante. Que ese suntuoso chiringuito llamado Junta puede ser más útil desperdiciando menos recursos.
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