Mar y cielo: historias de La Caleta
La nueva normalidad para los caleteros
El aforo limitado y los bañistas con mascarilla serán una vivencia más en la larga lista que reúne la playa viñera, pródiga en momentos entrañables y singulares
Otra vivencia más para La Caleta. Y más que vendrán, que por algo ha resistido tanto. Aforo limitado, distancias entre bañistas… impensable si se conoce bien a esta playa tan peculiar, tan de barrio, tan de Viña, con usuarios que heredan sus arenas. Tan familiar, entonces. Es lo que toca. Ahora la indumentaria oficial es gargajillos, Meyba y mascarilla. Metro y medio entre los mariscadores, ojo. Y entre jugadoras/es de lotería. ¿Podrán compartirse las viandas de los tapergüé? Parece que no. Filetes, aceitunas, tortilla, dulces… Cada uno con lo suyo, que el Covid es cosa seria.
Las llantas de rueda de camión quedan en el recuerdo. Prohibidos los flotadores de flamencos, las colchonetas de cocodrilos. Pasillo de seguridad ante la orilla y homenaje a andarines caleteros como Fernando Quiñones o Manolo Santander. Ni duchas ni lavapiés. Volvemos a llenar el cubo de agua salada y a enjuagarnos arriba. Vale también la botella de agua de litro.
Más historias que recopilar en un verano raro, raro, raro. ¿Qué me van a contar a mí?, preguntará la playa que ha rechazado asaltos, que tiene dos castillos (uno hembra, otro varón, Martínez Ares dixit) y ella, Santa Catalina, fue prisión militar hasta finales de los 80 y tuvo como huéspedes a golpistas del 23-F, ¡anda! Que tiene un faro y que tuvo un restaurante, El Arrecife, ¡sobre las rocas!, cuando estas barbaries ecológicas estaban permitidas. Que le clavaron un espigón en los 70, para uso de la Escuela de Náutica, y fue tumbado por las tres mil firmas de otros tantos gaditanos entregadas a la entonces Dirección General del Patrimonio Artístico, que ordenó el derribo de lo ya construido y el retorno a la imagen paradisíaca.
Nuevas anécdotas para una playa que quema caballas o las desangra, que las pesca o las guisa con fideos en el final del verano. Que inspira a un autor a sacar del paisaje quince piedras y a otro doce pescados piratas malditos por la lapa. Que tiene novio formal, Paco Alba, ¡ay las mojarritas que viven como reinas!, y amante, Antonio Martín, mar y cielo. Y los dos a pelear en los años 70, a ver quién la quería más. Con otros muchos poetas a la espera de que los dos flaqueasen. Amores platónicos de libreto.
Y recopilar sonidos. Alborotos infantiles de una peligrosa resbalaera y murmullos de admiración por saltos desde el Puente Canal o del mismo balneario con marea alta, con más de un trágico accidente. Megafonía del Club Caleta que clama contra los traviesos nenes, pocavergüen, que nadan hasta las barquillas. “Por favor, niños, bajarse de las embarcaciones”, frase legendaria a la que el ofuscado locutor añadió más de una vez, en su desesperación, una picardía de propina.
El altavoz, que tanto juego dio en las playas de Cádiz. Si una niña buscaba en la Victoria al chiquillo perdido de Don Romualdo, un personaje llamado Juan ‘Ardentía’ se venía arriba en La Caleta y alegraba las tardes del verano de 2009, siendo solo un socorrista. Frases que no estarán en los sobres de azúcar, aunque sí en el imaginario caletero. En el número 1 de la lista de éxitos, este ejemplar: “La Policía Local recuerda que está totalmente prohibida la práctica de juegos de pelota en esta playa. Comprarse un parchís”. Sanción al canto, relevo de sus funciones de animación... y salto a la fama, con dos presencias incluidas en el programa ‘Ratones coloraos’ de Jesús Quintero. El speaker de La Caleta forever.
Qué puede sorprender a una playa que hospeda a personas sin hogar y que tiene un puesto de chucherías bajo un balneario que ya no es balneario. Una playa con merienda programada a las seis cuando ese señor tan entrañable hacía sonar su campana. Era el momento de abrir paquetes de galletas o recuperar filetes empanados sobrantes del almuerzo. De ir al Club por café para llevar, incluso. Una playa que perdió su bandera azul en 1997 y la recuperó en 2006. Con dos regidores, uno al que vio crecer, El Kichi, y otro en la memoria, Manolo Cantero, conocido como el Alcalde de La Caleta, un rango propio para un reducto viñero. Ahora otro Manuel, De la Rosa, ejerce el cargo.
La Caleta de Macarty, de Alberto Muñoz confeccionando la caballa que arde, de Carapalo, de David Palomar. La playa en la que era posible que a un redactor de este Diario, el eterno Emilio López, volviendo de bañarse y todavía con agua por las rodillas, le entregase el presidente de una peña un saluda o nota de prensa sobre alguna actividad, que bien pudiera ser un torneo de dominó o un concurso de coplas antiguas. Un papel que, podemos jurar, podría llevar un encabezamiento tal que “con el ruego de su disfunción”, qué miedo, o uno peor, “con el ruego de su defunción”. Luego, Emilio procedía, como es normal, a su difusión. ¿Surrealista? No tanto como el trofeo de mus que se disputaba encima de una piedra, la Piera Cuadrá por más señas.
Ahora toca adaptarse y disfrutarla de otra manera. La Caleta en su nueva normalidad. Que ya Miguel vende sus latas fresquitas con su carro, mientras que los caleteros recuerdan a Antonio, su antecesor, muy querido por todos. Que ya Momi ha abierto la peña Juan Villar y muy cerca esperan los caleteros que monte su puestecito Pepe Modesto, o Pepe el Cortete.
Ahí la tienen, impávida y elegante. Así lleva miles de años, aunque muchos hayan descubierto ahora sus atardeceres.
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