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Es difícil acercarse a sus historias porque sus historias son complicadas. Pero resulta aún más duro contarlas, sobre todo por el hecho de haberlas vivido y de estarlas padeciendo en la actualidad. Todos superan el medio siglo de vida y tienen en la mirada un aura gris que no desaparece ni cuando una sonrisa se les escapa.
Nueve trabajadores, nueve relatos de un pasado en los astilleros abarrotado de anécdotas que se cruzan y se mezclan conformando una amalgama de recuerdos sin nombres ni apellidos, aunque los tienen: Manuel Blanco, Pedro Vidal, Francisco Alonso, Ángel Casas, Antonio Andrade, Juan Torres, José Muñoz, José Herrera y Rafael Pérez, este último fallecido, representado por su hijo Francisco. Ellos constituyen tan sólo un ejemplo de una realidad dilapidada por el paso del tiempo y el peso del olvido social.
Sin embargo, su memoria sigue intacta. "Las jornadas de aquella época eran interminables -explica Ángel Casas-, 18 horas trabajando y para descansar nos tapábamos con mantas de amianto, porque eran térmicas, para combatir el frío de la caldera". Porque durante años los trabajadores de los tres astilleros de la Bahía convivieron con este material y para muchos fue su instrumento de trabajo, el que manejaban y el que de hecho inhalaban esparcido en motas en el aire.
"No nos dábamos cuenta, pero al cortar las planchas de amianto un polvillo quedaba flotando y, poco a poco, como un veneno, se nos iba pegando a los pulmones", comenta por su parte José Herrera, un operario de la factoría isleña que está pasando por una depresión desde hace meses. Las secuelas, evidentemente, no son sólo físicas, para muchos de ellos la principal enfermedad reside en su cabeza, asumir que sólo por haber trabajado ahora pueden morir. "Me acuerdo de muchos compañeros que se han quedado en el camino, como nuestro amigo Joaquín, jefe de electricidad, que murió de pena", asegura Juan Torres, mando intermedio de un gremio -el de los electricistas- que sufre especialmente las secuelas del contacto. "Nosotros trabajábamos al lado de los que manejaban el amianto, e incluso cuando ellos ya estaban protegidos, no nos dieron nada porque no sabíamos del alcance ni la forma de contagio", comenta.
Y es que la falta de información constituye una de las principales críticas que realizan los trabajadores a la empresa, e incluso muchos de ellos se enteraron de la peligrosidad de su trabajo años después. Ilustrativo es el ejemplo que en este sentido expone Casas. "Recuerdo el día que me enteré, fue de lo más cómico, estaba leyendo el periódico y, de repente, me encontré un artículo en el que explicaban las consecuencias en la salud derivadas del contacto con el mineral. Me acuerdo de que miré a mi mujer y le dije: Isabel, esto que cuentan aquí lo he masticado yo". A este empleado se le cayó una plancha encima mientras trabajaba y estuvo escupiendo restos de amianto varios días. "Nunca imaginé lo peligroso que era, me acuerdo y alucino".
Otros tantos, sin embargo, se enteraron estando todavía en activo. Es el caso de Manuel Blanco, a quien se le detectó una patología relacionada con el amianto en 1986 y continuó trabajando años después. O el más reciente, procedente de una empresa auxiliar, Francisco Alonso, con un tumor pulmonar detectado en septiembre y ya en tratamiento de quimioterapia a la espera de la baja definitiva. Su caso tiene prioridad en las indemnizaciones del abogado norteamericano. Porque ésa es otra lucha, la del reconocimiento de sus enfermedades, la de la búsqueda de responsables a sus situaciones. La de la cura de su indignación.
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