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El mensaje del comedor
POCO después del descubrimiento de América por parte de la Corona de Castilla se planteó la necesidad de controlar de forma efectiva el gran potencial económico derivado de esta nueva situación. Para ello se creó un gran organismo estatal encargado de monopolizar y supervisar toda la actividad y el tráfico de personas en lo que pronto se llamó la Carrera de Indias. Así nació la Casa de Contratación, tal vez el mayor holding comercial de la Europa del momento, que también tenía competencias judiciales en materia mercantil.
Se ubicó en Sevilla, aunque su rivalidad con Cádiz quedó francamente manifiesta desde el primer momento, constituyéndose así el complejo portuario de ambas ciudades como el gran motor del comercio americano. Conforme pasaron los años y el volumen de carga cada vez fue mayor, con un límite de 600 toneladas de porte para los navíos que remontaban el Guadalquivir, Cádiz fue adquiriendo más importancia hasta el punto que ya, desde 1680, la ciudad figuraba como cabecera de la flota de Indias. Todo ello determinó que, por Real Orden de 12 de mayo de 1717, Felipe V decidiera el traslado de la Casa de Contratación al puerto gaditano, a pesar de las reticencias y reclamaciones de las autoridades sevillanas. Surgió entonces el hombre adecuado, en esos momentos de dudas y litigios, capaz de inclinar la balanza a favor de Cádiz. Nos estamos refiriendo al almirante Andrés de Pez, un gaditano curtido en la navegación transoceánica y a la sazón gobernador del Consejo de Indias, del que no hay ningún recuerdo en la ciudad que sepamos, a pesar de su valiosa aportación y esfuerzo.
En 1718 la Casa de Contratación se instaló, pues, en Cádiz, primero en un edificio arrendado al conde de Alcudia en la plaza de San Agustín para pasar luego a otra propiedad, esta vez del marqués de Torresoto, calle San Francisco esquina del Rosario. A mediados de siglo, coincidiendo con un amplio plan para reconstruir las murallas colindantes con la zona del puerto, se proyectó un gran complejo que incluiría la Aduana, el Consulado y la Casa de Contratación propiamente dicha. Las obras se iniciaron en 1764 y se acabaron en 1783, quedando todo ello reducido a lo que, nada más y nada menos, se conoce como el Palacio de la Aduana de Cádiz (actual Diputación Provincial), sobrio y elegante, del mejor estilo neoclásico con un coste de casi ocho millones de reales .
Las exportaciones a las Indias desde el puerto gaditano en estos años se componían de artículos textiles, manufacturas de hierro y productos del país (vino, aceite y trigo). Por lo que a las importaciones respecta, se basaron en la grana, el cobre, el añil y el estaño, si bien, particular consideración mereció el tabaco, sobre todo entre 1717 y 1740, prácticamente el 40% del tonelaje desembarcado. Le seguían el cacao con un 30%) y en menor medida el azúcar, aunque buena parte de estos productos se reexportaban de nuevo a otras ciudades europeas, preferentemente Hamburgo y Génova, con las que existía una gran relación tanto mercantil como consular. Precisamente fue el azúcar uno de los productos más solicitados en el extranjero, llegándose a alcanzar en 1763 la nada desdeñable cifra de 13.000 cajas desembarcadas y aumentándose sensiblemente dicha cifra en años posteriores. En total en estos años se canalizó el 87 % del tráfico colonial.
En cuanto a los datos meramente pecuniarios, digamos que en 1748 llegaron a Cádiz procedentes de América más de dos millones de pesos y en 1753 casi veinte, siendo la mayor parte de este comercio relativo al Virreinato de Nueva España. Todavía en una fecha algo más tardía (1796), de las Casas de la Moneda de Méjico, Guatemala, Lima y Potosí, se puede cifrar en torno a 39 millones de pesos lo llegado a Cádiz. No olvidemos también que el cono sur americano se revalorizó a partir de de la segunda mitad del XVIII, con la creación del Virreinato del Plata y el lanzamiento económico de dos ciudades destinadas a jugar un importante papel en años venideros: Buenos Aires y Montevideo.
Esta oleada de prosperidad duraría hasta 1790, cuando los cambios habidos en el sistema de intercambios con América se canalizaron a través del llamado Comercio Libre. A partir de aquí, Cádiz dejaría de ostentar el monopolio del tráfico mercantil con las Indias, pasando ha vivir otras épocas menos boyantes desde el punto de vista económico.
Por estos años Cádiz adquirirá un gran dinamismo, una fisonomía nueva como corresponde a una ciudad que económicamente había dado un gran salto cualitativo y cuantitativo. De los 40 000 habitantes de principios del siglo XVIII se pasará a los 72 000 de finales del mismo, de tal manera que en estos años postreros el puerto de Cádiz se había convertido en uno de los más señeros de Europa, con la entrada de más de mil barcos anuales, hasta el punto de ser mirada con cierta suspicacia por otros puertos importantes como el de Londres.
Los visitantes que se acercaban a la ciudad, sobre todo los extranjeros, se deshacían en elogios para con ella. Laborde la calificó de "una de las más opulentas de España y en la que circulaba más dinero" y Dalrymple alaba sus grandes y hermosas casas, siendo muy a tener en cuenta "el número de gentes que hacer fortuna allí con el comercio". Un considerable número de extranjeros se hallaban afincados permanentemente (2.291 en el censo de 1773) sobre todo italianos, flamencos y franceses, siendo estos últimos los más numerosos y los que formaban la colonia más influyente. Por cierto, la Casa de Contratación tenía plenas facultades para tramitar los expedientes de naturalización como españoles de los nuevos comerciantes extranjeros que solicitasen ampliar sus intereses en América.
A partir de 1740 la actividad urbanizadora no cesó, sustituyéndose caminos por calles empedradas. Como señala Pilar Ruiz Nieto en su meritorio estudio sobre el urbanismo gaditano de esta época, huertas y espacios dedicados a uso industrial o artesanal se ocuparon por manzanas de casas, aceptándose como únicos inversores fiables en las subastas de terrenos a los comerciantes matriculados en la Carrera de Indias y avecindados en Cádiz. Se fundó en 1717 la Escuela de Guardiamarinas, en 1748 el Colegio de Médicos de la Armada, de la mano de un cirujano militar activo y emprendedor, el catalán Pedro Virgili, y en 1760 se construyó un pabellón de Ingenieros que luego sería el Gobierno Militar. También se puso en 1722 la primera piedra de la futura catedral, aunque sus obras se prolongarían hasta bien entrado el siglo XIX. Por cierto que una de las joyas más primorosas que el visitante puede apreciar se elaboró entonces, la Maqueta de la ciudad, que se exhibe actualmente en el Museo de las Cortes.
A la par, los gaditanos se deleitaban con los sainetes de José Ignacio González del Castillo y se editaba en la Imprenta de Manuel Jiménez Carreño 'La Tauromaquia', de José Delgado, alias Hillo. Todo ello tendrá también su correspondiente reflejo en la prensa, algo más tardía que la de Granada y Sevilla, pero con enorme pujanza ya desde mediados del siglo XVIII, siendo un buen precedente la efímera Gaceta de Cádiz. A ella seguirán dos publicaciones costumbristas, 'La Pensadora Gaditana' y 'La Academia de los Ociosos', y una de información marcadamente mercantil, el Hebdomadario de Cádiz.
En poco tiempo, los gaditanos hemos asistido perplejos a toda una serie de iniciativas que nos han cogido con el paso cambiado, ante las cuales, como casi única reacción hemos optados por el lamento, cuando no por la resignación. De un lado el denominado eje Sevilla - Málaga, acordado, por cierto, por alcaldes de distinto signo político con la idea de relanzar económicamente ese espacio geográfico. Parece habérsenos pasado por alto que fue precisamente ese mismo eje el que durante tres siglos supuso una gran prosperidad para la zona, resultando verdaderamente chocante que no se haya intentado revitalizar. Nos estamos refiriendo a dos grandes puertos, Sevilla y Cádiz, el primero de ellos fluvial, con dos aeropuertos a 60 kilómetros de distancia y con una autopista que une a ambas ciudades en una hora, junto, claro está, a la más que privilegiada situación de la bahía gaditana, verdadero puerto natural hacia América. Para colmo, buen aparte del tráfico procedente de Hispanoamérica se canaliza a través del puerto de Rotterdam, que, obviamente, no disfruta de esa tan privilegiada situación nuestra. Precisamente, hace dos meses dicho puerto organizó en Madrid, junto con la embajada de Holanda, unas jornadas informativas en las que se pedía espacios de colaboración y conexión con España. Ignoramos si hasta allí acudió algún representante gaditano, bien sea del plano económico o político.
Algo parecido ocurrió el pasado año con la creación de la Zona Franca de Sevilla, con grandes prisas, antes, incluso, de concluir el obligado vallado y no tener muy claras ciertas cuestiones fiscales, aunque apostando, eso sí, por la autofinanciazión con el previsible impuesto de sociedades devengado por esta actividad. Todo ello no fue óbice para que su alcalde expresara que "Sevilla tendrá un motor de crecimiento y creación de empleo importante". Nada de eso, en contra de lo que algunos han expresado, debería contradecir una estrecha colaboración, sumar en vez de dividir, para intentar conseguir un área común a ambas Zonas Francas que les sirva de mutuo complemento.
Finalmente, no estaría de más acabar con ese secular divorcio que la ciudad de Cádiz ha tenido con su puerto, separada de él por un perímetro aislante que impide la natural conexión con los gaditanos. Málaga lo ha sabido hacer de forma eficaz y grata para sus habitantes. Sería, igualmente, una buena ocasión para intentar una cierta privatización y corporatización de las autoridades portuarias, lo que tendría un efecto positivo respecto a la competencia entre puertos, sin descuidar, como no podía ser menos, la debida supervisión normativa.
Decididamente una ocasión como ésta, el Tricentenario, al margen de su evocación histórica, debería servirnos para reflexionar y replantearnos lo que siempre fue la auténtica tendencia y vocación de Cádiz: el mar y su puerto.
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