Invocación a Javier Marías
cile | homenaje
La terraza de la Casa de Iberoamérica acoge una lectura en recuerdo del desaparecido escritor
Lectura popular de la obra de Javier Marías, en la terraza de la Casa de Iberoamérica. Sol de justicia, algún problema de sonido, pero la parroquia es fiel y acude. Una cita en la que también estaba, por supuesto, la Asociación de Personas Lectoras, que recordó lo que nos queda cuando un autor que amamos se va: sus libros, sus muchas vidas, su visión de la vida, que es casi como seguir teniéndolo a él. Casi. Los últimos años se han enseñoreado a bocajarro, sin contemplaciones. En 2020, los lectores despedíamos a Marsé; a Almudena Grandes, un año después –tremenda orfandad la de quienes nunca seríamos, ni seremos, Reina–. En 2022, perdíamos a Javier Marías y a Domingo Villar –que planeaba vivir en Cádiz una vez los hijos se hubieran “ubicado”–. Y hace dos meses, a Alexis Ravelo. Qué pasmo.
Sentido y sentimiento. Leer ahora a Marías causa pellizco, uno descubre, porque es uno de esos autores que han sabido explicar magistralmente lo que late bajo la vida a través de los detalles. Capaz de reconciliarte, o de hacerte estremecer, con el día a día –como se recordó en una de las lecturas– con una simple bolsa de basura.
“Sólo el primer paso cuesta –decía el autor en Tomás Nevinson–. Quizá se podría decir eso de todo, o de la mayoría de los esfuerzos y de lo que se hace con desagrado o repugnancia o reservas, es muy poco lo que se acomete sin ninguna reserva, casi siempre hay algo que nos induce a no actuar y a no dar ese paso, a no salir de casa y no movernos, a no dirigirnos a nadie y a evitar que otros nos hablen, nos miren, nos digan”. Hay un anhelo, desarrollaba Marías, de ser “indetectables, invisibles, sin desprender calor, inaudibles, de desandar lo recorrido (...) Borrar todo huella que atestigüe nuestra existencia pasada y por desgracia aún presente y futura durante un tiempo. Y sin embargo no somos capaces de dar cumplimiento a ese anhelo, o lo son tan sólo los espíritus muy valientes y fuertes, casi inhumanos: los que no regresan”.
Y apunta, en Corazón tan blanco,Corazón tan blanco, “hasta las cosas más imborrables tienen una duración, como las que no dejan huella o ni siquiera suceden, y si estamos prevenidos y las anotamos o las grabamos o las filmamos, y nos llenamos de recordatorios e incluso tratamos de sustituir lo ocurrido por la mera constancia y registro y archivo de lo que ocurrió”.
Hay música de fondo, el ruido de las olas tapa el micro, llegan los gritos de los chavales que juegan al fútbol, un border collie pasea entre las butacas y al fondo, en la bruma de Santa María, se divisa lo que parecen pequeñas hormigas, disfrutando de la primera arena del año. El poniente pasa las páginas de las novelas de Marías, colocadas sobre una mesita: sus palabras revolotean en el aire, intentan colarse en la vida.
“Cuando alguien muere –dice en Los enamoramientos– pensamos que ya se ha hecho tarde para cualquier cosa, para todo —más aún para esperarlo—, y nos limitamos a darlo de baja. También a nuestros allegados, aunque nos cueste mucho más y los lloremos, y su imagen nos acompañe cuando caminamos por las calles y en casa, y creamos durante mucho tiempo que no vamos a acostumbrarnos. Pero desde el principio sabemos —desde que se nos mueren— que ya no debemos contar con ellos, ni siquiera para lo más nimio, para una llamada trivial o una pregunta tonta (’¿Me he dejado ahí las llaves del coche?’, ¿A qué hora salían hoy los niños?’), para nada. Nada es nada”.
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