Ni calvo ni tres pelucas. Por Yolanda Vallejo

Si hay algo que echo de menos de nuestro anterior alcalde es la pulsión epistolar irrefrenable con la que se dirigía a los vecinos y vecinas en cuanto la ocasión se lo permitía. Nunca me ha dado por contar las cartas que nos dirigió desde su atalaya, porque ya sabe usted que me quedaba tan cautiva de su verbo que siempre me parecieron pocas, y siempre me dejaban con ganas de más. Ocho años dan para escribir muchas cartas y ahora lamento no haberlas conservado más que en la memoria de las hemerotecas. Al alcalde de ahora se le nota que no le gusta tanto escribir; él es más de cifras que de letras, por lo que se ve, porque en año y medio no nos ha remitido ni una triste misiva. No se lo reprocho; cada uno tiene su estilo y el del anterior alcalde era un estilo muy epistolar. Muchas veces nos escribía desde su reino, que no era de este mundo, por supuesto. Nos hablaba de una ciudad en la que los niños pasaban hambre y jugaban con pelotas de trapo en suburbios industriales, en mitad de los campos de cemento; una ciudad en la que la gente sencilla no había visto nunca bombillas –bombillas de colores, especificaba- ni se acordaba de cómo sonaban los pitos de las ollas. Nos llevaba de su mano mesiánica «desde el pasado más oscuro» a no importaba dónde, y nos enseñaba que no era un «alcalde de cartón piedra», y que, aunque nuestros caminos no eran sus caminos, el oráculo del señor siempre estaba de su parte. Y reconocía cuando se equivocaba o, mejor dicho, cuando era tan evidente la equivocación que ya no había manera de disimular. 

Recuerdo, y usted también, la que se lio en la Navidad de 2018. Veníamos de un año en que las «cosas chungas» –María Romay dixit- no habían dado tregua para el happy flower; para colmo de males, la concejala de las cosas chungas se había grabado en un vídeo diciendo «no estamos a favor de la decoración navideña», algo que ya intuíamos, porque desde que llegaron al Ayuntamiento en 2105 la iluminación de Navidad había sido también bastante «chunga». El 22 de diciembre de 2018 –el día gordo de la Lotería- el alcalde se dirigía al pueblo en un tono, entre mosqueado y contrariado, para decirnos que si queríamos lucecitas nos pondría lucecitas, aunque él no estuviera muy convencido, tal era el cabreo generalizado de los pequeños comercios y de los vecinos y las vecinas. El alcalde no lo entendía, y así nos lo hacía saber: «Asumo la responsabilidad y pido disculpas por los errores que, sin duda, hemos cometido de falta de previsión. Ahora, eso sí, vecina y vecino, dejadme que, desde la más profunda confianza y respeto que os tengo, diga que esta misma indignación y enfado que he visto y leído estos días la eché de menos en otros momentos». Nos reñía porque queríamos brilli brilli en las calles y porque lo demás nos daba igual, la deuda, «una vivienda para la integración de personas sin hogar», las bandas de rodadura… todo eso nos recordaba el alcalde y nos lanzaba un aviso: «vine para mejorar la vida de la gente de esta ciudad», y si quieren otra cosa, «no me voten». Y eso hicimos, claro.

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Porque entendíamos, igual que ahora, que las luces de Navidad no son un dispendio, sino una inversión para la ciudad, para las tiendas, para los vecinos –y las vecinas- y para los que nos visitan y hacen aquí sus compras. Entendíamos que la iluminación de la ciudad también sirve para marcar los tiempos y para diferenciar «los días laborables», que decía Gil de Biedma, de los festivos. Nuestro anterior alcalde, y su heredero lo entendieron, pero tarde, demasiado tarde.

Tan tarde que, cuando nos hemos querido dar cuenta, tenemos la ciudad como una central eléctrica. Haciéndole competencia –por mucho que diga Abel Caballero que es imposible- a Vigo o a Málaga. Diecisiete euros dice la oposición que nos va a costar la broma a cada vecino y vecina, ocho con ochenta y cinco euros, según el Ayuntamiento. No lo veo caro, la verdad, pero yo entiendo poco de números y me hago un lío con los porcentajes y los repartos, los proveedores y los préstamos. Este año serán sesenta y cinco las calles que se iluminen frente a las diez que se venían alumbrando en los últimos años. Solo hay que hacer una regla de tres.

Decía Simone de Beauvoir que «lo más escandaloso que tiene el escándalo es que uno se acostumbra». Dicho así, suena de lo más repelente, lo sé, pero si hacemos como en el anuncio de Resines y le quitamos a la cita la capita de barniz cultureta, y retórica, nos queda un refrán que todos entendemos: «lo poco espanta y lo mucho, amansa», ya sabe, nos rasgamos las vestiduras por pamplinas y ni nos inmutamos por las cosas realmente serias. Somos así, qué le vamos a hacer. Llevamos una semana dándole vueltas a la iluminación de Navidad y contando bombillas y no hemos reparado en que este Ayuntamiento nos va a poner una noria de treinta metros de altura junto a la estación de Renfe, en el parque de la Muralla, uno de los sitios más feos y más desangelados de toda la ciudad, que según dicen «ofrecerá vistas panorámicas del puerto de Cádiz y también de parte del casco histórico». Qué quiere que le diga, a mí me parece lo de la noria mucho peor que aquellas pistas de hielo de principio de siglo o que el desproporcionado tobogán de los últimos años.

Se nos van las mejores. Todos peleando por las luces de Navidad y nadie ha caído en la cuenta de que todavía no está el de las castañas asadas en San Antonio. Que estemos a final de octubre y no tengamos castañas asadas es la metáfora perfecta de estos tiempos en los que o no llegamos, o nos pasamos de rosca

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