Cádiz la sucia. Por Yolanda Vallejo

Desde que a Edmundo D'Amicis –el de Marco, el mono y su madre- dijo que Cádiz le parecía una isla de plata llevamos tonteando con el adjetivo argénteo –me puedo poner muy cursi, si quiero- más de ciento cincuenta años. Que si tacita de plata, que si las olas de plata quieta, que si las calles de plata, que si las noches de plata… ya sabe, el catálogo de tópicos rancios con el que es difícil identificarse viendo cómo está la ciudad. Porque, para qué vamos a dar más rodeos, Cádiz está sucia y eso es algo que sabemos usted, yo y hasta el Ayuntamiento, que ya no disimula ni esconde el descontento con la empresa responsable del servicio de limpieza de la ciudad. Atrás quedaron aquellos «escamondados» y aquellos «solucionados» con los que presentaba sus credenciales el equipo de Gobierno recién llegado hace, apenas, año y medio a San Juan de Dios. Acuérdese, las redes echaban agua y jabón a todas horas y en todos los rincones de la ciudad en el verano de 2023 porque el nuevo Ayuntamiento había venido para limpiar Cádiz, también en el sentido estrictamente literal del término.

Nuestras malas relaciones con la higiene callejera vienen de antiguo, no vaya a pensar que esto es herencia de la era Kichi, qué va. Si echamos la vista atrás, y yo es una cosa que hago constantemente, nos damos cuenta de que la ciudad ha estado sucia siempre. Y cuando digo siempre, es siempre; no en vano, buena parte de los hallazgos arqueológicos más antiguos de la ciudad no son más que basura –entiéndame, restos de vertederos- depositada en la cuna del tiempo que dan testimonio de lo que éramos. Ya sabe lo que dicen, «si quieres conocer a alguien, mira en el cubo de su basura» y nuestra basura milenaria ya da cumplida cuenta –la escombrera aparecida en 2019 es el botón de la muestra- de lo guarrísimos que podemos llegar a ser los vecinos y vecinas de Cádiz. Pero no hay que irse tan lejos, los viajeros románticos no destacaban la limpieza de la ciudad y preferían mirar al cielo –ese cielo nuestro, tan seductor de día y de noche- antes que mirar al suelo, aun a riesgo de pisar excrementos de perros o de caballos que era lo habitual en nuestras calles. Algo lógico, por otra parte, no teníamos agua ni para beber, no es difícil imaginar cuánta agua se destinaba para labores de limpieza. En 1992 –sí, hace ya cuarenta años, pero usted se acuerda lo mismo que yo- el Ayuntamiento de Cádiz organizaba lo que se dio en llamar una «cruzada contra la suciedad», a la vista el estado que presentaba la ciudad entre bolsas de basura acumuladas, papeles, muebles, botellas… y convocaba a una reunión urgente a los actores principales del drama: representantes ciudadanos, empresarios y la empresa concesionaria del servicio de limpieza para elaborar de manera conjunta un documento de medidas concretas «para lavarle la cara a la ciudad». Entrecomillo porque me parece la expresión más gráfica del problema de la limpieza en Cádiz; la cara de la ciudad, que no son más que sus calles, sus plazas y sus jardines, los mismos que hoy tienen tan mala cara. El Ayuntamiento de entonces, el de Carlos Díaz, estaba especialmente sensibilizado con la recogida de basuras que por aquellos días la gente tiraba, incluso, por los balcones y en el mejor de los casos depositaba en bolsas de Simago –usted me entiende- en la acera. Luego vendrían los bidones individuales –otra porquería, si me permite que se lo vuelva a decir- en las casapuertas y los contendores colectivos en sitios bastante transitados en lo que la gente deposita sus basuras a la hora que le parece. Porque nosotros, los vecinos y las vecinas, somos parte del problema. 

Tuvimos luego unos años de espejismo –de espejos distorsionados, claro- en los que Cádiz aparecía en todos los rankings de ciudades más limpias de España. Llegamos recibir tres Escobas de platino, una de otro y dos de plata entre los años 1996 y 2010. Éramos la ciudad que sonreía limpia y el Ayuntamiento ponía todos los esfuerzos que la mujer del César pareciera buena. Que ya sabe usted que ser y parecer no son lo mismo, y aunque la ciudad lo petaba en los concursos de higiene, todos sabíamos que esconder la basura debajo de la alfombra no está del todo bien. Porque aquí seguíamos tirando los papeles y las colillas al suelo, a la arena, dejando que los perros –y los humanos- se desahogaran en cualquier parte, hasta que ocurrió lo que tenía que ocurrir, claro.

Si partimos de la base de que somos unos puercos y el servicio de limpieza da para lo que da, resulta que la ciudad se empercocha y se nota mucho. Si además recibimos prácticamente a diario a un número de turistas que duplica la población del casco antiguo y no se refuerza la limpieza, pues blanco y en botella. Haga la regla de tres: si en su casa viven dos personas y usted limpia con dos cubitos de agua, el día que viene visita no puede usted limpiar con los dos mismos cubitos de agua, porque –y esto es de primero de limpiar- lo que hace en guarrear aún más los suelos.

Así que le diré una cosa, a modo de terapia de grupo: hay que reconocer que somos muy puercos, hay que reconocer que el Ayuntamiento no está apretando lo suficiente a la empresa concesionaria del servicio, ni a los propios vecinos –los que iban a chivarse no se han chivado todavía- y hay que reconocer que la oposición no está precisamente para dar lecciones de limpieza. Y por encima de todo, hay que reconocer que aquí nos estamos echando las culpas unos a otros, mientras tenemos la casa sin barrer

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