Yo soy fenicia. Por Yolanda Vallejo

Porque podríamos decir que estamos hechos de pedacitos de una historia que nunca nos contaron del todo bien, y eso que nos la contaron desde el principio.

YOLANDA VALLEJO

Cádiz

15/09/2024 a las 09:03h.

Como se trata de ser más fenicio que Mattán, el musculado Mattán, el sordo Mattán, el desdichado Mattán -lo siento, pero me gustaba más cuando se llamaba Valentín-, me gustaría salir a la calle proclamando mi orgullo a los cuatro vientos, tipo «soy Aragorn, hijo de Arthorn, heredero de Ilsidur, señor de los Dunedain, heredero del trono de Gondor, me llaman Elessar, piedra de Elfo…» y todo ese rollo que se marcó Tolkien en «El señor de los Anillos». Podría decir algo así como «yo soy hija de Astarté, de la isla de Cotinusa, la mayor de las Gadeiras, familia de Hanan-baal y de Baal-Hamon, del señorío de Ptah esquina con Pasquín…» o cualquier otra cosa parecida, porque en esto tampoco hay muchas fórmulas. Que, si aceptamos que veinte años no es nada, tres mil tampoco, y ya Estrabón criticaba que por aquí hasta los niños de pecho le iban vacilando de sus ancestros fenicios; ya ve los niños -y las niñas- de Gades también estaban orgullosos de su historia, de nuestra historia.

Y es que, si hay algo en lo que nos ponemos todos de acuerdo, sin discusión, es en que aquí se puso el non plus ultra que traducido resulta. Ya lo ha visto usted esta semana, y lo verá la que viene, el «uniforme sagrao» del que hablaba el eterno Capitán –llevo dos semanas seguidas citándolo y me preocupa-, un disfraz y dos coloretes y somos lo que quiera usted que seamos, fenicios, cartagineses, romanos, moros, cristianos, piratas… ninguna ciudad como la nuestra tuvo nunca tanto dónde elegir. Son los vientos, no tengo la menor duda; y porque somos muy veletas y muy noveleros es por lo que hemos sobrevivido a los desmanes de la historia, de una historia de la que hoy nos sentimos orgullosos, pero a la que conocemos solo de vista. 

Porque podríamos decir que estamos hechos de pedacitos de una historia que nunca nos contaron del todo bien, y eso que nos la contaron desde el principio. Porque es en la palabra, en la palabra escrita, en la que confiamos nuestro origen, ochenta años después de la guerra de Troya, como nos enseñó Patérculo. Hace tres mil ciento veinticuatro años, según las escrituras, -porque el suelo aún no ha vomitado la primera papilla- los fenicios, que venían de la parte sur del Líbano, andaban buscando un bujío a este lado del mundo para no tener que ir cargando con los bártulos de un extremo a otro del Mediterráneo. Les había dicho el oráculo lo bien que se estaba por aquí, pero no les dijo nada del Levante, por si acaso. Los fenicios no eran tontos, claro está, y eran hábiles para la guerra y para la paz, y para los negocios. Inventaron las letras, y el comercio marítimo y sabían cómo dominar los mares y las tierras. De hecho, aquí no encontraron la más mínima resistencia entre los primitivos habitantes, aunque ese dato, el de la nula resistencia, se repetirá con los romanos y con los musulmanes, y con las huestes cristianas y, casi que con los franceses, con los que nos llevamos mucho mejor de lo que cuentan las crónicas. Esa podía ser nuestra seña de identidad, lo que verdaderamente nos caracteriza: poca guerra hemos dado y con todo nos hemos conformado, y nos seguimos conformando. Si hay que ser fenicio, pues fenicio, y si vienen los holandeses a asaltarnos, le dejamos las puertas abiertas para que no den portazos. El caso es que nunca le hemos dado demasiada importancia, real, a lo que somos, la primera ciudad de Occidente, la más antigua -documentalmente hablando- de toda Europa. Una ciudad escrita desde hace más de dos mil doscientos años. Poseidonio, Toribio, Artemidoro… ya nos dijeron que nuestro nombre era Gadir y el futuro nos seguiría llamando gaditanos.

Por eso me parece fantástico que el Ayuntamiento se haya embarcado en esta expedición a los orígenes, a pesar del cartón piedra y los arcos polivalentes –que valen lo mismo para Fenicia que para Vigo- de luces; a pesar del desfile de paraguas del viernes y de lo que nos espera la semana que entra –deseando estoy de ver el mercado fenicio de jabones- y a pesar de los feniciólogos que adoctrinan en las redes. Porque, de vez en cuando, hay que tirar la casa por la ventana y ponernos de puntillas para que nos vean. 

Que, si la antigüedad es un grado, nos sobran galones para decir, a gritos, que no somos la capital del paro, ni somos las chachas de un turismo que nos desprecia, ni somos los payasos graciosos que siempre tienen un chiste en la boca, ni estamos todo el día cantando carnaval o tocando las palmas. Que cuando medio mundo andaba en taparrabos –la palabra taparrabos es muy fea, pero muy efectiva- aquí hacíamos tinte púrpura con las cañaíllas, y teníamos fábricas de salazones y barríamos las casas y pavimentábamos las calles. Y que sí, que está muy bien sentirse satisfechos de nuestro pasado –siempre lo estuvimos- y repetirlo cuantas veces sea necesario, porque si sabemos de dónde venimos, será más fácil saber a dónde queremos ir. 

Así que, usted me va a perdonar, pero hoy tengo que decirlo: soy fenicia, hija de Baal, de Yam, de Anat, Aleyin, Muth, Astarté y Melkart. Nacida y criada en Erytheia-Erytehia, heredera de Mattán al que la tierra le fue tan leve que lo estuvo acunando dos mil setecientos años en sus entrañas para que usted y yo nos sintamos orgullosos de nuestra historia.

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