La tribuna
Villancicos ateos
Raimundo Laynez mantiene viviendas y Paco Ruiz-Mateos conduce una UVI móvil. En el espigón del puerto deportivo de Rota señalan un punto indeterminado de la Bahía. "Tuvo que ser allí", dice convencido Raimundo. "¿Y por qué los cuerpos llegaron hasta Vistahermosa y la patera y los bultos con ropa se fueron hasta el Hotel Playa?", pregunta Paco. "Porque las corrientes son distintas en la superficie que en el fondo. El cuerpo se hunde como un fardo, luego se hincha, flota y ya decide el capricho de las mareas". Raimundo y Paco, voluntarios de la Cruz Roja de Rota desde los años 80, son amigos hace mucho y se dan cuenta de las pocas veces que han hablado entre ellos de lo que ocurrió hoy hace justo diez años en el mismo lugar en el que nos encontramos. Hace diez años que la mayor tragedia del Estrecho les cambió el modo de mirar la vida. Y de mirar la muerte. Lo tienen muy metido dentro, pero nunca hablan de ello. Paco está algo nervioso ante la perspectiva de realizar el itinerario que le hemos propuesto, el de aquellos siete días que siguieron a la llamada de la Guardia Civil: "Cabe la posibilidad de que una patera vaya hacia vuestra zona. Id preparando mantas". Cuando Paco recibía esa llamada la tarde del 25 de octubre de 2003 una ola hacía zozobrar una embarcación situada donde Raimundo apunta con el dedo, a unas pocas millas en línea recta de este puerto deportivo. Empezaba a deslizarse por la línea de costa la pesadilla.
"Vayamos donde apareció la patera", propone Raimundo. En el coche Paco reconoce que "nunca he hablado de esto y no sé si tengo fuerzas..." "¿Habíais recibido otras pateras antes?" "Una en Chipiona un par de años antes. Los vimos salir e irse corriendo hacia los pinares. El trabajo consistía en darles mantas, protegerles de la hipotermia y alimentarles con kits que teníamos preparados con sopas y galletas saladas. Pensábamos que esta vez sería igual. No lo fue". "Esta pasarela de madera no estaba", advierte Raimundo cuando llegamos al lugar que se sitúa entre el hotel Playa, una de las primeras construcciones turísticas del litral, y el pinar que en Rota siempre llamaron La Forestal, antiguos terrenos militares que esconden fantasmales bunkers. "La mayoría de estos unifamiliares no existían hace diez años", recuerda Paco para situarse. Bajamos hasta la playa. "Fue aquí". 'Aquí' es donde apareció la zodiac, "una embarcación de PVC, de lo peorcito que puedes tener para navegar. Cuando la expulsó al mar estaba entera, pero al retirarla una excavadora municipal se rompió. Se rompía con nada". Junto a la zodiac, una veintena de bolsas negras. Eran las pertenencias de los náufragos. En cada una de esas bolsas había algo de ropa, una linterna, un teléfono móvil, dátiles y frutos secos en migajas. "Nos extrañó que hubiera tantas bolsas -afirma Raimundo-. Recuerdo que pensé: ¿cómo caben veinte personas en esta lancha? Y no eran veinte, eran muchos más".
Paco está pensativo mirando el mar, ligeramente picado. "Aquellos días hacía un tiempo parecido al de estos últimos días, alternando chaparrones con sol. La mar estaba muy mala, peor que hoy, mucho peor que hoy". Pide un cigarrillo. "Apenas fumo". Toma aliento con la segunda calada y se lanza en su relato: "Lo primero que hicimos fue buscar huellas en la arena. Pensábamos que habrían llegado a la costa y habrían salido corriendo hacia la Forestal. Lo normal es que salgan corriendo y se agazapen hasta que las cosas estén más tranquilas y la policía se marche. A esas horas, serían las diez o las once de la noche, nosotros no conocíamos lo que se nos avecinaba. Recorrimos la playa de punta a punta buscando a los inmigrantes, pero no vimos nada, por lo que decidimos hacer el recorrido en coche con el visor nocturno. La marea estaba llena. Todo era confuso. Los taxistas nos dijeron que les parecía haber visto unas sombras adentrarse en el pueblo. Eso nos tranquilizó. En ese segundo recorrido nos pareció ver algo donde rompían las olas junto al muelle, a varios kilómetros de donde había aparecido la patera. Podía ser una piedra porque estaba inmóvil. Bajamos del todoterreno y corrimos hacia el bulto". "Como no se distinguía en la noche, podía ser un trozo de madera", interviene Raimundo. Continúa Paco: "Nos metimos en el agua hasta las rodillas. Hasta llegar a él. Era un hombre, pero parecía muerto: estaba rígido, las manos agarrotadas, frío como un témpano. Jalamos el cuerpo hasta la orilla y, al tumbarlo en arena seca,¡hostias!, una convulsión. Pegamos un salto como quien ve a un muerto viviente. Estaba vivo. Le dimos las del pulpo. Yo creo que todavía el chaval como vea una cruz roja sale corriendo de la paliza que le dimos. El objetivo era reanimarlo, calentarlo. Había que volverle a la vida antes de que lo devorara la hipotermia. Fueron unos segundos, unos minutos, lo que fuera, no sé, una eternidad, en la que el único pensamiento era devolverle la respiración ..."
El superviviente fue trasladado por Paco y sus compañeros al centro de salud. Unas dos horas después el joven había recuperado suficientemente el conocimiento para articular algunas palabras. "Un traductor nos explicó lo que decía. Repetía que salváramos a su hermano, que su hermano no sabía nadar, que teníamos que ir a salvarlo, que la lancha había volcado, que él no sabía cómo había llegado a la orilla. Él, al volcar, escuchó gritos mientras se movía desesperadamente, pero no veía nada. Dijo que escuchó esos gritos de sus compañeros durante unos tres minutos y, pasado ese tiempo, no escuchó nada. No es que se apagaran los gritos de auxilio poco a poco. No. Es que se hizo el silencio. A mí me estremeció el relato, pero fue peor cuando le convencimos de que nos dijera cuántos iban en la lancha. No se me olvida: 50, dijo. Me quedé helado". "¿Cómo pudo salvarse?" "Ni puta idea. Un milagro. En estado de hipotermia hay menos consumo, el corazón late más despacio... No pensábamos mucho en ello. Continuamos la batida. Si él se había salvado, podían haberse salvado más, pero cuando la marea se retiró sobre las seis de la mañana, el mar nos escupió el primer cadáver. Nos habíamos ido al módulo con los prismáticos para observar a vista de pájaro. Aún no había salido el sol, estaba el cielo con ese color metálico... Allí abajo, cerca de donde había aparecido el superviviente, había algo. Corrimos. Y mientras corría hacia él supe que no era como el otro caso. Si no hubiera muerto ahogado, habría muerto de frío. A pie de ola lo arrastramos hacia arriba. No llevaba camiseta, sólo unos vaqueros. Lo habíamos encontrado de cúbito supino, tieso, con una rigidez, por decirlo de alguna manera, más relajada que la del superviviente. Era el primer muerto y entonces me di cuenta de que eso que estábamos haciendo lo íbamos a tener que hacer muchas más veces. Poco después, cerca de la alambrada de la Base, apareció el segundo..."
Paco interrumpe la narración. Nos encontramos en la playa del Caracol, en el arranque del paseo marítimo en el que un monolito habla de un mundo sin fronteras, esos monolitos que expresan cosas lógicas e imposibles tan llenas de buena intención como una centrifugadora de conciencias. El relato tiene que continuar. "Los días que siguieron, casi obsesivamente, nos pateábamos todas las playas, desde Punta Candor hasta el Chorrillo, 16 kilómetros de línea de costa. Todos los días aparecía algo nuevo. Íbamos con bolsas negras en las que metíamos macutos, zapatos, mucha ropa. Yo me mentía a mí mismo y rezaba porque en la noche que apareció la lancha todos hubieran salido corriendo, que esas sombras de las que nos hablaban los taxistas fueran reales, que fueran 50 sombras, pero una semana después, cuando dieron la alarma del primero, empezaron a salir todos los demás".
Fueron poco menos de 72 horas frenéticas, entre el 31 de octubre y el 2 de noviembre. Con dos lanchas, los miembros de Cruz Roja se introdujeron en el mar a extraer cadáveres, cuerpos blancos, hinchados, deformados. En la cercana playa del Buzo, ya en El Puerto, dos fotógrafos de prensa, Fito Carreto y Jaro Muñoz, hacían guardia asombrados viendo esos cuerpos que fueron jóvenes. "Están tan blancos", observó Fito. "Parecen ángeles", contestó Jaro.
Pero en el trabajo de Paco, en aguas de Rota, no hubo tiempo para la reflexión. "No habíamos terminado de sacar uno y otro pesquero nos avisaba de que habían visto otro. Diecisiete en total. Era un desánimo total. Según sacábamos cuerpos nos dábamos cuenta de que se estaban cumplienddo los peores presagios. Joder, no se había salvado nadie. Y la hilera en el pantalán cada vez era más larga desprendiendo ese tremendo olor a una gran masa de carne en descomposición que todavía tengo aquí -dice Paco señalándose la parte superior de la nariz-. Usábamos camillas nido flotantes, que no eran flotantes, sino que las hacíamos flotantes. No podíamos subir los cuerpos a la lancha, el olor era insoportable hasta con mascarillas impregnadas con vicks vaporub. Eran escenas horribles, esos rostros que ya no eran rostros comidos por los peces. Recuerdo a ese chico en la lancha que me dijo voy a agarrarlo por el cangurito y yo giritándole, no, por ahí no, hijo, eso no es el cangurito. Era el cuero cabelludo levantado... (traga saliva). Algunos compañeros no pudieron con esto, llevaban un cuerpo al pantalán y se bajaban. No puedo seguir, decían. Otros dejaron la Cruz Roja tras aquellos días".
Hemos llegado hasta el módulo junto al puerto. En un armario aún están guardadas las mantas que no pudieron utilizar ese día. Sus estampados son azules, blancos, rojos... "Las mantas que nos daba cada vecino". Nunca más ha vuelto una patera a Rota. La única que llegó vino cargada de muerte. Hace diez años. Paco tardó mucho tiempo en recuperarse: "Tenía una pesadilla que se me repetía. Tenía que ver con el relato del superviviente. Estaba en alta mar y escuchaba gritos, muchos gritos, una algarabía. Y, de repente, se hacía el silencio".
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