El castillo envenenado. Por Yolanda Vallejo

Dicen los que saben, que los gaditanos fenicios se encomendaban a Baal-Ammon –el marido de Astarté- que era un dios atmosférico que se encargaba de la fertilidad de la tierra y cosas parecidas, según las épocas del año.

Por eso, los griegos lo identificaron con Cronos –el dios del tiempo- y, más tarde, los romanos, con Saturno que, además de devorar a sus hijos, fue considerado dios de dioses y protector del tiempo y de la agricultura.

Total, el mismo perro con distintos collares, que diría el refranero. Algo a lo que agarrarse cuando venían mal dadas, que debía ser casi siempre. Dicen los que saben, que los gaditanos fenicios acudían al Kronion, que era el templo que, según Estrabón, estaba en un islote al final de la tierra habitada, y al que solo se podía llegar según las mareas.

Vamos, donde hoy se encuentra el castillo de san Sebastián, que bien pudo llamarse Baal-Ammon, Cronos o Saturno, pero que se quedó con el nombre que le dieron los cristianos, que siempre tuvieron la encomienda divina de renombrar las cosas, como ya decían en el Génesis.

El caso es que san Sebastián -mocito y galán que saca a las niñas a pasear- sufrió martirio asaetado, como todo el mundo sabe, y por eso fue nombrado patrón de las epidemias y de la peste. Que dirá usted que qué tiene que ver una cosa con la otra, pero es que la gente de entonces creía que las epidemias se transmitían por el aire, como las flechas –poética que era la gente entonces- y de ahí, que cada vez que venía una peste, la gente iba y se ponía a rezarle a San Sebastián.

Eso debieron hacer los venecianos que llegaron a Cádiz en 1457 en un barco apestado y que se quedaron en el pequeño islote el tiempo suficiente como para levantar una capilla en honor del santo, con los restos de un antiguo faro y con lo que se encontraron por allí.

El caso es que a los gaditanos de entonces les debió gustar la idea de honrar al santo en su onomástica y se puso de moda peregrinar cada 20 de enero hasta la ermita y echar el día de romería, que no todo iban a ser rezos, y volver cuando la marea lo permitía. Así lo refleja el primer atlas urbano, el 'Civitatis Orbis Terrarum' (1541-1622), en la célebre estampa de Hoefanagel, que muestra la ciudad de Cádiz vista desde la ermita de san Sebastián y donde se aprecian las dificultades para llegar a tierra firme, lo que levantaba todo tipo de sospechas sobre la romería y las prácticas de los romeros, que a finales de enero ponían rumbo a la ermita sin saber ni el día ni la hora de la vuelta.

Esto hizo que, rápidamente, se intentara regular de alguna forma y en 1613 se construyera allí mismo una torre de vigilancia que sirviera, además, de guía a los marineros: un faro, vamos; y poco después, un castillo que, por no calentarse mucho la cabeza, también recibió el nombre de san Sebastián.

El caso es que la gente seguía yendo allí a echar el día del santo y en 1793 tuvieron que prohibir la romería, porque ya se sabe cómo somos los de aquí, y en 1836 hasta el Ayuntamiento dejó de realizar el voto de la ciudad ante el santo.

Ya entonces aquello tenía más uso defensivo que otra cosa, y aunque en 1860 se construyó un malecón que unía el islote con la ciudad, lo más destacable fue el derribo del faro durante la guerra hispano-estadounidense de 1898. A partir de ahí, ya se sabe, el castillo le dio la espalda a la ciudad y durante el siglo XX aquello fue cárcel, fortaleza militar, y aunque hubo algún intento de recuperarlo, y hasta de darle un uso cultural como teatro al aire libre, a mediados de los cincuenta, para celebrar los tres mil años de la fundación de la ciudad –ya entonces era trimilenaria-, lo cierto es que el castillo de san Sebastián siempre ha estado lejos, de pensamiento, palabra, obra y omisión. Omisión que, en los últimos años, y tras la cesión al Ayuntamiento de Cádiz, ha puesto de manifiesto que el castillo es un regalo envenenado porque nadie saber qué hacer con él. 

Cierto es que, con la promesa de la lluvia de millones que nos iba a traer el Bicentenario se abrió la barra libre de despropósitos y los proyectos iban cayendo uno tras otros en el olvido: acuario, auditorio, restaurante, faro de las libertades, centro universitario, lugar de exposiciones, un museo de no se sabía bien quién… nada de lo que se imaginó se pudo materializar, porque el mantenimiento del castillo se lo tragaba todo. 

Mañana, ya lo sabe, la zona exterior del castillo abrirá –otra vez- de forma temporal hasta finales de septiembre, después de seis años cerrado a cal y canto. No hay nada que ver, le aviso ya, más que esa imponente explanada, sin sombra, que nos recuerda la poca eficacia de quienes nos han ido gobernando en los últimos tiempos. 

Le han hecho un lavado de cara, de urgencia, reparando cristales y muros, quitando yerbajos para convertirlo en poco más que un paseo desde el que poder contemplar las mismas vistas que tenían los gaditanos fenicios, los romanos, los venecianos de la peste, los que iban a emborracharse en la romería del santo, los militares destacados allí, los prisioneros, los depurados de la guerra civil…

Porque el castillo de san Sebastián es también nuestra historia, aunque no sepamos qué hacer con ella

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