La llave de Valcárcel. Por Yolanda Vallejo

La teoría de los septenios, basada en la filosofía de Rudolf Steiner, recibe también el nombre de antroposofía y, sobre el papel, es una cosa bastante complicada y profunda que trata de dar respuesta a algo que usted y yo sabemos sin necesidad de dárnoslas de leídos ni estudiados: que las cosas duran siete años. Así de sencillo es.

Siete años es la media de supervivencia en las parejas, siete son los años que duran las lavadoras y los frigoríficos –aunque lo llamen obsolescencia programada- y cada siete años se produce un cambio trascendente en nuestro ciclo vital.

Siete años se cumplen ahora desde que la Diputación formalizó la cesión del edificio de Valcárcel a la Universidad de Cádiz en una representación casi teatral, al estilo de La rendición de Breda o la de Granada, pero sin llorar. 

En diciembre de 2017, Irene García le hacía entrega de las llaves del edificio a Eduardo González Mazo y rubricaban así, en presencia de vicerrectores varios y del entonces decano de la Facultad de Ciencias de la Educación, el traspaso de la propiedad de un edificio que llevaba cerrado desde 2003, y que sigue cerrado –dicho sea de paso- veinte años después.

La entonces presidenta de la Diputación reconocía que «la Universidad nos lo ha puesto muy fácil» haciendo referencia a dos cosas: por un lado, al compromiso de la institución académica de rehabilitar una joya arquitectónica convirtiéndola en la facultad pródiga que vuelve a casa, y por otro, al alivio de entregar las llaves y librarse así de un problema cada vez más gordo. Porque desde que Rafael Román firmara la compraventa del edificio con Zaragoza Urbana, el antiguo hospicio, proyectado por Torcuato Cayón no había hecho más que dar dolores de cabeza. 

Que si un hotel de lujo, que si mejor no hacemos el hotel, que si rompemos el contrato y donde dije digo, digo Diego, que si se meten los okupas a recuperar el edificio, que si el yoga, el reciclaje y la biblioteca –eso que no falte- popular, que si echamos a los okupas, que si la escuela de hostelería –lo único que quedaba en funcionamiento allí- se traslada a la Zona Franca, que si vuelta atrás con la titularidad, que de quién es Valcárcel… en fin, nada que usted no sepa igual que yo porque ahí están las hemerotecas para refrescarnos la memoria con todo aquel lío. 

Así que Irene García se mostraba satisfechísima aquella mañana de diciembre en la que le dio las llaves al Rector y suspiró creyendo que aquello ponía fin a «un conflicto estéril y absurdo que evidenciaba ante los ciudadanos que las instituciones no éramos capaces de resolver problemas».

No sabía la expresidenta de la Diputación lo que vendría después. Porque no solo siguieron las instituciones evidenciando que no son capaces de resolver problemas, sino que incluso demostraron que eran capaces de crearlos y de meter a más gente en el lío, aunque algunos llevaban intentando meterse desde hacía años. 

En 2014 –una década de aquello hace- el candidato a la alcaldía de Cádiz por el Partido Socialista hablaba de las maravillas que se iban a producir en la ciudad si llegaba a ser alcalde, ¿se acuerda del cinturón universitario? ¿se acuerda del cuento de la Lechera? Valcárcel acogería las titulaciones de Magisterio, Psicología, Ciencias de la Actividad Física y del Deporte, aparcamientos subterráneos, se revitalizaría el barrio de la Viña, llegarían los pollos, los cochinos, la vaca y el ternero… la leche aún sigue derramada sobre los planos de lo que iba a ser una gran facultad. Que, aunque no llegó a la alcaldía, sí que implicó al Ayuntamiento en la timba sin fin, en la patata caliente, en la que se estaba convirtiendo el proyecto universitario. 

En un solo año –en el icónico 2020- el presupuesto pasó de 14 a 40 millones de euros, todo eso sin meterle mano a un edificio cada vez más abandonado y deteriorado en cuya fachada ondeaba una mini pancarta que decía Valcárcel Universitaria como único testimonio del interés que tenía la Universidad en toda aquella historia.

Luego, el entonces alcalde puso cinco millones de euros encima de la mesa –virtuales, claro- y les echó un pulso a las demás instituciones, la Junta, la Diputación y la propia universidad, a ver quién veía su apuesta y quién era capaz de doblarla. El resto, hasta esta semana, ya lo sabe usted. Que si estamos buscando los millones, que si la Junta, que si Juanmanoloharía, que si hay un clamor popular porque Magisterio vuelva –en fin, ni los propios alumnos están interesados-, que si la vida universitaria lo demanda –¿dónde está la vida universitaria? -, que no eres tú, que soy yo… las cosas que se dicen en estos casos.

Con la boca chica decía el Rector de la Universidad hace unos meses que «nuestro problema de urgencia se llama Ciencias de la Educación, no Valcárcel», entendiendo que el tema de Valcárcel podría ser una prioridad para la ciudad, pero no para una universidad con problemas estructurales y de movilidad, repartidos por cuatro campus. Prudencia pedía, y tiempo, para estudiar todas las posibilidades y, sobre todo, para saber a qué puerta había que llamar. El agujero negro en el que el paso del tiempo –y la desidia- ha convertido a Valcárcel es capaz de tragárselo todo.

Esta semana conocíamos que la Universidad va a acometer obras de mejora en el edificio de Ciencias de la Educación - «en cuantito tengamos presupuesto del remanente de Tesorería» según el Rector- en Puerto Real, donde se va a quedar «probablemente».

Está muy feo decir lo de «yo lo sabía», así que mejor lo dejo en «Se veía de venir», que se dice en Cádiz, o en «fuese y no hubo nada», que diría Cervantes. Porque entre todas la mataron y Valcárcel solita se va a morir en cuanto empiecen a desmarcarse las administraciones.

El último en salir, por favor, que deje la llave puesta

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