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El coronavirus en Cádiz
La historia de Cádiz está jalonada de tragedias. Tres mil años de existencia dan para mucho, especialmente para calamidades provocadas por enfermedades que en su momento mermaron nuestra población hasta tal número que aún hoy nos parece incomprensible.
Hace cerca de 80 años, Cádiz vivió la última de esas tragedias que cambian el rumbo de la historia, o por lo menos tuerce el mismo. Fue en 1947, un 18 de agosto, cuando un millar de minas mal protegidas en la Base de Defensa Submarinas estallaron provocando la muerte y la desolación en la ciudad. Una ciudad que aún sufría la dureza de la postguerra.
La explosión provocó la muerte de 151 y heridas a más de 5.000. Destrozó buena parte del Cádiz de extramuros, entonces aún en formación, y provocó daños estructurales en decenas de edificios del casco antiguo, entre ellos la Catedral y el Museo Provincial.
La explosión destrozó las instalaciones del astilleros de Echevarrieta, que nunca llegarían a recuperarse hasta la nacionalización de esta industria. Y, sobre todo, destruyó el Sanatorio Madre de Dios y la Casa Cuna, donde murieron cerca de cuarenta pequeños y cuatro monjas encargadas de su cuidado.
La tragedia humana de 1947 fue infinitamente superior a la que se está sufriendo con la pandemia del coronavirus, aunque todas las vidas tienen un valor incalculable, y el dolor por la enfermedad provoca en todos un profundo desasosiego.
Pero la explosión de agosto de 1947 provocó un destrozo en muchas familias gaditanas como no ha ocurrido en un siglo de historia hasta el punto que sepultó el recuerdo de esta tragedia en un particular tabú ciudadano, sin duda también por el miedo a una dictadura que ocultó la responsabilidad del Estado al mantener en medio de la ciudad una base militar repleta de bombas sin protección alguna.
Más allá de las pérdidas humanas, hay un cierto paralelismo entre el Cádiz que amaneció el 19 de agosto de 1947 y el Cádiz que se despertará una vez pase la pandemia, o por lo menos comience a normalizarse la vida.
Es, ciertamente, un paralelismo puramente económico. La destrucción de infraestructuras, de viviendas, de equipamientos, que se produjo hace ochenta años no se ha repetido ahora. Los edificios siguen en pie y las viviendas, los paseos no están llenos de escombros. Los cines, teatros, centros médicos, centros comerciales. Todo está bien. Incluso las puertas de la Catedral siguen en su lugar y no, como en 1947, se han salido de sus goznes.
Pero como en 1947, la economía hoy ha dado un paso atrás.
En 1947 tampoco es que la situación de la ciudad fuese muy boyante. Salvo la clase alta, miles de familias apenas podían llegar a final de mes. La autarquía del régimen de Franco ahogaba aún más a un Cádiz empobrecido. Y la explosión fue la puntilla.
En aquel momento se valoraron los daños provocados por la catástrofe en 72 millones de pesetas, una cifra enorme para la época. Ocho décadas más tarde esta cifra corresponde, aproximadamente, a 60 millones de euros. Hay que tener en cuenta que la mayor parte de los edificios totalmente destruidos eran chalés en la zona de San Severiano y Bahía Blanca y que los edificios de gran porte hundidos fueron los dos centros asistenciales. Además, la factoría naval de Echevarrieta no tenía el calado, en cuanto a instalaciones, que después tuvo el Astillero de Cádiz. Hoy, una explosión como la de 1947 en el mismo lugar hubiera provocado unos datos materiales sustancialmente más elevados.
La economía de la ciudad se hundió. Muchas familias se quedaron sin vivienda, hasta el punto que se habilitaron casas en tiendas de campañas facilitadas por el ejército y, después, en baluartes de la ciudad. El Ministerio de la Vivienda tardó décadas en construir nuevas viviendas, así como el Ayuntamiento.
El Astilleros, pulmón económico de Cádiz, acabó siendo nacionalizado, mientras que el comercio y la hostelería tardaría una década en normalizar sus ingresos, hasta que ya en la década de los sesenta comenzó una recuperación global.
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