Ceuta, la cárcel dulce

inmigración | asalto desesperado en la ciudad autónoma

La ciudad fronteriza asiste con pasmo al salto violento de cientos de inmigrantes

Los que lograron pasar se sienten más cerca de su objetivo

Decenas de inmigrantes recién llegados en el CETI de Ceuta, el pasado viernes, recibiendo material para su aseo.
Decenas de inmigrantes recién llegados en el CETI de Ceuta, el pasado viernes, recibiendo material para su aseo. / Reportaje Gráfico: Fito Carreto
Pedro Ingelmo · Vídeo: Fito Carreto

29 de julio 2018 - 05:30

/ Fito Carreto

"Go, go, go Marocco", leo tras las rejas en la camiseta de un joven subsahariano que sin duda no tiene ni veinte años, menos... Sonríe con la toalla en el hombro y el bote de gel en la mano, como si estuviera de camping en el módulo A de dormitorios del CETI de Ceuta el pasado viernes por la mañana. "¿Go Marocco?", le pregunto con una sonrisa señalándole la camiseta y él me responde con otra sonrisa. "No never. Go Madrid, Go Madrid". En una de sus piernas lleva un vendaje algo aparatoso, posiblemente de las concertinas de la valla que saltó hace unas horas. Como a él, la Cruz Roja atendió a otros 130, algunos con cortes profundos de las cuchillas.

En el camino de subida, una empinada subida, a este centro de extranjeros saturado donde los Regulares han instalado tiendas de campaña con literas en las canchas de baloncesto, me cruzo con decenas de inmigrantes. Todos saludan felices. Uno de ellos que hace como que no se entera cuando le pregunto where are you from sólo me dice "viva España, viva la vida, gracias, muchas gracias". "Suerte", le digo dejándolo por imposible. "Suerte a ti my friend español".

Parece mentira que muchos de ellos formen parte del grupo de unos 600 que unas pocas horas antes, en el amanecer del jueves, se lanzaran como una turba cargados con cal viva, botes de excrementos y de orina, esprays convertidos en fuego, palos y cualquier arma a mano para franquear, tras cortar con radiales la valla que separa la frontera con Marruecos, la barrera de sorprendidos guardias civiles que custodian la zona. Pero así es, ellos fueron. Un taxista de origen marroquí se cruzó con ellos cuando al grito de "boza" (victoria) recorrían los aproximadamente tres kilómetros que les separaban desde la finca Berrocal, el punto ciego de la frontera donde no llegan los visores por la orografía del terreno, al centro de internamiento. Llegar allí era su objetivo y, pese a no ser un camino fácil de localizar para alguien que nunca ha estado allí, lo hicieron con convicción, como si lo tuvieran memorizado. Llegar al centro era su seguro en la carrera a la que acababan de desafiar a las fuerzas de orden dejando heridos y magullados a más de una veintena de sus miembros. Habían llegado al CETI, habían ganado su particular acogimiento a sagrado, ya no podrían ser devueltos en caliente, como ocurrió con algunos de sus compañeros, cuyo fracaso, como en el asalto de 2016, no tan violento, quizá les deparara un pasaporte a la cárcel de Tetuán. Ahora tenían días de descanso, de duchas, de gel, de comida. Un paso más en su objetivo para ser trasladados a centros de la península y, de ahí, seguir subiendo a Madrid, a Cataluña, a Francia, a Alemania. Ceuta y su valla son sólo un paso más de los muchos que han tenido que dar, como relatan en francés a tres carmelitas, dos de ellas subsaharianas como ellos, que han acudido a conocerles, casi todos contando una historia parecida. Para ellos, les dicen, Ceuta es un "limbo" o "una "cárcel dulce".

Clemente Núñez, director de socorro de la Cruz Roja, que multiplicó sus recursos para atender heridas de unos y otros en esas horas de caos, admite que fue el asaltos más violento que se recuerda, pero también tiene que reconocer que "si llegan a la valla saben que sin métodos violentos no van a conseguir entrar". Reduan Mohamed, activista de la asociación humanitaria Digmun, va más allá: "Vienen con garfios o cizallas para trepar y cortar la valla, no quieren herir a nadie, sólo quieren pasar".

En el centro de Ceuta, el centro peatonal y coqueto de la ciudad norteafricana, muchos ciudadanos no lo ven desde la misma manera. Se han congregado frente al lujoso hotel Ulises convocados por el secretario general de Vox, Javier Ortega. Algunos llevan banderas y abanicos con los colores rojo y gualda. Hemos coincidido con Ortega en el ferry y un pequeño equipo de colaboradores. Mientras el barco surcaba el Estrecho enviaba un mensaje a las redes. Para ellos, lo ocurrido en Ceuta era una "invasión" en toda regla. Vox tiene claro que la inmigración es su mensaje fuerza, nos explica el jefe de prensa.

En uno de los salones del hotel, Ortega, que lleva camisa blanca con el anagrama de Vox y un cinturón con los colores de la bandera de España, suelta su discurso ante un enfervorecido público que abarrota el lugar: propone levantar un muro de hormigón y tirar "esa valla chapucera"; también dice que nuestros refugiados son los españoles que no reciben pensiones dignas y los que están en el paro y etcétera. Que primero hay que dedicarse a ellos y luego, si se puede, a los de fuera, pero que, mientras, a los que entran, de vuelta a Marruecos sin contemplaciones. ¿Concertinas? "¿Alguien intenta atravesar una pared en la que pone alta tensión?"

Al finalizar el acto, Ortega charla con unos cuantos hombres de paisano que, sin embargo, queda claro por algunos símbolos en sus camisetas que son miembros de las fuerzas de seguridad. Se alojan en ese hotel como refuerzos para detener la avalancha migratoria. Son trabajadores que defienden una valla con un tercio del personal necesario para hacer lo que hacen. Ortega les dice lo que quieren oír sobre más medios, equiparación de salarios y asegurándoles que él defenderá todas sus reivindicaciones donde haga falta. Tras terminar el diálogo abordamos a uno de los que han estado en la conversación y que lleva una tirita en el cuello. Es uno de los guardias heridos la noche anterior. Amablemente declina la charla con nosotros, ni bajo anonimato. Otro acepta pero sólo para decir, en tono de reproche a los medios: "Todavía recuerdan lo del Tarajal del 2014, cuando murieron inmigrantes porque se asustaron y se ahogaron, pero nunca se habla de los que salvamos echándonos al agua para que no se ahoguen. De eso nunca se dice nada. Nadie dice nada de las criaturas que salvamos cada día".

Existe una indignación soterrada entre los guardias civiles que se ven como fuerzas de choque sin órdenes precisas. En ese sentido el mensaje deslavazado de Vox es árnica. Hablan de un efecto llamada de este Gobierno por el Aquarius y todo el mundo aplaude cuando todo el mundo en Ceuta sabe que en la cercana Castillejos, a menos de dos kilómetros, hay miles de subsaharianos esperando saltar desde hace meses, años antes del Aquarius. ¿Cuándo fue la llamada? Pero tras el impacto de la noche del violento asalto Vox es el único que ha estado allí y hay una parte de la sociedad ceutí que lo agradece. Porque esta vez han sido muchos, han estado organizados y han sabido por dónde hacerlo. Que los desesperados se organicen asusta. Que Marruecos les deje, también. Y Marruecos les ha dejado.

"Los negritos nunca han dado un problema, ¿por qué iban a darlo?. Los argelinos son más problemáticos. Y luego los niños marroquíes que saltan las fronteras en bajos de camiones y que andan por el puerto esnifados de pegamento. Algunos no tienen ni diez años. Caminan como zombis". Omar (nombre cambiado) es un militar español de ascendencia marroquí que hace esta somera clasificación y se presta a llevarnos a los puntos calientes de la frontera. Subimos pistas de tierra para que nos muestre la cercana silueta de La Mujer Muerta, una montaña que esconde lo que el grifo de Marruecos puede enviar. "Están allí en campamentos. Detrás hay miles esperando saltar".

No es una suposición. Los ceutíes acuden los domingos al mercado de verduras de Castillejos. Allí todo es muy barato. Por las pistas de las montañas bajan los subsaharianos pidiendo tomates, pimientos. La gente se los da de buena gana, cuenta Omar mientras nos conduce al lugar elevado, a la espalda del barrio proscrito de El Príncipe, con sus casas de colores, desde el que se ve la valla, de una longitud de unos ocho kilómetros. En Ceuta siempre hablan de ella como el perímetro. Están limpiando y aún quedan restos de zapatos, muchos zapatos, ropas. Sangre. Los restos del asalto. Al otro lado las tiendas de los gendarmes marroquíes dispersas en el monte, verdes.

Si uno se pone zen piensa que todo esto es absurdo. En Ceuta hay decenas de construcciones con alambradas. Tienen que ver con instalaciones militares o fronterizas. El propio CETI tiene una valla detrás de otra. Hay una valla especialmente ridícula en la barriada musulmana de Bazú, la última en la frontera oeste con Marruecos, que da con otra localidad que ya es marroquí, otro barrio. El paso está bloqueado por un espigón y con un añadido de una valla que cualquiera con unas nociones básicas de natación podría sortear. Las casas a un lado y a otro de ese espigón son iguales y las gentes son iguales. Vox dice que pongamos un muro de hormigón.

A la hora de la mezquita bajan decenas de inmigrantes del CETI de su colina. Es viernes. Ya no hay tantos periodistas como cuando la invasión. Todo está tranquilo. En la plaza de los Reyes, en el centro de Ceuta, aborda un ciudadano para decir con un argumentado discurso que esto acabará siendo el fin de Europa.

Ceuta, la "cárcel dulce", mira con recelo detrás de la Mujer Muerta. Detrás de la Mujer Muerta la vida es dura, muy dura, pero ya están más cerca.

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