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diez años de la mayor tragedia del estrecho 3 El origen
En las estribaciones del Atlas, a unos 700 metros de altura, en la provincia de Beni Mella, el Megane sube con dificultades una pista. Atrás ha quedado el poblado de Tagxirg y los cinco españoles que ocupan el vehículo se maravillan del paisaje extraño, que amenaza nieve, en lo más profundo de Marruecos. Está a punto de morir el año 2003, hace un frío endiablado. En una explanada un anciano con alpargatas rotas y vestido con harapos maneja un arado romano del que tira un mulo famélico. Violeta Cuesta y sus compañeros acaban de entrar en Hansala, el diseminado pueblo del que procedían doce de las 37 víctimas de la patera de Rota.
Todo empezó un mes antes. En la playa del Buzo se convoca un encuentro para lanzar flores al mar en recuerdo a las víctimas del naufragio. La consternación aún está incrustada en la cabeza de Violeta. La tarde del 25 de octubre de 2003 había salido a pasear por Punta Candor y le había dicho a su compañero, observando el mar bravo: "Ojalá esta noche no haya pateras. El mar está horrible". Octubre es mes de pateras, sabe Violeta, vinculada desde hace años a movimientos solidarios y, aunque Rota no es punto de llegada, la costa de Tarifa teme una nueva oleada.
En ese encuentro en El Buzo un grupo de los presentes propone que no lloren con flores. "Vayamos allí a darles el pésame". Ese impulso, tan propio de lo emotivo, en esta ocasión se hizo real. Y por eso el Megane está en la explanada y por eso los cinco españoles, embozados en sus modernos anoraks, se bajan del coche y miran asombrados a ese hombre que labraba un pedregal: bienvenidos al año cero.
"Hansala está en la provincia de Beni Mella. Está habitada por bereberes, la tribu originaria de Marruecos. No son árabes. Son gente de las montañas, fuertes, supervivientes de unas condiciones naturales infrahumanas. Su percepción sobre la vida y la muerte es muy distinta a la nuestra porque están acostumbrados a sufrir con la primera y a convivir con la segunda. A esa región la llaman el triángulo de la muerte porque de allí son la mayor parte de las víctimas del Estrecho. Aquel hombre del arado era el padre de una de ellas".
El encuentro de estos españoles con Hansala, con la generosidad bereber, con la entereza de un pueblo de poco más de dos mil almas que cada cierto tiempo encajaba el golpe de la muerte de unos de sus jóvenes, fue una revelación. Vieron mujeres acarreando leña para los hornos de pan que se encontraban fuera de las viviendas, que eran sólo una estancia con alfombras extendidas. Nada sabían de alcantarillado, ni mucho menos de agua corriente. Eran las mujeres las que transportaban el agua desde lejanas fuentes. El estatus de la familia se medía por el número de mantas que había en las casas. En algunas no había ninguna. En otras no había siquiera alfombras, sólo esterillas. Su dieta era de susbsistencia a base de té, aceite, miel y tallín que, según pasaba la semana, eran dos patatas y alguna zanahoria. La escuela estaba en ruinas, el médico no subía porque no tenía instalaciones. Hansala era un vergel rodeado de miseria. De aquí escaparon los doce jóvenes, sólo sobrevivió uno.
Los jóvenes entre 17 y 20 años que se embarcaron en aquella patera formaban parte de las familias menos pobres entre las pobres de Hansala. Los pobres no tienen nada con lo que mandar a sus hijos hacia la prosperidad o hacia la muerte. El que no tiene una oveja no puede meterse en la patera. Los que fueron lo hicieron porque sus padres vendieron sus rebaños para poder pagar a las mafias el viaje. Todos, menos uno. "Un chico se escapó. Su hermano le había enviado el dinero desde España, pero su padre lo interceptó y se lo quitó. Su hermano le envió de nuevo el dinero. Y se escapó. Murió en la patera. Ese padre no tenía consuelo. Esos chicos sabían a lo que iban. Nunca habían visto el mar, pero sabían que el Estrecho no es un lago", asegura Violeta.
"Rompimos a llorar cuando nos encontramos con las familias. Ellos eran los que nos consolaban. Nos decían que sus hijos eran valiosos... pero ya no estaban. En sus rostros estaba marcado el sufrimiento y el dolor, pero también la entereza. Una mujer nos dijo: El precio ha sido alto, pero ellos acudieron allí a llamar a vuestras puertas y les escuchasteis".
Las palabras de aquella mujer fueron una premonición. Aquel viaje fue el origen de una actividad incesante que ha cambiado la fisonomía de Hansala. Violeta y sus compañeros regresaron a España con el firme propósito de hacer algo de inmediato. "No teníamos tiempo para esperar buenas palabras de los políticos. Hansala no podía esperar tanto. Nuestra filosofía era ven y conoce Hansala y piensa qué puedes hacer". Todo lo que ha transformado Hansala en estos últimos diez años ha salido -con algunas excepciones- de los bolsillos de una asociación que decidió llamarse Solidaridad Directa (y en la palabra 'directo' ya va toda una filosofía) y de la manos de los hombres y mujeres de Hansala. Ellos fueron la mano de obra para levantar un dispensario en la explanada que labraba aquel hombre, una escuela, las cocinas con butano que permiten que las mujeres no tengan que cargar con leña... "Rápido, centralizado en un objetivo y y respondiendo a las necesidades sin intermediarios. El dinero de Solidaridad Directa iba directamente al objetivo, a comprar ganado, a las becas para chavales y al fondo para los estudios de los tres huérfanos de la patera".
Ningún joven más ha salido de Hansala desde aquel dramático octubre. El pueblo ha ido creciendo e incluso se ha creado un pequeño núcleo urbano. Hace poco un inmigrante italiano, árabe, empezó a construirse una segunda residencia en Hansala. "Es un paisaje precioso -señala Violeta- Irá más gente a Hansala. Esto no ha hecho nada más que empezar".
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