Treinta años de naufragios
El drama de la inmigración en el Estrecho
Hace hoy tres décadas que apareció en la playa de Los Lances el primer cadáver de un migrante en la costa andaluza
Ildefonso Sena estuvo allí para contarlo para los periódicos del Grupo Joly
Tarifa/Salah Es-Saddaf llegó a España el 1 de noviembre de 1988. Procedente de Beni Mellal, en la región marroquí de Tadla-Azilal, se embarcó en la aventura de buscar una vida mejor a bordo de una patera junto a otros 22 compatriotas. Zarparon sobre la medianoche del día de Todos los Santos en España y llegaron a la playa gaditana de Los Lances, en Tarifa, aliados con la oscuridad de la noche. Desde allí se dispersaron y Salah logró, gracias a los ahorros de toda una vida, atravesar la península Ibérica para llegar a Francia donde le esperaba un pariente cercano. Se instaló en las inmediaciones de Lyon y consiguió un trabajo en la comuna de Givors, donde entabló amistad con descendientes de emigrantes españoles llegados en los sesenta desde tierras almerienses. Poco después, conseguidos los “papeles”, se trajo a su mujer y su hija. Cada año, en agosto, vuelve a su tierra natal de vacaciones embarcando rumbo a Tánger en Tarifa. De soslayo, mira la playa que se aleja a estribor del ferry y recuerda con nostalgia la noche de su llegada. En el verano de 2018 se le acumularon todos los recuerdos de esos treinta años transcurridos.
Esta podría haber sido, al margen de lugares y detalles, la historia del hombre de la foto. Pero no, es ficticia. El hombre de la foto perdió su nombre cuando apareció en la playa de Los Lances. Perdió el nombre y la sonrisa, las ilusiones, el futuro… la vida. El mar y la oscuridad le arrebataron de golpe todas las hojas del calendario. Hace 30 años.
El 1 de noviembre de 1988, sobre las nueve de la mañana, me encontraba desayunando cuando sonó el teléfono. Al otro lado, un contacto de la Guardia Civil me dijo escuetamente: “Ha aparecido un cadáver en Los Lances, frente al colegio Nuestra Señora de la Luz”. En ese tiempo era corresponsal en Tarifa del Grupo Joly (Diario de Cádiz y Diario de Jerez, antes de la expansión), adscrito a la delegación de Algeciras. Hacía crónicas y fotografías.
Apurando la última galleta me apresuré camino del lugar indicado, no sin antes tomar el bloc de notas y una cámara compacta Nikon comprada apenas dos días antes. Por el camino comencé a hacer cábalas sobre lo que podía haber pasado. Descarté a un bañista, dada la estación en que estábamos, barajé la posibilidad de algún submarinista perecido en accidente y pensé en algún paseante que habría sufrido un infarto. La escasez de datos de mi contacto no daba para mucho más.
El coche patrulla de la Guardia Civil, aparcado sobre la arena, me señaló el lugar exacto al llegar a la playa. Un agente custodiaba el escenario y nos saludamos cordialmente con los buenos días. Y allí estaba la foto. El día había amanecido gris y frío. El fuerte viento de levante arrastraba rachas de arena que se clavaban en la cara. El mar, rizado, reflejaba el color del cielo. Todo era gris. Incluso el casco de una embarcación de madera de unos cinco metros de eslora por tres de manga varada en la orilla. A unos pasos de la proa, en tierra firme, estaba el cadáver de un hombre joven –le calculé 25 años– de rasgos magrebíes y completamente vestido. El cuerpo estaba parcialmente cubierto de arena y trozos de algas arrastrados por el viento.
La migración irregular en 1988
En 1988 la inmigración irregular por el estrecho de Gibraltar ya era un hecho repetitivo. En las postrimerías de la década de los 70 y hasta mediados los 80, la Guardia Civil de Tarifa se enfrentaba a un ilícito bastante cotidiano: el tráfico de hachís desde la otra orilla. Con frecuencia, los agentes del instituto armado sorprendían a grupos de porteadores (entre tres y seis) que ya se habían deshecho del alijo. Al no poder demostrar que eran narcotraficantes, los acusaban de “paso clandestino de fronteras” y los devolvían inmediatamente a su país de origen, generalmente Marruecos y ocasionalmente Argelia.
Pero, paulatinamente, se fueron dando dos circunstancias: por un lado, los grupos de supuestos porteadores de droga eran cada vez más numerosos y, por otro, los guardias civiles no podían explicarse cómo se les escapaban tantos alijos. La respuesta era bien sencilla: no eran narcotraficantes sino migrantes. En 1988 era ya un fenómeno conocido pero no más allá de en los límites de la provincia gaditana y, como mucho, los de Andalucía.
Con permiso del guardia escudriñé el lugar para tomar una fotografía. Encuadre no había más que uno: el cadáver, la patera y un Estrecho que ese día se antojaba infinito pues apenas se divisaba cabo Espartel en el horizonte.
En esa tarea estaba cuando apareció el capitán de la Compañía, acompañado de un sargento y cuatro civiles, a todas luces marroquíes. A Manuel Prado, malagueño, lo había conocido un par de días antes cuando lo visité en su despacho para darme a conocer al nuevo responsable de la Guardia Civil tarifeña. Era un hombre cordial, amable y bastante comprensivo (para mi satisfacción) con la labor de los periodistas.
Sin darme tiempo a pedirle datos de lo que había ocurrido, me preguntó si sabía hablar en francés. Tras decirle que, en efecto, me defendía, me pidió que averiguara, hablando con los cuatro marroquíes que había interceptado deambulando por la carretera, si tenían alguna relación con el cadáver y la embarcación varada en la playa.
Así las cosas, me dirigí al grupo con el mejor francés que pude. En un principio no mostraron demasiado interés en hablar conmigo, hasta que les dejé claro que no era policía sino periodista. Entonces, uno de ellos comenzó a hablar para desgranar un relato escalofriante.
Sobre la media noche habían zarpado desde una playa de Tánger. Eran 23 y habían pagado en dírhams el equivalente a unas 2.000 pesetas de entonces a un pescador para que los llevara a la otra orilla en su barca. Navegaban a oscuras y el rumbo estaba puesto en las potentes luces de una gasolinera en Tarifa. El faro de la Isla también lo tomaron como referencia. A medio camino, sobre las cuatro de la mañana, les sorprendió un fuerte viento de levante pero continuaron la travesía. A unos 20 metros de tierra, intentando el desembarco, la chalupa se escoró a estribor por el desplazamiento de peso y todos acabaron en el agua. No hacían pie y la mayoría no sabía nadar. Aún sonaban en sus oídos los gritos que se iban apagando de sus compañeros. Sólo quedaban ellos. De 23, sólo ellos. Y el cadáver.
Esta crónica, que tanto se ha repetido en los últimos 30 años, contaba algo que ocurría por vez primera. El titular –y la foto– aparecida en Diario de Cádiz al día siguiente, estremeció a España y buena parte de Europa. De pronto, el mundo volvía la vista para fijarse en lo que estaba ocurriendo en el Estrecho. Y la playa de Los Lances se llenó de periodistas, comenzando por Arturo Pérez Reverte, a la sazón reportero de TVE, que fue el primero en acudir.
En los días siguientes fueron apareciendo, en macabra sucesión, cadáveres y más cadáveres en la costa tarifeña. Uno, en la de Ceuta arrastrado por la corriente. Hasta hacer un total de diez. Los nueve restantes permanecen para siempre en el recuerdo y en esa gran fosa común que es el Estrecho de Gibraltar. Otros tantos están enterrados en el cementerio de Tarifa.
La fotografía de ese primer naufragio no sólo se publicó en exclusiva en Diario de Cádiz. En los días, semanas, meses y años siguientes apareció en decenas de medios nacionales y extranjeros. Prácticamente, ha dado la vuelta al mundo y al día de hoy sigue vigente porque nada ha cambiado. Es usada, con frecuencia, por diversas organizaciones no gubernamentales para ilustrar cartelería de denuncia y, gracias a la revolución tecnológica que ha supuesto internet, es fácil encontrarla en la red. Por ella también han pasado los años pues, extraviado el negativo durante un cambio de sede de Europa Sur, el tercer periódico del Grupo Joly en cuya redacción me integré en enero del año siguiente, las sucesivas reproducciones de la copia en papel han producido algún que otro deterioro en la imagen.
Apenas dos meses después de aquél 1 de noviembre, en enero de 1989, se repitió la tragedia en la costa de Algeciras con un balance de nueve fallecidos. Y más tarde, otra, a la que le seguirían muchas más hasta nuestros días. Una historia interminable…
Durante años, y prácticamente hasta que me retiré del periodismo, cubrí decenas de noticias como esa. He visto muchos cadáveres –demasiados– de hombres, mujeres y niños esparcidos por una costa que conozco palmo a palmo. He conocido por boca de sus protagonistas múltiples historias que no me dejaron indiferente.
A principios de los 2000 acudí a la playa de Atlanterra, donde se había registrado otro naufragio. Sobre la arena, al sur de una urbanización de lujo, yacía el cadáver semidesnudo de una chica marroquí de apenas 15 años. No hice la fotografía. Aquello era demasiado y con la crónica bastaba. Nunca más volví a recoger testimonios gráficos de cadáveres de migrantes.
Pero el hombre de la foto es el que no desaparece de mi memoria. Fue el Primero (con mayúsculas, porque así lo llamo) y me dejó una huella imborrable. En noches de insomnio, a veces me viene su recuerdo. Y me pregunto quién sería, cómo se llamaba, a qué se dedicaba, si estaba casado, tenía hijos… Y pienso en sus padres, en todos los padres de todos los muertos en el Estrecho, para quienes, desde aquél fatídico 1 de noviembre de 1988, ya no existen amaneceres libres de melancolía.
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