La opinión de Yolanda Vallejo sobre la Explosión

EL CIELO SIGUE TEÑIDO DE ROJO

Hay muchas maneras de contar la historia, precisamente porque la historia no es una ciencia exacta, una ecuación en la que da igual el modo en que se despejen las incógnitas porque siempre va a dar el mismo resultado. No, la historia ni es, del todo, una ciencia –que me perdonen los historiadores-, ni es, del todo, exacta; y no lo es precisamente porque su método se basa en la interpretación de los hechos, primero, y de los datos, después. Es por eso que siempre hay una historia «oficial» y otra historia más «doméstica», basada en el relato, en la memoria, una historia sentimental que alimenta y nutre a la oficial hasta que termina desapareciendo, aplastada, enterrada y olvidada. 

La noche del 18 de agosto de 1947 aún se recuerda porque «el cielo se tiñó de rojo». Una nube de gas naranja, que se ve perfectamente desde Sevilla y desde Huelva, y el miedo a que una bomba atómica hubiese borrado a Cádiz de los mapas –apenas habían pasado dos años de lo de Hiroshima y Nagasaki- la convierten en la noche más larga de aquel verano. La ciudad se había quedado a oscuras, ciega ante la confusión de gentes que huían del fin del mundo. Las casetas de la playa sirven de confesionarios a quienes no quieren morir sin billete al cielo prometido; el pánico reparte las cartas en una timba de heridos, de vecinos y familiares que creen haberlo perdido todo, hasta el derecho a saber qué estaba pasando. La memoria de quienes vivieron aquella noche sigue estancada en los cristales rotos, en los platos de comida que saltaban por los aires, en los gritos y las carreras hacia la playa, en la resignación oficial que destacaron los periódicos al día siguiente. El «antigua alma estoica» –que nadie sabe realmente qué es- como escudo y como estructura de un relato construido sobre tópicos; la revista «Semana» publicaba un número especial –que fue incorporado como prueba de cargo al sumario judicial- sobre la «heroica, noble y final ciudad andaluza bajo el peso de la tragedia», el semanario «Fotos» –el órgano de propaganda del Régimen- enviaba a Eduardo Haro Tecglen a cubrir la tragedia con imágenes a pie de obra. La ciudad destruida, los ciento cincuenta cadáveres, los diez mil heridos, las fábulas de héroes y la miserable alegría del perro flaco no hicieron más preguntas.

Un silencio, apenas interrumpido por la cena que el Caudillo dejó a medias en San Sebastián –en solidaridad con los gaditanos-, por la fatídica muerte de Manolete -que compartió plasma noruego con muchas de las víctimas de la catástrofe- y por el paseo triunfal del General Varela en el cementerio. Nada más. Ni se indemnizó a las víctimas, ni se les pidió perdón, ni se les contó que la Armada almacenaba bombas y minas suficientes como para acabar con el frente aliado durante la II Guerra Mundial que habían quedado abandonadas y sin medidas de seguridad. Que acabarían explotando lo sabían, claro, pero nadie dijo nada, que ya se sabe lo dueños que somos de nuestros silencios. 

Más de cincuenta años tuvieron que pasar para que la que habían bautizado como «Cádiz, la mártir»-si tiene ocasión no se pierda el prólogo del panfleto que publicó la Delegación Provincial de Educación Popular en 1948, que no tiene desperdicio- empezara a hacer preguntas. Ya no valía aquello de la reconstrucción del barrio de Astilleros, ni la solidaridad del Régimen, ni que Valcárcel permitiera que el coro «la Piñata gaditana» cantara en las calles apenas seis meses después de la explosión. La gente quería saber qué había pasado la noche del 18 de agosto de 1947 pero, sobre todo, quería saber por qué había pasado.

Y es ahí donde empiezan a hablar los datos, los que no se detienen en detalles ni en casos concretos, los que habitan donde el corazón ya no late. Datos que van saliendo poco a poco a la luz, gracias a la labor seria, constante y apasionada de investigadores como José Antonio Aparicio Florido que lleva más de dos décadas empeñado en que la distancia –temporal, en este caso- no sea el olvido, e intentando que se haga justicia, no solo con las víctimas, sino con la ciudad. Datos que no borran, sin embargo, testimonios como el de Juan Cejudo, huérfano desde aquella noche en la que el cielo se puso rojo, que no duda cada año en denunciarlo: «sé que mis palabras caerán un año más en el vacío, pero no me importa, porque mientras tenga fuerzas lo seguiré diciendo siempre». 

Hace apenas unos meses, los vecinos de la plaza de San Severiano se oponían abiertamente al cambio de nombre de la plaza por el de Víctimas de la Explosión de Cádiz, por considerarla una medida molesta e innecesaria; alguno incluso se preguntaba «ya hay un monumento en la plaza que conmemora a las víctimas, ¿Es necesario otro homenaje?» Y sí, son necesarios los homenajes, son necesarias las efemérides, son necesarios los recordatorios, es necesario conocer qué ocurrió aquel día y, sobre todo, qué pudo ocurrir. 

La historia, se lo dije al principio, no es una ciencia exacta, pero en esta ecuación es necesario despejar todas las incógnitas antes de formular el enunciado. Para que cuando no quede ninguno de los que vivieron aquella tragedia, la ciudad siga recordando que una noche de verano el cielo se tiñó de rojo y aun nadie se ha disculpado por aquello.

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