Cádiz, antes del maremoto

El autor rememora el aniversario del terror vivido en Cádiz el 1 de noviembre de 1755

Recupera la visión de la ciudad de años antes por parte de un naturalista sueco a su llegada a la capital

Grabado con una imagen del maremoto de 1755
Grabado con una imagen del maremoto de 1755
José Antonio Aparicio - Presidente del Instituto Español para la Reducción de los Desastres

01 de noviembre 2022 - 06:00

Cuando en cada aniversario del día de Todos los Santos recordamos en Cádiz el maremoto del 1 de noviembre de 1755, nos centramos en el terror vivido en la ciudad ante la amenaza del mar y en el trágico destino de los ahogados; pero no en la vida urbana peculiar y curiosa que se respiraba en sus calles y en el paisaje único que la envolvía. Sabemos de aquellos tiempos por cronistas e historiadores y algunos relatos sueltos de viajeros y comerciantes: españoles, franceses, italianos y británicos en su mayoría; pero que te lo cuente un navegante de Västergötland es especialmente digno de traerlo aquí.

El naturalista sueco Pehr Osbeck arribó a Cádiz en enero de 1751, en un viaje que tenía por destino final el paraíso botánico de la lejana China. Asomado al costado de estribor de su navío, y cuando el piloto aún estaba enfilando la canal de entrada al puerto, lo primero que anotó en su cuaderno de viaje fue la triste contemplación del fatídico islote de Sancti Petri, en el que trece años antes habían naufragado sus compatriotas del malhadado Sverige, que por cierto significa “Suecia”.

Pehr Osbeck
Pehr Osbeck

En la Caleta había barcos de pesca por todas partes y las gaviotas competían con los pescadores para hacerse con el control de la fauna marina. La entrada al fondeadero era peligrosa; los bajíos de los Cochinos, sin Galeona que marcara su posición, solo se podían adivinar observando con atención las espumosas rompientes en marea alta. En esto se les presentó un bote llamado “de cuarentena”, que no era otra cosa que una chalupa tripulada por los prácticos del muelle, que llegaron acompañados de tres médicos de la Junta de Sanidad para verificar si traían la peste u otras enfermedades contagiosas: procedencia del buque, nombre del mismo y de su capitán, cuántos componían su tripulación, etc. No les dejaron desembarcar hasta seis días después (se ve que las pandemias se controlaban hace tres siglos mejor que ahora).

Las procesiones eran como funerales, con personas siguiendo a una cruz en la oscuridad

Ya por fin en la ciudad, supo que el clima en estas latitudes no era muy agradable. Las estufas y chimeneas eran tan desconocidas como la escarcha y la nieve. En verano la gente se encerraba tras las puestas para dormir de día y salir de noche, soportando a los mosquitos entre mayo y octubre.

Las columnas de San Servando y San Germán, en mármol blanco, presidían la entrada del muelle, cerca de las cuales se veían la aduana y una caseta de vigilancia. Por una puerta se entraba y por la otra se salía mediante puentes levadizos custodiados por soldados. Bajo unas amplias casaquillas, unos funcionarios de ojos de lince portaban pistolas cargadas, haciéndose señales entre ellos y controlando el dinero escondido en los bolsillos, sometidos a impuestos especiales. “Los que salen son sometidos a una severidad indescriptible”. Importar tabaco y rapé podía suponer la pena capital o, al menos, una condena a galeras de por vida; aunque se hacían excepciones con los españoles que venían de las colonias americanas.

La ciudad estaba rodeada de hermosos jardines y fortificaciones, sobre las que se hallaban desplegados trescientos cañones de bronce preparados para su defensa. Desde esas murallas los soldados de las garitas se divertían pescando durante la pleamar y se podía observar también con deleite las naves ancladas saliendo y entrando, así como unas cruces de madera que se levantaban también por el interior sus calles, dispuestas con ocasión del Vía Crucis en un pueblo escrupulosamente religioso. En las torres que despuntaban sobre las azoteas, las casas de los cónsules izaban sus banderas a la llegada de los barcos.

Las calles estaban empedradas y disponían de unos canalillos centrales en los que se acumulaban raspas de pescado y restos de fruta que dejaban un olor nauseabundo. Los mendigos suplicaban por todas las esquinas “una limosnita por el amor de Dios y por las benditas almas a este pobre”, mientras que en el mercado se oía pregonar a voz en grito “¡castañas calientes y asadas!”, “¡agua del Puerto!” y nombres de peces de treinta clases diferentes. Los naturales del lugar tenían la piel morena por el calor del sol y la mayoría tenía la cabeza alargada pero estrecha, orejas y ojos grandes, cejas y cabello negros. Con ellos se mezclaban gentes de otras naciones europeas, y negros que servían en las cocinas. El lenguaje de los gaditanos era muy expresivo, pues acompañan sus palabras con movimientos de cabeza, hombros y brazos. Los oficiales y soldados rasos eran muy corteses con los extranjeros; pero los marineros estaban continuamente soltando palabrotas y groserías, que era su saludo común a bordo. Las damas, más refinadas, lucían su cabello natural en trenzas largas o anchas, o corto con tupé y peluca, o recogido en la parte superior como hacían las campesinas suecas. Le llamó la atención que se casaran tan jóvenes, de manera que una niña de doce años podía tener por marido a un joven de catorce.

De las muchas iglesias que había, la catedral nueva, la más hermosa y más grande de todas, no había alcanzado aún la altura prevista en las obras y estaba sin terminar, aunque la gente del lugar afirmaba lo contrario. Tanto era así que en su interior ya había velas encendidas día y noche ante la imagen de San Francisco Javier. Las procesiones podían considerarse como funerales, con personas siguiendo a una cruz en la oscuridad de la noche portando faroles, rezando y cantando el Te Deum; si bien, gente extraña, tres días antes de la Cuaresma se tomaban la libertad de divertirse lanzando confetis de algarabía a la gente que pasaba.

Había muchas librerías, que vendían libros impresos en papel miserable y pastas de cartón. La Santa Inquisición controlaba la publicación y lectura de estos libros, algunos exclusivamente en Latín para que solo unos pocos los pudieran entender, entre ellos, la sagrada Biblia. Aun así, las comedias en verso se imprimían y representaban con frecuencia, de modo que su lectura era la principal diversión del pueblo. Hasta que llegó el fatídico maremoto y se ordenó cerrar el corral de comedias para no enojar de nuevo a Dios. Hasta la vista, señor Osbeck, buen viaje…

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