Balbino Reguera: “La gente se confiesa de temas sexuales y problemas familiares”
De Cerca
Ordenado sacerdote en 1970, se hizo cura en los campos y capellanías de Vejer, su primera novia, donde no había luz ni agua y comía “huevos con patatas por la mañana y patatas con huevo por la tarde”
Balbino Reguera pasa los días entre su parroquia de la Merced, a la que llegó hace seis años, y la Catedral, cuya gestión económica tiene encomendada desde la muerte de José Vizo, en 2012. En el despacho que tiene en la Casa de la Contaduría repasa su trayectoria sacerdotal y de toda la vida transcurrida desde su Algar de nacimiento -“accidental”, como él mismo cuenta porque se siente de San José del Valle- hasta la capital gaditana a la que llegó en 2010, “gracias a Dios”. Ante una estampa del Nazareno de Santa María y otra del Papa Juan Pablo II, este sacerdote de 76 años se ‘confiesa’ ante dos periodistas.
—¿Cuándo siente la llamada?
—La sentí muy mayor, la verdad. Yo soy cura gracias al padre Francisco González Metola. Yo era monaguillo y muy cercano a la Iglesia, pero no sentía vocación para el sacerdocio. Me fui a estudiar a Salesianos con doce años, pero hacía vida normal. En segundo de Filosofía, en el año 1964, me compré una Guzzi, mi primera moto; y luego conocí a Anita.
—¿Una novia?
—No, no. Novia no. Una amiga, pero sí andaba tonteando con ella. Por aquellos años conocí a Francisco González Metola y me impresionó. Pidió voluntarios para atender la capilla del Seminario, y yo me ofrecí. Luego me nombró fámulo, que era el secretario del obispo. Vi que con él me sentía útil, que podía realizar un trabajo dentro de la Iglesia. Ahí es cuando llegó la llamada de Dios. Una lástima que sólo lo conociera tres años, porque murió en 1967.
—Y se olvidó de Anita, entonces.
—Totalmente. Seguía viéndola en verano y eso. Pero ya nada. Sí la recuerdo, y hace poco dije públicamente que de no haber sido el Padre Balbino, ahora sería el viudo de Anita.
—¿Y esa vinculación a la Iglesia, venía de tradición familiar?
—Yo tenía un tío que era cura, un primo hermano de mi madre que además es muy famoso en Sevilla. Pero nada más. Lo que pasa es que en aquel entonces la única posibilidad de estudiar en un pueblo era el Seminario. Recuerdo que mi abuelo me dijo: vete al Seminario, y cuando seas mayor haz lo que quieras, pero estudia ahí.
—Hoy ya no ocurre eso.
—Hoy hay más medios para estudiar. Ya en los pueblos se estudia hasta Bachiller, que antes no se podía. Hoy es otro mundo.
—¿Y la Iglesia, ha cambiado tanto en estos años?
—Ahora lo que ocurre es que estamos en una época en la que cada uno hace de su capa un sayo. No es como antes. Fíjese, en mi casa se rezaba el rosario todos los días y se bendecía la mesa. ¿Hoy en qué casa se hace eso?
—Sin vocaciones y cada vez con menos gente en las iglesias, ¿cree que habría que dar otras opciones a la gente?
—Las hay. Yo, por ejemplo, llevo desde 1978 participando en el Movimiento Familiar Cristiano. Hacemos encuentros, misas y celebraciones a las que asisten familias completas. Son modos de vincularse a la iglesia.
—¿Y puede ser la ordenación sacerdotal de mujeres una solución?
—No lo creo. Los que lo han experimentado en otras confesiones no han tenido éxito. En Inglaterra, por ejemplo, las mujeres se pueden ordenar y no se ha visto un cambio por eso.
—¿Y a título personal, usted ve que haya mujeres curas?
—Yo no lo veo, con la formación que tengo y la educación que he recibido no contemplo eso. Jesús tuvo apóstoles, no apóstolas.
—¿Qué balance hace hoy de su vida como sacerdote?
—Doy gracias a Dios porque guardo muy buenos recuerdos de los sitios donde he estado. Desde mis inicios en Cantarranas, donde no había luz ni agua y donde comíamos huevos fritos con patatas al mediodía y patatas fritas con huevo por la tarde, porque no había otra cosa. Cantarranas, La Muela, Naveros, La Yeguada, Badalejos… toda esa zona entre Medina, Vejer y Benalup ha sido para mí una gran satisfacción trabajarla y atenderla. La luz y el agua a Naveros, por ejemplo, la llevamos nosotros, que íbamos a Jerez a hacer las gestiones ante los señoritos.
—Toda esa zona está llena de capellanías, que es algo muy particular de Vejer.
—De eso puedo saber yo más que nadie. A mí me tocó la nueva Ley de Ordenación Agraria, en el año 81 u 82, cuando las capellanías tenían cotratos todavía en reales de vellón. Como yo era de campo, me hice con un equipo de gente de campo y fuimos visitando finca por finca para regularizar y actualizar la situación. Fue un trabajo extraordinario. Hay que tener en cuenta que la capellanía es cuando una persona cede las tierras a la parroquia, a la parroquia (repite remarcando cada sílaba), a cambio de decir misas. Esto es importante, porque siendo (Antonio) Morillo alcalde quiso quedarse con unas tierras, y le tuve que recordar que esas tierras se habían dejado a la Iglesia a cambio de aplicar las misas. Lo que sí decidimos en esa época es destinar parte de las rentas de esas tierras a aplicar las misas y otra parte al Fondo Común del Clero; ahora por lo visto eso se ha cambiado. Y también hicimos algunos contratos de molinos, algo que me alegro mucho de haberlo hecho porque han dado mucha productividad.
—¿Y entiende esas polémicas de ahora con el Obispado a cuenta de las capellanías?
—La verdad es que no sé. A mí ni me han preguntado ni sé nada de lo que ha pasado.
—¿Y el cementerio?
—Lo mismo. Cuando salí de Vejer, dejé 56 millones de pesetas en el cementerio. Lo que ha hecho la Iglesia con el cementerio es una labor durante siglos, porque eso debía ser algo municipal, como los de Benalup, Conil, Barbate, Facinas o Paterna, que son los cementerios que creo que quedan en manos de la Iglesia. En Vejer llevan 24 años para hacer el nuevo cementerio, y todavía no está. Ahora, lo que ha pasado ahora yo no lo sé, no me entra en la cabeza.
—Entonces Vejer para usted es como una primera novia.
—Claro. Fueron 28 años allí, además de ser mi primer destino. Era la ilusión de mi vida; y eso que empecé durmiendo sin luz, duchándonos una vez a la semana… hasta llegar a ser el párroco del pueblo. Vejer es un pueblo con mucha historia, y hay mucho amor a la Virgen allí. Especialmente guardo dos experiencias que no olvidaré en mi vida. La primera es cuando tuve el valor de llevar la Virgen de la Oliva a Barbate; recuerdo la entrada allí con la Virgen a hombros. Y luego el día de la coronación de la Virgen en los pinares.
—¿Cómo lleva un cura esos cambios de destino?
—Yo tengo que reconocer que a mí me sorprendió mucho el cambio de Vejer, que fue algo así como mi primera novia. Me lo comunicó Antonio Ceballos al poco de la coronación. Recuerdo que me ofreció San Antonio, en Chiclana. “¿A un erial me manda usted?”, le dije. Dése cuenta que aquello entonces era un terreno, prácticamente. Amenacé con irme a Salamanca, donde la Conferencia Episcopal Española había hecho un centro para el reciclaje de sacerdotes. Y así lo hice; me fui en 1998 cobrando el paro y matriculándome en la Universidad de Salamanca, donde ya había estado del 67 al 70.
—Un cura cobrando el paro.
—Así fue, y eso que en Cádiz me lo denegaban, decían que no me correspondía. Pero yo era profesor, así que un amigo mío me ayudó, fuimos a Magistratura del Trabajo y me lo concedieron.
—Y a la vuelta de Salamanca, Puerto Real.
—Me costó mucho adaptarme, pero hoy tengo muy buenos amigos allí. Puerto Real es de un estilo muy distinto al de Vejer, y eso me costó entenderlo. En Puerto Real nadie viene a pedir nada por favor, vienen a exigir. Pero los entendí, y me llevo muy bien con ellos. Soy muy amigo, por ejemplo, de Pepe Barroso por sus años de alcalde.
—Y luego vino Cádiz.
—En 2002 me hizo el obispo canónigo, y ya luego me hizo párroco de Santa Cruz. Yo estoy encantado en Cádiz y doy gracias a Dios por haber venido. Aquí me siento útil.
—Además de las dos parroquias en las que ha servido en Cádiz, realiza una gran labor en la Catedral.
—Todo es gracias al equipo que me ha rodeado en cada sitio. Aún así, Santa Cruz la dejé porque no podía con ella, necesitaba algo más tranquilo. Así se lo dije al obispo, que me preguntó donde quería ir. Y le respondí: “a la Merced”.
—La vuelta de los turistas a la Catedral supone un respiro para el Cabildo, ¿no?
—Afortunadamente, han vuelto. Nosotros llegamos a tener 18 personas en nómina. Menos mal que nos aconsejaron externalizar el servicio de atención a las visitas, que ahora realiza ArtiSplendore. Aún así, son seis trabajadores los que tenemos en plantilla, más el equipo de seguridad.
—¿De qué tendría que confesarse Balbino?
—Yo no me arrepiento de nada a nivel pastoral. Personalmente sí, claro. Pero yo me confieso como cualquier persona, tengo a mi confesor particular, que es un compañero. La confesión es un sacramento necesario.
—¿Se ha encontrado confesando algún pecado difícil de perdonar?
—No, no. Nadie se confiesa de que está robándole a los obreros, y luego está en el primer banco dándose golpes de pecho. De temas sociales nadie se confiesa. Sobre todo lo hacen de temas sexuales y también por problemas con la familia. Eso es lo más común.
—¿Sería capaz de decirme con qué obispo se queda de los cuatro que ha tenido como sacerdote?
—No, no voy a hacer eso.
—Dígame entonces una cualidad de cada obispo.
—De Añoveros diría que fue un hombre muy social, muy preocupado por el mundo laboral. Yo lo he visto llorando por eso. Dorado fue muy político, pero sabiendo hacer las cosas; él iba por delante. Ceballos es un hombre bueno, un santo de Dios, que por ser tan bueno le han dado tantas veces. A él lo recuerdo llorando el último día en Cádiz, porque pensaba que lo iban a dejar para el Bicentenario después de todo el trabajo de preparación que había hecho. Y Zornoza es un hombre que sabe nadar y guardar la ropa.
—¿Tiene Zornoza tanta contestación como parece? ¿O hay más ruido que nueces?
—Yo no tengo elementos suficientes para opinar sobre ese tema, nada más que lo que se habla en la calle o lo que dice la prensa. Ahora ya no hay reuniones de curas, asambleas… y no sé nada de manera oficial. Antes esta era una diócesis asamblearia, pero ahora, supongo que también por la pandemia, ni nos vemos los sacerdotes. Yo he organizado encuentros y comidas como responsable del clero que celebrábamos en Naveros, donde hemos llegado a reunir a ciento y pico de curas y tres obispos.
—¿Qué queda de aquel sacerdote ordenado en 1970?
—Lo que me queda es la ilusión. Me alegro de no perderla, tanto, que me he negado a jubilarme porque aún me veo capaz de seguir prestando un servicio a mi edad. Mire, hace dos semanas he confesado a dos señores en plena calle, uno en Candelaria y otro en San Agustín. Los dos el mismo día. Eso son cosas de Dios, y te sirven para darte cuenta de que esas personas han respirado gracias a la confesión.
—¿Ha perdido la fe en algún momento?
—Nunca. Ni siquiera ahora con la enfermedad. Creo que la fe es un don de Dios, y yo tengo mucho que agradecer.
Un cura de campo encantado en la ciudad
Balbino Reguera (1945) es un hombre de campo. Lo dice su partida de nacimiento en Algar, aunque aquello fue accidental porque su madre, primeriza –él es el mayor de seis hermanos–, fue a casa de su madre a parir. “Pero yo soy y me siento de San José del Valle”, asegura. Tanto, que llegó a renegar de Algar por un rifirrafe que tuvo en el pueblo en un concurso de tiro al plato. Su afición por la escopeta delata que es hombre de campo; como también lo hace su vocabulario, que mezcla a “obreros” y a “señoritos”, o que suelta algún “chavea” de vez en cuando. Ordenado por Antonio Añoveros en 1970, ha pasado por los campos de Vejer, por este pueblo que le cautivó por “su amor a la Virgen”, por Puerto Real y desde 2010 reside en Cádiz, donde asegura que se quedará una vez que finalice su actividad pastoral que ya desarrolla en una especie de prórroga al haber superado los 75 años. Ni la edad, ni la enfermedad que padece le han hecho perder la ilusión por el sacerdocio ni la fe, que comparte entre la Catedral, su parroquia de la Merced y sus otros parroquianos con los que disfruta entre charlas y sobremesas.
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