Año 1823: Cádiz, de nuevo bombardeada
Crónicas del Trienio en Cádiz
La victoria francesa en la batalla del Trocadero aceleró el final de la etapa liberal, con intentos de negociación y ataques a la capital hasta que Fernando VII abandonó la ciudad
Un nuevo asedio a Cádiz
La prensa gaditana en el Trienio Liberal
Tras la caída de la posición del Trocadero a manos de los franceses a finales de agosto de 1823, un estado de pesimismo, cuando no derrotismo, fue cundiendo entre los pocos defensores con los que ya contaba la causa constitucional española. Del Diario del teniente coronel Bayo no pueden ser más significativas estás líneas: “El fuego de anoche ha durado hasta las ocho de la mañana y ha sido terrible... Fue horroroso, aunque duró poco tiempo, al fin lo tomaron, siendo sensible que nuestras tropas tuvieran una pérdida tan grande”.
Los choques entre milicianos y militares, la inexperiencia de tropas bisoñas y, sobre todo, las constantes deserciones, fueron factores muy a tener en cuenta a la hora de una derrota que ya se intuía a corto plazo. Sin embargo, la sospecha de algún tipo de traición surgió al primer momento tras la caída del Trocadero, pues parece muy verosímil, como detalló el general De la Brunerìe, la llegada de informes detallados sobre la profundidad del foso de la Cortadura que les posibilitaran un mejor asalto. Entre dichas deserciones, unas totalmente manifiestas y otras bajo la forma de la búsqueda de un entendimiento con Angulema, destacan las de generales del prestigio de Ballesteros u O’Donnell que fueron acabando con la moral de gran parte de la tropa.
Hasta en el seno de las Cortes, ubicadas de nuevo en el Oratorio de San Felipe, el desconcierto y las ganas de llegar a una situación pactada eran cada vez más evidentes. Alcalá Galiano, uno de aquellos diputados, señala que “comenzó a cundir la plaga general y no por solo la del desaliento, sino la de la traición, pues traición era prestarse a tratos privados con el Rey y sus parciales”.
En un intento de insuflar optimismo en la población y resaltar su espíritu heroico, se recurrió al paralelismo con la anterior invasión napoleónica de 1808, con el recuerdo a las víctimas del 2 de mayo y al prolongado asedio de Cádiz entre 1810 y 1812. Tampoco faltaron las coplillas más o menos patrióticas como la consabida de las bombas que tiraban los fanfarrones, ahora ‘actualizada’ su letra en la persona del “tonto de Angulema”. Todo un alarde, algo desafiante, ante una situación que prácticamente todos juzgaban ya como perdida.
Intentos de negociaciones
Otro motivo de inquietud, que fue acrecentándose lo largo del nuevo asedio, fue la constante presencia de barcos franceses, habida cuenta de que, a diferencia de la guerra anterior, los ingleses habían declinado ayudar al gobierno de España en su lucha contra el invasor. Se imponía, pues, la necesidad de intentar llegar a un acuerdo con los sitiadores que propiciara un entendimiento lo más honroso posible. Así, el 17 de julio con la presencia de dos navíos franceses, varias fragatas, corbetas y bergantines, el navío almirante largó bandera de parlamento y destacó un bote que fue recibido por una falúa española. Era la primera noticia, al menos oficial, que obedecía a estos intentos.
Pero, fue a principios de agosto, cuando comenzaron a intensificarse los contactos bajo la forma de intercambios de parlamentarios, atendiendo al deseo, sobre todo por parte de los sitiados, de buscar una solución aceptable en esta contienda, conscientes de las dificultades y de que llevarían la peor parte a la hora de las negociaciones. El 8 de agosto llegó a Cádiz el primer parlamentario con un mensaje para Fernando VII que no pudo entregarle personalmente ante la prohibición del Gobierno, entregándoselo al comandante general de la Plaza. En el trayecto, tanto de ida como de vuelta, realizado con los ojos vendados fue seguido por un buen número de ciudadanos que no cesaban de gritar “Viva la Constitución, mueran los tiranos, mueran los ultras, viva Napoleón II...”. Según el Diario Mercantil, aparte de estos improperios, también hubo gritos que ponían de relieve la fortaleza de la ciudad, resaltándose “su gran acopio de víveres”.
De todo ello se deduce que, aparte de la altanería propia de las situaciones adversas, no se desaprovechaba ocasión alguna para poner de manifiesto que el abastecimiento de la ciudad estaba asegurado y no se pasaban necesidades, algo que recuerda mucho a lo sucedido doce años antes. Asimismo, no dejaba de resultar resulta chocante la alusión a Napoleón II en un intento de deslegitimar a la monarquía francesa consideraba como usurpadora del legado de Napoleón Bonaparte. Sería entonces el general Alava quien intentaría llegar personalmente ante el duque de Angulema, quien se lo impidió, frustrándose así un intento de buscar alguna solución en vano, pues los franceses tenían muy claro sus objetivos, que no eran otros que liberar a Fernando VII. Sin duda, en este trato descortés infligido al general español pesó también el trato otorgado al emisario francés, que consideraron humillante.
Pero, las noticias que llegaban cada vez eran más desesperanzadoras, como se desprenden de las correspondientes al 5 de septiembre, donde se reseñaba que “ anoche hemos tenido la desgracia de una granada tirada por los enemigos y que se cree venía llena de mixtos, incendiándose unos de los almacenes de Puntales, del cual se comunicó el fuego a otros en favor del viento, que era bastante fresco”. A estas alturas ya de la contienda, pues, se barruntaba, con toda lógica, que la única solución al conflicto no sería otra que la salida del Rey de Cádiz para reunirse con el duque de Angulema al otro lado de la Bahía, lo que conllevaría, naturalmente, la vuelta al absolutismo, dada la desconfianza que el monarca despertaba en los más altos círculos militares. Los intentos mediadores, que a partir de aquí siguieron, iban ya en esa línea: “Esta tarde llegó a esta plaza en clase de parlamentario el Duque de Guiche, edecán de Angulema, el cual fue recibido en el apostadero de la Puerta de Sevilla por el Excmo. Sr. Don Cayetano Valdés. Después de haber puesto un pliego en manos de S. M. regresó para el Puerto, habiéndose dado una comida en dicho apostadero”.
Al margen de esta información de la prensa, donde junto a la tensión más o menos contenida, que debió haber entre ambas partes en litigio, observamos que no faltó la debida cortesía, poseemos la versión que el propio Fernando VII nos brinda en las notas que recogió durante su estancia en Cádiz. Aunque no es mucho más explícito y, sin duda en una posición de casi completa seguridad sobre el futuro inmediato, el Rey nos cuenta en primera persona que recibió al citado edecán en presencia del secretario de Estado, José de Luyando, a la vez que se interesaba por la salud de su persona y de toda la familia real. Tras devolverle los cumplidos e interesarse a su vez por Angulema, Fernando VII, que no comenta el contenido de la misiva, indica que se la entregué a Luyando para que pusiese la respuesta. Tampoco, con su habitual retranca, faltaron sus observaciones sobre el trato dispensado al duque de Guiche, “El edecán esta vez ha sido mejor tratado, pues no se le vendaron los ojos, se le dio de comer y tuvo música todo el tiempo que estuvo en la mesa”.
Arrecian los bombardeos
Estas noticias se complementaron con otras que llenaron de desazón a los ya alicaídos ánimos de los combatientes españoles, como fue que al amanecer de ese día 5 se septiembre se daba cuenta de que tremolaba la bandera francesa en el Castillo de Sancti Petri, “desde donde esta mañana se hizo fuego a nuestros cañones”. Es aquí donde la prensa hace alusión a la presencia del telégrafo en todos estos comunicados que se sucedían unos detrás de otros con gran celeridad. Obviamente nos referimos a la comunicación mediante señales, habida cuenta que el telégrafo ‘moderno’ no empezaría hasta más tarde, con la transmisión de señales a larga distancia por código morse y con impulsos eléctricos.
Como ya hemos hecho notar, la única salida posible era una negociación donde el invasor pondría sus condiciones. Así pues, poco o nada cabía esperar del Gobierno español, si bien el propio Angulema no deseaba sin más una vuelta al absolutismo, siendo partidario de no acabar radicalmente con el constitucionalismo. Con todo, más desconcertantes fueron sus últimos avisos, donde de forma cínica advertía a la población gaditana ser la última responsable de la vida del Rey, si alguna de las bombas que disparaba contra la ciudad consiguieran poner en peligro su vida.
Los días finales de septiembre las dureza de los bombardeos no se hizo esperar, pues, entre las últimas noticias del asedio correspondientes a los dos días finales de ese mes, destacamos la “Relación de las bombas y granadas que entraron en esta plaza el día 23 del corriente, con expresión de los daños que causaron”. Cayeron un total de 87 bombas y 55 granadas el día 23, con especificación de las calles y viviendas, así como sus desperfectos y, aunque hubo heridos, no figura ninguna víctima mortal, salvo “una gallina”, como jocosamente recoge la prensa gaditana, en la calle del Marzal número. 11.
Resulta curioso, respecto a estos continuos bombardeos por parte de los franceses, que se quisiera minimizar su efecto, tal vez por un deseo de querer aparentar lo contrario de lo que no era posible obviar, como era la evidente debilidad de Cádiz ante una situación que tarde o temprano acabaría decantándose en su contra. Los últimos intentos de negociación, ya a la desesperada, solo consiguieron acordar el cese de las hostilidades y que el Rey dejara Cádiz con destino al Puerto de Santa María. No puede ser más significativo el contenido de la alocución de Fernando VII el 30 de septiembre, donde señalaba: “La imperiosa ley de la necesidad obliga a ponerle un término. En el apuro de las circunstancias solo mi poderosa voz puede ahuyentar del reino las venganzas y las persecuciones”.
Así pues, el Rey salió de Cádiz con destino al Puerto de Santa María, cruzando la bahía el 1 de octubre en una falúa tripulada por elalmirante Valdés, siendo recibido solemnemente por el duque de Angulema. Seguidamente, todas las esperanzas depositadas en una posible clemencia real pronto se vinieron abajo, pues, desde El Puerto Fernando VII declaró “nulas y de ningún valor las actas del gobierno llamado constitucional que ha dominado mis pueblos desde el día 7 de mayo de 1820, hasta el día 1 de octubre de 1823”.
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