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Sin coche y sin nada. Por Yolanda Vallejo

No será porque no le ponemos empeño y ganas, que después de veinticinco años que nos llevan dando la matraca con la Semana Europea de la Movilidad, nos sabemos de memoria la importancia de celebrar el «Día sin coche» y los beneficios que supone la utilización del transporte público tanto en trayectos urbanos como en largos viajes. Y yo, que he sido siempre consumidora y defensora del transporte público -tal vez porque nunca he tenido coche, no me voy a poner exquisita ahora- y que, si me dan a elegir prefiero, como don Pío Baroja, no ir a ningún sitio de donde no pueda volver andando, sigo dándole vueltas a los versos de Cernuda, que ya son como un mantra: la realidad y el deseo, o si usted lo prefiere -por prosaico o por pedestre-, del dicho al hecho, hay un gran trecho, que no se puede recorrer a pie.

«Espacio Público Compartido» es el tema que ha elegido la Comisión Europea para la convocatoria de este año, aludiendo a las bondades de la movilidad como si estuviésemos en Barrio Sésamo, «un lugar donde las personas, las modalidades de transporte y las actividades comparten espacio, es un lugar con más equidad social, más seguridad, menos ruido y mejor calidad de vida». El comisario y responsable de transporte de Unión Europea lo dice claramente, hay que promover «calles escolares más seguras, lugares públicos y más acogedores, estacionamiento adecuado…» Qué guay es, siempre, el deseo. 

Luego viene la realidad y nos da un baño y una bofetada de regalo. Porque, por mucho que durante esta semana se haya promovido el uso del transporte público -y la gratuidad de los autobuses urbanos, por ejemplo- y por mucho que se promueva el uso de la bicicleta como alternativa para moverse en las ciudades -lo de Pedro Sánchez en modo Uchi-, lo cierto es que tenemos lo que no nos merecemos, empezando por el Gobierno Central y terminando por nuestra propia ciudad, donde es tan difícil aparcar como moverse en autobús. Aunque todo esto de la Semana Europea de Movilidad no es más que una declaración de intenciones, y ya sabemos de buenas intenciones está asfaltado el infierno.

La semana pasada destituyó el ministro Oscar Puente al presidente de Adif y Adif Alta Velocidad, Ángel Contreras, que apenas llevaba nueve meses en el cargo. Las razones dadas por el ministro para la destitución no son, como usted y yo suponemos, el caos en el que se mueven los trenes en España, sino la necesidad de dar «un impulso a la gestión de la empresa y renovación del organigrama», es decir, es lo mismo, pero no es igual, porque la decisión de Puente no arreglará los problemas del sistema ferroviario español, ni la puntualidad de los trenes, ni el despropósito de la línea Madrid-Cádiz que se ha convertido en una tortura para los viajeros; por no hablar de las consecuencias de los bonos gratuitos de Cercanías y Media Distancia que hacen que sea, prácticamente, imposible viajar a Sevilla en tren desde hace ya dos años. No hablaremos de trenes viejos, con continuas averías, ni de colapso en las estaciones, ni de responsabilidad política porque ya sabe usted que eso en este país no importa tanto como un zasca en las redes sociales, que son las únicas que le importan a los políticos.

Un desplazamiento en transporte público de Cádiz a Huelva viene a durar lo mismo que un viaje de Madrid a Moscú -no exagero, cuatro horas y media- y eso que estamos, como quien dice, al lado; no le diré lo que se tarda en llegar a Almería, o a cualquier punto de Extremadura. Y tampoco le diré cómo son los trenes o los autobuses que se ofrecen a los viajeros. Porque para autobuses estupendos, ya tenemos los nuestros, los de aquí, los que te llevan al pueblo que está cruzando el puente nuevo pero te da antes una vuelta por toda la ciudad, eso si encuentras dónde recargar la tarjeta de transporte -y si llevas el dinero en efectivo, que es como lo cobran la mayoría de los comercios. Del lío de los ascensores de la estación de tren a la de autobús, ya le cuento otro día, porque sostenible, lo que se dice sostenible, no es tener dos ascensores, uno para subir y otro para bajar, pero bueno. Y para qué hablar de los autobuses urbanos, si ya sabe usted mejor que yo que renta más irse andando que esperarlo. No voy a hacer leña del servicio caído, la verdad, porque le concedo el beneficio de la duda al pliego que, al parecer, se va a aprobar antes de fin de año, y porque en el fondo, soy una romántica y me gusta vivir en el deseo; en una ciudad limpia de humos, sin coches, peatonal, con la gente desplazándose en una bicicleta con cestito de donde sobresalen flores frescas y una piña -ay, no, que eso es de otra historia-, donde los niños -y las niñas- caminan despreocupados por las calles y concienciados de lo malísimo que es el uso del vehículo privado y esas cosas.

Lo que pasa es que el deseo me dura poco. Veo la nueva señalización de zona naranja en la antigua estación de trenes y se me caen los palos del sombrajo. Unos pegotones de pintura color mandarina en un terreno sin asfaltar, lleno de jaramagos y de boquetes, que se diluirán con las primeras lluvias, si nadie lo impide, y mucho me temo que nadie lo impedirá. Veo las calles peatonales atravesadas por patinetes eléctricos -que son vehículos- que se mueven con total impunidad, veo los caminos escolares llenos de coches aparcados de mala manera y veo a la gente hacinada en los autobuses urbanos, en los trenes de cercanías, y me vuelvo a la realidad de todos los días.

Que sí, que hoy es el «Día sin coche», que ya nos hemos enterado

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