El consuelo de las plazas
Coronavirus: Restricciones de la Junta en Cádiz
Las tardes de la era Covid han convertido las calles de la ciudad en paisajes fantasmales donde sólo en las plazoletas late algo de vida
Cádiz/Es un pitido intermitente. No es molesto, no, pero es constante y, a modo de minimalista hilo musical, se repite en varias calles. Me persigue allá donde voy (pi-pi-pi), y eso que no llevo rumbo, como esos grupos de chavales con los que no paro de cruzarme, islas flotantes en un mar raro. Pero ahí persiste, el machacón pi-pi-pi... Son las seis y cuarto de la tarde del primer viernes sometido a las nuevas restricciones horarias de la era Covid... ¿De dónde sale el sonidito de marras? ¿Pero si no hay nada abierto sólo los supermerca...? ¡Pi-pi-pi! En la esquina de la calle San Francisco, frente a una puerta acristalada, caigo en la cuenta. Pi-pi-pi. Es el sonido de los productos de una cesta de la compra al pasar el código por la línea de caja... Ni siquiera estoy en la misma acerca, paseo por la de enfrente, y el sonido llega nítido a mis oídos... Pi-pi-pi... Tal es el silencio...
...Tal y, sin embargo, no acierto a descifrar las conversaciones de los chavales-isla, de estos “grupos burbuja” hechos desde la amistad, la rebeldía y la arrogancia inherente a la juventud, que se juntan y abrazan con mascarilla puesta o bajada. ¿Qué se dicen? ¿Qué cuentan? ¿Se habrán quedado mudos? Segundo descubrimiento de la tarde tras destapar el misterio del pitido (y, de paso, percatarme de la cantidad de supermercados que se han levantado en el centro histórico): Ante la ausencia de ruido, hablamos más bajito.
Me invade el miedo. ¿Cuánto durarán estas tardes de silencio sólo rotas por el trajín del supermercado, cuánto durarán estas tardes de barajas echadas que anuncian miseria como este cielo encapotado anuncia agua? Ojalá sólo 15 días...
No tarda en volver a llover. Sólo un poco. Un velo fino. Ese tipo de chirimiri que te hace dudar de si abrir, o no, el paraguas. Pienso en quién los protege. A cada uno de esos comerciantes que a las seis y media de la tarde no están tras esos mostradores. En las personas dueñas de esos negocios. En los proveedores. ¿Dónde estarán los paraguas que los puedan proteger de la que les está cayendo encima? ¿Dónde los venden? Habrá que enterarse en la mañana, por la tarde ya no hay nada abierto...
También me pregunto quién los protege a ellos, a los chavales-isla, a los grupos-burbuja porque sí, porque quieren, porque pueden... ¿Cómo les podemos exigir que se preparen para el futuro en este alambre de presente? ¿Cómo pedirles responsabilidades si un día los encerramos, al otro los soltamos, los obligamos a acudir a las aulas y les negamos el asueto? Quien esté libre de pecado, en estos tiempos de esquizofrenia, que tire la primera piedra...
La primera piedra, que retumbará como el meteorito que dio origen a la vida en el planeta, si la tiramos en medio de la plaza de las Flores a las siete de la tarde. Que ni huele a flores, ni huele a churros, ni a pescao frito. Al menos no llega el pi-pi-pi. Las cajas registradoras de lo que era Simago están demasiado lejos del corazón del mañaneo de Cádiz...
Devuelvo la vista al frente. Siempre la levanto en este lugar para mirar el edificio de Correos. Nunca deja de maravillarme su imponencia. ¿Compañía? ¿Columela? ¿El Mercado? Descartada Compañía que da miedo de verdad. Que “el callejón de Compañía es estrechito...”, como cantaban ‘Los Combois da pejeta’. Y oscuro, sumo yo, sugestionada por el ambiente de cuatro de la mañana a pesar de que el reloj de Correos diga que son las siete de la tarde. Así que tarareo para adentro el pasodoble de la chirigota del año 88 pero opto por la vía más comercial, que no estoy yo para un duelo al sol en esta tarde de sombras.
Sombras tan alargadas, la de esta pandemia, la del distanciamiento social, la de los toques de queda y el enclaustramiento, que alcanza Columela, y sus aledaños, que parecía muerta sin la tienda emblema de Amancio Ortega y, sin embargo, ahora todo aquello suena tan exagerado. Importan los trabajadores que se quedan en la calle , claro, pero también los negocios locales que se quedaban... Importaba Regente y Pampling, y Jose de La Cápsula, importaba Calvichi´s (que se ha mudado a Rosario), y la cafetería de La Clandestina. Y, si subimos, hasta Ancha, importan los últimos días de Galerías Lluch y La Lectora...
No hay terrazas sin café, ni café en las terrazas. Las calles parecen más amplias, como la casa que dejas cuando haces una mudanza. Muchos la han hecho en estos meses, los que han podido, en busca de cuatro paredes más confortables por si hay que pasarse otra temporadita a la sombra. Y con terraza o patio privado, entre lo más demandado. Obvio.
Pero mientras nos dejen, mientras el bicho y los gobiernos nos dejen, seguiremos paseando sin rumbo por las calles esperando que cambie nuestro sino... Pero hay un lugar (sé de un lugar) donde cada tarde se celebra un simulacro de normalidad. Una representación de esa otra vida donde no se acababa el mundo a las seis de la tarde. Un lugar que nos descubrieron los griegos, que aprovecharon los romanos y que, desde entonces, nuestra civilización ha utilizado para convivir, expresarse y hasta manifestarse (aquel 15-M...): Las plazas.
Las plazas –las plazoletas, que es más gaditano– siguen vivas este viernes tarde. Ni importa el chirimiri, ni importan las barajas echadas, ni la miseria que acecha.... Sí importan pero algo habrá que hacer con los niños ¿no? Los niños, que no deambulan, que juegan. Los niños, que tengan o no cuatro paredes confortables quieren correr y se rebelan contra las tardes de manta y sofá. Los niños en las plazoletas (San Antonio, Mina, San Juan de Dios...) que con sus jaleos apagan el triste pitido que procede de los supermercados, que nos obligan a hablar más alto para escucharnos, que dan balonazos a diestro y siniestro sin mesas a las que molestar... Los niños que se conforman con el consuelo de las plazas porque todavía se acuerdan que érase una vez que se era que no podían salir de casa... Nosotros, los mayores, a veces lo olvidamos.
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