Son de piedra y no se nota. Por Yolanda Vallejo

 Razón tenían las alegrías aquellas de las bombas que tiraban los fanfarrones y «las murallitas de Cai» porque, efectivamente, las murallas que nos rodean son de piedra, pero no se nota, como habrá podido usted comprobar en esta semana. No vaya a pensar que es una cosa de ahora, o de la dejadez de Kichi o la megalomanía de Paco Cano; tampoco vaya a pensar que la cosa viene del tiempo de Teófila o de Carlos Díaz, al que siempre se le echan las culpas cuando no se encuentra, o no se quiere encontrar, al responsable. Que va, lo de las murallitas de Cádiz viene de antiguo, de tan antiguo que hasta el Real Cuerpo de Ingenieros Militares tenía, ya en el siglo XVIII, un destacamento dedicado exclusivamente a tapar las brechas que se abrían en las murallas, tanto por la parte de la Alameda que eran grandísimas, como por el frente del Vendaval, que aguantaba un poco más por el uso y la costumbre gaditana de tirar las basuras en la trasera de la Cárcel Real, lo que hacía que el relleno fuese más «orgánico» y sostenible. De toda la vida de Dios, las murallas han dado muchos quebraderos de cabeza en Cádiz. En 1913, sin ir más lejos –y tras los infaustos fastos del Centenario- la autoridad militar remitía un escrito al acalde de Cádiz reconociendo la imposibilidad de arreglar las brechas de detrás del Matadero. Le decía, así como quien no quiere la cosa, que ya que «dichas murallas están próximas a ser cedidas a la ciudad», pues que se las apañara el consistorio como pudiera. Nada nuevo, como ve. Un tema recurrente, pero siempre de actualidad, como el río de Heráclito que era el mismo, pero no era igual, «porque nuevas aguas corren siempre sobre él», del que me he acordado no por eso, sino porque también dijo algo que no debemos olvidar: «ha de luchar el pueblo por su ley, igual que por su muralla».

Porque por las murallas han luchado los gaditanos desde que se construyeron, casi. Que se conserve mucha documentación escrita nos sirve para saber que en 1608 el obispo Suárez Figueroa mandó construir un rompeolas delante de la catedral –la vieja, todavía- para evitar los derrumbes continuados de la muralla. O para saber que Tomás Muñoz propuso en 1788 la construcción de una playa artificial –que fue muy aplaudida por los vecinos de la ciudad- frente a las murallas que duró poquísimo porque en 1792 un temporal abrió una brecha tan grande en el lienzo que se tragó la playa y hasta su recuerdo. También sabemos por la documentación que, durante todo el siglo XIX, lo de las murallas se parecía mucho a lo de Penélope, tejiendo y destejiendo el sudario, tapando cada día lo que el mar se comía por la noche, hasta tal punto que la labor de datación en las fotografías de la zona se complica porque siempre aparece la muralla en obras. O tapando brechas, o planteando ideas a cuál más ingeniosa –para el ingenio de la época- como la construcción de diques donde rebotaran las olas, o la edificación de planos inclinados a los pies de las murallas para intentar disminuir la energía del oleaje. Así hasta que, a principios del siglo pasado, se le adosa a la muralla una zapata de hormigón y posteriormente, ya lo sabe, el general Fernández Ladreda –no sé si mantiene la avenida o no- cortó por lo sano arrojando bloques de hormigón para proteger todo el frente del campo del Sur, sin pensar en el interés histórico o artístico de la muralla gaditana. 

Total, que la muralla en vez de defendernos nos ha estado dando quehacer toda la vida. Que es cierto que, desde el principio, la calidad de los materiales empleados –esa piedra ostionera que tanto le gusta a la gente que no tiene que bregar con la piedra ostionera- era una invitación irresistible a que el mar engullera la tierra, arañándola, desgarrándola sin ninguna piedad. Y así seguimos, igual que hace tres siglos. Murallas, castillo y Puertas de Tierra en tan precario estado de conservación que requieren un mantenimiento urgente, constante y sostenido en el tiempo, con un presupuesto de cifras mareantes, siempre pendiente de la prueba de paternidad, que si es del gobierno central, que si de la Junta de Andalucía, que si del Ayuntamiento, que si de mi vecina Carmeluchi. El caso es que la pelota nunca está en el tejado que le corresponde.

Ya ve. Si hace apenas una semana se reabría –otra vez- el castillo de San Sebastián para que la gente vaya allí a mirar al horizonte –hasta quince minutos antes de la puesta de sol, no lo olvide- y así no ver las algas que alfombran La Caleta, esta semana se reabría el trozo intermitente del Campo del Sur –cuatro años de ahora sí, ahora no-, ciento sesenta metros, cuyo arreglo ha costado más de 830.000 euros al Gobierno de España. Y también esta semana saltaban todas las alarmas, al detectarse fisuras en uno de los arcos de las Puertas de Tierra que requirieron de una intervención rápida «para la seguridad del ciudadano», y del tráfico que cruza a diario de un lado a otro de la ciudad. Y al final, como siempre, el alcalde pidiendo responsabilidad a la Junta, la oposición pidiendo responsabilidad al alcalde, y entre todos, haciendo la brecha cada vez más grande –no solo en el frente amurallado- por no saber ponerse de acuerdo. 

Que ya lo decía Rafael Alberti –del que ahora se celebra el centenario de la publicación de «Marinero en Tierra»- «las murallas se quiebran con suspiros y hay puertas al mar que se abren con palabras». Pues eso mismo

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