Baños con separación de sexos
Historias de Cádiz
A través de los ‘edictos para los baños de mar’, las autoridades establecían las normas para el uso de los balnearios y playas l Competencia entre la Alameda y la Caleta
Las playas de Cádiz están hoy afortunadamente a disposición de todos los ciudadanos. A cualquier hora del día o la noche, en invierno o en verano, pueden ser utilizadas libremente por los vecinos sin distinción de clase, edad o sexo.
Pero hasta bien entrado el siglo XX el uso y disfrute de nuestras playas estaba sometido a una enorme cantidad de reglas que buscaban por una parte, la seguridad de los bañistas, y por otra, garantizar el orden, la moralidad y las buenas costumbres. Anualmente, cuando se aproximaba el verano, las autoridades de nuestra ciudad publicaban el llamado ‘Edicto para los baños de mar’, en el que explicaban detalladamente el uso que los vecinos podían hacer de las playas y de los balnearios. En principio y como regla general solamente estaban permitidos los baños de mar en las instalaciones balnearias y en lugares determinados de la playa de la Caleta o de la playa del Sur, como entonces se denominaba a todo el litoral desde las Puertas de Tierra hasta Cortadura.
Nuestra ciudad contaba con dos grandes recintos para baños de mar, situados en la Alameda Apodaca y en la Caleta, llamados respectivamente de Nuestra Señora del Carmen y de Nuestra Señora de la Palma y del Real. Ocasionalmente había balnearios en la Puerta de Sevilla, donde hoy encontramos la fuente de las Tortugas y el recinto portuario, y en la Puerta de San Carlos, en la zona conocida como Puerto Piojo, cerca ya de la punta de San Felipe. Pero indudablemente eran los dos primeros los que mayor calidad y servicios ofrecían a los bañistas y los que lograban atraer a gran cantidad de veraneantes, sobre todo procedentes de Sevilla y Córdoba.
Los Baños de la Alameda y de la Caleta disponían cada uno de ellos de un espigón que penetraba en la mar con numerosas cabinas o casillas, tanto de uso individual como para familias. En el interior de estas casetillas los usuarios podían colocarse el correspondiente traje de baño y acceder a la mar por unas pequeñas escaleras. La intimidad quedaba de esta manera garantizada, aunque los bañistas se quejaban frecuentemente de la gran cantidad de mirones que se reunían en los pretiles de la Alameda o de la Caleta. Cada cierto tiempo, el Ayuntamiento enviaba a los guardias municipales para evitar la presencia de lo que la prensa local denominaba ‘curiosos impertinentes’.
Entre los baños del Real y del Carmen había una fuerte competencia. Los mas antiguos eran los de la Caleta, que ofrecían a los bañistas la seguridad de estar situados en el interior de una ensenada, con aguas protegidas por los castillos de San Sebastián y Santa Catalina y “donde ni los peces más pequeños e inofensivos podrían llegar hasta sus instalaciones”, como señalaba la publicidad de la época. A disposición de los clientes, en estos baños del Real, existían también unas casetillas móviles que, arrastradas por varios empleados, conseguían llevar a los usuarios hasta dentro del agua y que pudieran tomar el baño en aguas un poco más profundas. Contaban, además, con un servicio de coches Ripert, carruajes de diez o quince asientos arrastrados por caballos, que partían desde diversos puntos de la ciudad con dirección a la Caleta.
Los baños de la Alameda, establecidos en 1868, presumían por su parte de que sus aguas eran muy limpias, ‘lejos de las madronas y desagües existentes en la Caleta’, y donde los bañistas tenían la ventaja de no tener que pisar ‘la molesta arena de playa’. En cualquier caso, las autoridades obligaban a la dirección de ambos balnearios a que dispusieran de alguna barquilla tripulada por marineros expertos para auxiliar a cualquier bañista en caso de emergencia. Ambas instalaciones tenían un completo servicio de alquiler de trajes de baño, sábanas, toallas y peinadores.
Las comodidades de los establecimientos del Carmen y del Real se extendían a la posibilidad de disfrutar de baños de mar calientes y templados, ya que desde finales del siglo XIX ambos balnearios disponían de grandes calderas y de profesores pedicuros y expertos en hidroterapia. Los usuarios tenían la posibilidad de llenar bañeras de agua caliente de mar en el interior de sus casetillas o simplemente un pequeño barreño para los muy socorridos baños de pies.
Pero el mayor atractivo de estas instalaciones no residía en los baños de mar, sino en ofrecer a sus clientes un lugar de descanso y esparcimiento, cerca de los beneficiosos aires marinos. Disponían estos baños de amplios salones para tertulias, donde algunas orquestinas interpretaban los temas musicales de moda. Para la estancia en estos salones, no hace falta resaltarlo, era obligatorio el traje de paseo, ya que el de baño solamente podía ser usado en el interior de las casillas. Por la noche, los baños también eran un lugar de encuentro y esparcimiento para vecinos y forasteros ya que sus salones servían para bailes y conciertos. En las crónicas de Diario de Cádiz comprobamos la presencia del famoso Jerónimo Jiménez, director de la Orquesta del Teatro Principal de Madrid y autor de numerosas zarzuelas, que aprovechaba su estancia en su ciudad natal para ofrecer algunas de sus composiciones en los distinguidos salones de los baños de la Alameda.
La hostelería gaditana estaba presente en los balnearios con algún industrial acreditado. Eran muy frecuentes los encargos de almuerzos y cenas en las que no faltaba el elegante Champagne y un servicio de floristería para obsequiar a las damas.
Pero la mayor parte de los gaditanos prefería tomar los baños gratuitos de mar en las playas y no en los establecimientos balnearios, donde había que pagar una entrada no demasiado barata. Para ello estaba autorizado el baño en la playa de la Caleta y en la playa del Sur, en la parte conocida como Los Corrales, hoy Santa María del Mar. En ambas playas disponían las autoridades de barquillas de salvamento, con expertos nadadores vigilando por la seguridad de los bañistas.
Hasta la llegada del tranvía y de la apertura del Balneario Victoria, ya a comienzos del siglo XX, la mayor parte de los gaditanos no acudía a las playas que hoy conocemos como de la Victoria o de Cortadura. La lejanía del centro de la población, la ausencia de transporte y el temor a los rayos de sol hacían que las enormes extensiones de playa, desde Santa María del Mar a Torregorda, no fueran visitadas por bañista alguno y que únicamente estuvieran ocupadas por las numerosas almadrabas existentes en aquellos años.
Las autoridades, a través de los ya citados ‘edictos para los baños de mar’, fijaban el horario de utilización de las playas con estricta separación de sexos y con la clara advertencia de que los baños tendrían que tomarse ‘decentemente cubiertos’.
En la Caleta la preferencia en los horarios era para el sexo masculino, que tenía la playa a su disposición desde el amanecer hasta las nueve de la mañana y desde las cuatro de la tarde hasta el anochecer. En la playa del Sur, la preferencia era para las mujeres, con el mismo horario antes señalado. Esta preferencia hizo que muchos gaditanos denominaran a la hoy playa de Santa María del Mar como ‘playita de las mujeres’, denominación todavía utilizada en nuestra ciudad.
En ocasiones concretas, las autoridades señalaban días y horas para el baño de la tropa de los distintos regimientos de la ciudad. A través de la prensa se hacía saber a la población las horas en las que los reclutas, acompañados de los doctores y de sus mandos correspondientes, tomarían los benéficos baños de mar.
Con los numerosos enfermos mentales ingresados en el manicomio de Capuchinos, situado en el Campo del Sur, ocurría algo similar. En Diario de Cádiz de 1912 podemos leer que el baño para estos enfermos se llevaría a cabo a las cuatro y media de la madrugada en la playa de la Caleta. Al público en general se le hacía saber para su tranquilidad que estos enfermos acudirían a la playa acompañados de “los correspondientes loqueros y fuerzas de seguridad”.
Otro aspecto que no dejaba de ser regulado era el baño de las caballerías, muy abundantes en aquellos años. El baño a los caballos, u otros animales, debía de realizarse en la playa de la Caleta antes de las cinco de la mañana o en la playa del Sur a cualquier hora del día, pero en ambos casos a más de cien metros de distancia de los lugares ocupados por los bañistas.
Los edictos establecían también la prohibición absoluta del baño de los menores de 12 años no acompañados y el baño en estado de embriaguez.
Las costumbres de los gaditanos con respecto a los baños quedaron modificadas radicalmente a partir de 1906, con la llegada del tranvía a San Fernando, y 1907 con la apertura del Balneario Victoria. A partir de entonces los vecinos comenzaron a visitar la actual playa Victoria y a disfrutar de su gran extensión, ya que para ello bastaba con tomar el tranvía por una módica cantidad.
Pero hasta bien entrado los años cuarenta del pasado siglo, el uso de la playa seguía estando sometido a numerosas normas. La playa Victoria, por ejemplo, estaba dividida en dos grandes sectores. El primero, desde Santa María del Mar hasta el restaurante Casablanca, a la altura de la actual calle Sirenas, y el segundo, destinado a solárium, desde esta zona hasta la Cortadura. En el primero el albornoz era prenda obligatoria para todos los bañistas, salvo para los momentos de introducirse en el agua, en los que se podía vestir el traje de baño de cuerpo entero, tanto hombres como mujeres. Finalizado el baño, el usuario debía colocarse de inmediato el albornoz.
En el segundo, más cercano al castillo de Cortadura, era el denominado ‘solarium’, donde era posible una mayor relajación y los usuarios podían permanecer en traje de baño para tomar el sol tumbados sobre la arena. En esta zona los hombres podían utilizar el bañador con el torso desnudo.
En la Victoria hasta los años cincuenta del pasado siglo no había más limitación horaria que la que imponía el paso del ganado hacia el Matadero, entonces situado junto a la Cárcel Real. Muchos gaditanos recordarán todavía cómo los bañistas tenían que replegarse, por precaución, ante el paso de algún que otro rebaño de vacas procedente de los pueblos de la provincia y para el abastecimiento de los mercados de la ciudad.
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