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Un Cádiz en el que seguir jugando

usos urbanos

‘Juega y respeta’, la iniciativa puesta en marcha por el IES Caleta, abre el debate hacia qué tipo de entorno queremos habitar y quiénes son, realmente, los dueños del espacio público

La afición a jugar al fútbol sigue funcionando por "contagio", más allá de las pantallas. / Álvaro Jaén

Cuando Juan, su profesor de Educación Física, llegó a Cádiz le sorprendió ver la cantidad de niños que encontraba jugando al fútbol en las plazoletas. No es que viniera de muy lejos (de Rota), pero la diferencia fue suficiente para captar su atención y animar a sus alumnos del IES Caleta a llevar a cabo una iniciativa para fomentar el juego y el uso público del espacio. De ahí surgió Juega y respeta’, el proyecto puesto en marcha por alumnos de segundo de Bachillerato para que la ciudad elimine los clásicos carteles que prohíben los juegos de pelota. Unos carteles que, consideran, criminalizan el juego, “atentando contra la Declaración de los Derechos de Niño de 1959”.

“Generalmente, apelando además a leyes que no existen”, comenta Javi Revuelta, el joven portavoz de una campaña que tiene también su petición en la plataforma Change.org, y con la que irán mañana al Ayuntamiento de Cádiz, a exponer sus reclamaciones a la concejala de Juventud, Lorena Garrón. La campaña cuenta también con un comunicado oficial del IES Caleta y presencia en redes sociales a través de Instagram, bajo el ID @juega_y_respeta.

Como casi todos los niños, Javi jugaba en las plazas, aunque su palo era el baloncesto, “que también necesita espacio”. “Por supuesto –admite –, el problema que tiene la ciudad es ese, el espacio. Que se vayan a jugar a Campo Hondo, escucho muchas veces, sin tener en cuenta que estamos hablando de chavales o de niños pequeños que lo mismo, no pueden”. El juego al aire libre, sostienen desde la iniciativa, “promueve la creatividad y prepara a los chicos para vivir en sociedad”. ‘Juega y respeta’ replica otras propuestas similares que ya se han llevado a cabo en Getafe o Barcelona, donde se ha conseguido modificar la normativa al respecto.

La propuesta del instituto gaditano toca de lleno en un tema que viene a ser un clásico desde que el ser humano comenzó a considerarse a sí mismo civilizado: ¿qué caracteriza a una buena ciudad? ¿cómo debería ser? La buena ciudad –¿Platón, eres tú?– es aquella que está hecha a la medida del hombre, el ser que la habita. No sabemos qué impacto tendrían en los filósofos griegos nuestras megaciudades, esos leviatanes. Puede que dijeran que no son una ciudad, sino muchas, asumiendo que manzanas o barrios eran urbes en sí mismas.

Digamos que si hay una regla del mundo moderno es que los balones (el uso público del espacio, para ampliar conceptos) desaparecen cuanto mayor es el dominio del coche. Dos ejemplos en la misma capital gaditana: quien ya esté en cola para la vacuna, recordará la bolsa de coches que había justo frente a la Catedral. Sin complejos. O, hasta hace nada, la bolsa de aparcamiento del Corralón (ahora, parque infantil). Realmente, el coche ha sido el rey absoluto de nuestras ciudades. Para muchos, lo sigue siendo.

¿Es pues Cádiz una ciudad amiga del jugar al aire libre?Antonio Luna, de la plataforma La Zancada, establece una diferencia entre intramuros y extramuros. “Como ecosistema, donde más funciona el modelo del que hablamos es en el casco histórico – opina–. También porque al estar hablando en general de viviendas más pequeñas,esto llama a la gente a salir más a la calle. En extramuros, las casas son más modernas, suelen ser más luminosas, más altas, de calles más amplias… No tienes esa pulsión”.

Si hay una regla, es que los balones desaparecen cuanto mayor es el uso del coche

Más allá de Puerta de Tierra, por lógica y estructura, lo que había era una zona de paso: como los pueblos del Oeste, una población que crece en los márgenes de una vía. “Pero luego tenemos zonas que podrían aprovecharse y en las que vemos un deterioro importante de los espacios públicos -continúa-. Eso es indicativo de que no ha existido una demanda sobre ese espacio. Habría que conseguir que extramuros fuera más parecido al casco histórico en eso”.

Sandra y Angie son dos de las madres que bajan todos los días con sus hijos a San Antonio. A jugar al fútbol. Son pequeños, tienen seis y cinco años, y para ellos no hay otra vida, no hay otra cosa. Tienen todavía la fascinación del juego por el juego. “Dicen que son del Cádiz y del Madrid, pero realmente son del equipo que gane o del que les llame la atención en el momento”, cuenta Sandra. La afición les llega por contagio: a uno, de bajar a la plaza y jugar con sus amigos; al otro, por su hermano mayor. Se ponen de acuerdo con los otros niños en qué equipación se van a poner ese día: “De hecho, cuando vamos a algún sitio, dice: ¿voy a ir vestido de persona?”, cuenta Angie. No sólo juegan en la plaza: estamos hablando, por favor, de la pasión infantil: infinita, sin término. Varias veces a la semana, van a una escuela de entrenamiento, donde se puede jugar en pista o al aire libre. Los fines de semana tienen encuentros y pasan por sus reconocimientos médicos, aunque aún son demasiado pequeños para “computar”: los partidos terminan siempre en 0-0.

Aun así, sus madres no tienen ni la más mínima duda de que, aunque continúen entrenando, seguirán bajando a la plaza. “Todo el tiempo libre es para esto. O juegan a la pelota con el padre, o con las estampitas. No hay espacio para nada más”, asegura Sandra. Vaya, al menos para ellos, el romanticismo no ha muerto del todo en el fútbol.

Ambas madres destacan las cualidades colaterales del tema. Una de ellas menciona algo que llama siempre la atención al desconectado de este mundo la capacidad de los chavales para recitar listas interminables de alineaciones. La memoria hace músculo. “Son también niños que están acostumbrados a algo muy importante: a escuchar –continúa Angie–. Y se hacen muchos amigos con el fútbol, estimula la socialización: tienes que tratar con los demás, defenderte, medir, hasta saber pelearte y después seguir siendo amigos”.

En la plaza, quien lleva el balón es el que manda, y el líder elige sus amigos. Tan simple. Pero hablamos de niños pequeños, ¿la afición es cosa de edad? ¿Llega un momento en el que las pantallas y lo oficial –la competición – exigen su libra de carne? “Por nuestra experiencia, no es así –continúa Angie–. Tanto mi hijo mayor, José María, como otros chavales de su edad cuando no están sus amigos, se ponen a jugar con los pequeños… Sí te digo que llega un momento, con 13 o 14 años, en el que si sigues en la línea de ir a entrenamientos y partidos, la cosa se pone seria: es muy difícil dedicarse profesionalmente al fútbol porque no sólo tienes que ser muy bueno, sino que es complicado, por no decir imposible, llevar a la vez los estudios y el deporte. Tiene que ser una cosa u otra. Si ya mismo te supone un sacrificio… Si no fuera porque a mis hijos les encanta, yo no me molestaba en estar pendiente de ir y venir todos los fines de semana, por ejemplo”. Sandra también apunta el tema de las pandillas cuando crecen: “Se hace muy cuesta arriba decir: renuncio a salir, renuncio a los planes que los amigos hagan por madrugar e irme al partido. Tiene que ser que todo el grupo esté en la misma onda”.

Para Javi Revuelta, el juego en la calle tampoco tiene límite de edad: “De hecho, lo que defendemos es que durante toda la niñez hay que reforzar a idea de promover el deporte para desarrollarse física y socialmente”, comenta, subrayando la importancia que también tiene el efecto contagio: “Los hermanos, los amigos… terminas haciendo lo que ves, lo que hacen todos. La introducción de las pantallas y los móviles puede influir en algo, indirectamente, pero creo que todo esto no se va a perder”.

El modelo de ciudad a "escala humana" funciona mejor en intramuros

Desde luego, para que no se pierda –no sólo para que no se pierda el fútbol de calle: el juego en sí en la calle, las aventuras, las tizas, las bicis, las burbujas– hace falta algo esencial: que sea, que lo pongan, fácil. Accesibilidad. Angie comenta el caso de sus sobrinos, en Badalona, con una rutina distinta: “Y cuando vivía en Lleida –apunta–, claro que íbamos al parque a jugar, pero era distinto: era algo que programar. No te bajabas sin más, sin pensar. Eso coarta mucho. También el tener garantía casi continua de que va a hacer buen tiempo ayuda muchísimo”.

Algo tan simple como el jugar en la calle, el organizar reuniones o paseos, es un buen termómetro para medir si estamos hablando o no de un medio amable para sus habitantes. Para ello ayudan, y no poco, el tener plazas acogedoras, puntos de encuentro que no te hagan pensar en atravesarlos corriendo.

Antonio Luna menciona al respecto uno de los grandes clásicos cuando se habla de espacios al aire libre en la capital gaditana: la falacia de la playa como espacio verde. “No vale contabilizar como zona verde el dominio público marítimo terrestre, no es lo mismo –desarrolla–. En cualquier caso, aunque incluyéramos la playa, no llegaríamos a lo estimado por el Plan de Ordenación Urbana de Andalucía, que son de cinco a diez metros cuadrados por persona. Es algo que nos tendríamos que plantear como objetivo: si uno tiene una ciudad cerrada, las opciones son pocas; pero si se tiene la posibilidad de contar con nuevas zonas verdes, y no se hace… Nosotros hemos hecho propuestas en este sentido, crear corredores y grandes zonas verdes en la ciudad, que se puede sacar de muchos sitios. Se puede desasfaltar y crear zonas verdes sobre el mismo asfalto”.

Lo que ahora puede sonar a herejía, Luna sostiene que no es más que el transcurso natural de los tiempos, cada vez tenemos menos coches y todos los planes de desarrollo cuentan con la potenciación del transporte público y los centros libres de humo: “De aquí a diez años, nuestras ciudades tendrán menos vehículos –desarrolla–, con lo que no tiene sentido seguir invirtiendo dinero en vías de circulación y aparcamientos de espacio público en lugar de destinarlo al esparcimiento. Por eso le damos tanta importancia a la planificación. O mejor aún, cumplir los planes: porque el PGOU dice muchas cosas que tampoco se llevan a cabo”.

Uno de los hitos más señeros del reinado del automóvil fue precisamente la creación de “plazas duras”: aquellas en las que uno se pregunta dónde han ido a parar los árboles y por qué han construido una paellera. La excusa, apunta Luna, suele ser el parking: “Jardines y arbolado se entienden como problemas añadidos: es decir, mantenimiento –comenta Luna–. Pero luego te encuentras con el mismo diseño en plazas que no tienen aparcamientos. Sólo se piensa en ahorro de costes, pero no se contabilizan los servicios ecosistémicos (las plantas absorben polución, contribuyen a disminuir la temperatura ambiente) y a la larga, además, procuran unos espacios más atractivos”.

Antonio Luna menciona el que fue proyecto para la plaza de España: “Si no llega a ser por los colectivos, que empiezan a preguntar, se cargan el arbolado de media plaza: todo lo que hay frente al monumento iba fuera, y está reconocido en el propio proyecto: señalan que se han visto obligados a modificar el plan original. Sabemos que nadie odia a los árboles, pero hay un pragmatismo que roza lo absurdo”.

Para el portavoz, hay que cambiar de mentalidad porque, pensando en códigos de una ciudad del siglo XX, Cádiz tiene “menos oportunidades de cara al futuro. La habitabilidad se mide por muchos factores, y tener una ciudad urbanísticamente más amable también influye, aunque el primer parámetro sea económico –continúa–. El que viene de fuera, bueno, es un lugar con distintos atractivos, pero para la gente que vive y trabaja aquí, tener espacios agradables es una cuestión tan importante como el tener una buena conexión de transporte público asequible. Hablamos de si es una ciudad para trabajar o estar, o para vivir”.

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