Tribuna Económica
José Ignacio Castillo Manzano
La financiación autonómica, ¿Guadiana o Rubicón?
Extracto editorial
No hay nadie en Cádiz que no las conozca. La Petróleo (Cádiz, 1944) y La Salvaora (Cádiz, 1951), con artículo determinante delante del nombre, no han conocido en su vida otro estado que la libertad. No hay gaditano o gaditana que no las quiera, que no las admire, que no las respete y que no las sienta como patrimonio de la ciudad que cada año le canta a la libertad en Carnaval.
Son más famosas que la Constitución de La Pepa de 1812, época a la que hay que remontarse para explicar por qué en la ciudad en la que nacieron ambas, con siete años de diferencia, la libertad se respira con la misma intensidad que el salitre que te saluda en la cara nada más pisar el Puente de Carranza, uno de los que da acceso a la capital gaditana, el único hasta 2015, fecha en la que se inauguró el segundo puente que ha conseguido desatascar de tráfico a la entrada de la ciudad. La Petróleo y La Salvaora, nacidas en intramuros, “de Puerta Tierra p’adentro”, son libres porque sí, porque les da la gana, porque no han sabido ser otra cosa, porque sus madres las parieron así. No se entiende a la una sin la otra.
No responden a ningún tratado ideológico, ni son encasillables en ninguna ortodoxia, ni han militado en otra cosa que no sea su propia vida. Ni falta que les hace. Ni siquiera saben que han cambiado el mundo, el suyo y el nuestro. Son dos revolucionarias cotidianas, de diario, dos heroínas de la normalidad que han hecho de su sola existencia una bandera de libertad. Petróleo y Salvaora, uña y carne, se conocieron en el único bar donde recalaban los mariquitas de la bahía de Cádiz durante la tiniebla franquista. Las mujeres transexuales no nacen con 18 años. Ellas eran transexuales desde que nacieron, aunque, sin referentes, no sabían ponerle nombre a lo que les ocurría y pensaban que eran mariquitas.
Petróleo, con 19 años, vio entrar en el mítico Bar Constancia, situado en el barrio Santa María, a Salvaora, una criatura de 13 años con hechuras de marinero pero con andares y mirada de niña ávida de ser comprendida, de encontrar referentes, de socializar en ámbitos donde ser una más sin ser señalada y ponerle un poco de luz a la oscuridad de los años 60 y a su necesidad imperiosa de reivindicarse como mujer.
En el Bar Constancia, refugio de la disidencia sexual gaditana, se enamoraron por primera vez de los soldados, marineros y legionarios que iban a buscar en las luces de neón los placeres mundanos prohibidos por la moral ultracatólica de la dictadura. “Eran muy machos, muy varoniles; no eran homosexuales”, apostilla Salvaora, como en un intento de buscar la normalidad heteronormativa, dejando caer que a ella siempre le han gustado los hombres heterosexuales, como a las mujeres de toda la vida. Petróleo, a la que expulsaron de la escuela a los 10 años porque el maestro la pilló jugando a las casitas, y Salvaora firmaron en aquel bar de luces tenues de Cádiz una hermandad de por vida. Era el año 1963 cuando se hicieron amigas inseparables, hermanas, cómplices, compañeras de tablao, dúo musical, aliadas, confidentes, camaradas de hormonas y militantes de la libertad. La democracia ni se divisaba y España todavía se sacudía sus heridas del golpe de Estado fascista que acabó con la democracia en 1936, pero ellas ya vivían por encima de la libertad de un régimen franquista que castigaba la disidencia con prisión, tortura y exilio. Petróleo y Salvaora hicieron de la irreverencia su ideología, aunque estuviera prohibido.
Salvaora, peluquera de una familia humilde de tres hermanos e hija de una madre soltera que cosía para la calle, creció sin la protección y cariño de su padre, un médico cirujano de renombre que abandonó a su madre al quedar embarazada. En una España profundamente machista y patriarcal, quien vivió señalada fue la madre de Salvaora, por ser madre soltera, y no el padre que desatendió sus responsabilidades de crianza. Petróleo, también hija de una madre soltera, nació en una familia a la que no se le podía llamar ni sencilla, porque era pobre de solemnidad. En una habitación de 30 metros cuadrados, sin baño, creció entre literas la familia de Petróleo: su madre, sus tres hermanos y un tío. La dureza económica no sería impedimento para que las familias de Petróleo y Salvaora aceptaran a sus respectivas hijas. “Éramos muy femeninitas, yo me meneaba que parecía una hamaca”, dice Petróleo, con una sonora carcajada que bien podría ir dedicada a los miopes y estúpidos que la expulsaron de todos los colegios a los que la apuntó su madre y que no supieron ver que aquel “niño mariquita”, como la llamaban, al que condenaron al analfabetismo, no podía comportarse de otra manera que como lo que era, una mujer de los pies a la cabeza. Y desde que nació.
Desde aquel sábado de 1963 en el que se encontraron en el único bar de Cádiz donde se reunía la comunidad LGTB, Salvaora y Petróleo han sido inseparables: “Como hermanas”, aseguran Salvaora y sus enormes ojos azules que volvían locos a los hombres en sus años mozos. Aquel sábado en el que se encontraron les cambió la vida y también ellas cambiaron a la misma vida, haciéndola más amable, valiente, atrevida, multicolor y tierna. Por separado no podían, pero juntas hicieron una revolución sin bajas, sin tanques, sin fuerza bruta, sin heridos, sin muertos, sin partes de guerra, sin fosas comunes, sin ejército y sin armas de fuego.
Sólo necesitaron el amor, la ternura, el humor, la desobediencia y las ganas de ser libres para conquistar el derecho a su propia identidad. Antes de que tuviera lugar la efervescencia europea de Mayo del 68 y los disturbios de 1969 por la libertad sexual en el barrio neoyorquino de Stonewall, que inauguraron la lucha moderna por los derechos de las minorías sexuales, Petróleo y Salvaora ya desafiaban la normatividad presentándose a los concursos informales de reina del carnaval que se organizaban en los patios de vecinos del populoso barrio gaditano de La Viña, entre la complicidad de las vecinas que cantaban y el poderío intuitivo de la inteligencia popular andaluza.
Con que sólo un vecino hubiera llamado a la policía franquista, Salvaora y Petróleo podrían haber ido a dar con sus huesos a la cárcel como lo hicieron tantas y tantas mujeres transexuales; pero Cádiz fue, es y será siempre diferente. Jamás un vecino del barrio humilde y pescador de La Viña traicionó la libertad y se fue de la lengua a las autoridades franquistas de que, entre el gentío y la bulla popular de los patios de vecinos, se fomentaba que dos mujeres, oficialmente varones en el registro civil, se presentaran a tan ilustres certámenes que retaban, mediante la alegría, el desacato, la parodia y el bullicio, las estrecheces morales e hipocresía de un régimen que no sabía toda la potencia subversiva que tenían los trajes de volante y lunares, y las peinetas de Petróleo y Salvaora.
No es que ya nadie se chivara de que Salvaora y Petróleo andaban vestidas de mujer en la intimidad de los patios de las casas de vecinos de La Viña, el barrio carnavalero por excelencia que mira al Atlántico a través de la playa de La Caleta, es que fueron elegidas reinas del carnaval en más de una ocasión. Petróleo y Salvaora jamás han recibido un solo insulto de sus familias. Ni en los duros años de la dictadura ni en los años más blandos, si es que el fascismo español tuvo algún año blando. Ni siquiera les ha hecho falta adecuar su documento nacional de identidad al nombre social con el que se las conoce porque, en una sociedad tan comunitaria como la gaditana, no les hace falta ningún documento oficial para hacer saber que son dos mujeres de la misma robustez que la piedra ostionera con la que están construidas las casas humildes y sencillas del barrio, donde aprendieron a ser mujeres y a cantar y bailar de la mano de los gitanos gaditanos. “A nosotras nos enseñaron a bailar y cantar los gitanos de La Viña”, dice ufana Salvaora.
El único episodio negativo que dicen recordar le ocurrió a Petróleo en unos carnavales. Hubo muchos más episodios negativos, seguro, pero ellas han decidido sólo contar lo bueno y teatralizar su vida para sobrevivir. Petróleo iba vestida de mujer por la calle, con su meneo de cintura de hamaca, cuando un guardia civil la detuvo y la llevó a comisaría: “Me dijo que no volviera a vestirme de mujer, pero me dejó salir con la misma ropa con la que entré”, narra con una risa desternillante. “¿Sería carajote el gachón?”, prosigue Petróleo, quien en realidad, al igual que Salvaora, a pesar de su desenfado y sentido del humor, ha sufrido no poder ser ella misma hasta que murió el dictador. “Con el tito Paco vivo sólo nos vestíamos de mujer por la noche, para ir a trabajar a los espectáculos, pero cuando murió el feo ese nos vestíamos de mujer hasta para ir a comprar el pan”, señala Salvaora, quien, con su inseparable Petróleo, iba a las obras del puerto de Cádiz a buscar ladrillos para romperlos y maquillarse con el polvo rojizo que salí al estrellarlos contra el suelo. Y las uñas, como no podían comprarlas postizas, se las ponían con chicles estirados como si fuera plastilina. “Y quedábamos bien guapas, pisha”, dice Petróleo, meá de la risa.
Así, pintadas con el rojo de los ladrillos y con las uñas postizas de chicle, se contoneaban delante de los soldados, legionarios y marineros que paraban en el Bar Constancia, donde la luz baja les dejaba ser las mujeres que la dictadura no les permitía ser en la calle. “Yo en el franquismo vivía muy bien”, dice Petróleo delante de su hermana Encarnación, quien la corrige: “¿Cómo ibas a vivir bien si te robaron lo más preciado que tiene el ser humano, la libertad?”, le grita desde la otra punta del salón. Petróleo se queda pensativa, al borde de la tristeza, pero no se entretiene en esa búsqueda en el sufrimiento que le está recordando su hermana, con la que vive en un modesto piso del barrio de La Viña por el que pagan 137 euros de alquiler. Demelza, sobrina de Petróleo, confirma que su tía nunca ha contado lo malo que ha vivido: “Es como si no quisiera recordar para no sufrir”, reconoce.
La vida de Petróleo y Salvaora cambia radicalmente en el año 1977, en plena Transición, después de muchos años de cantar y bailar en salas de fiestas de provincias por cuatro perras gordas. Ya se han empezado a poner sus primeras hormonas, recetadas por un médico amigo que fue el cómplice de ambas en su camino hacia la conquista de la propia identidad. Viven como mujeres y sus nombres cada vez son más conocidos en los circuitos artísticos. Son respetadas, valoradas y las caderas se les van ensanchando y los pechos creciendo, como resultado de las hormonas que están transformando sus cuerpos en los de las mujeres que siempre quisieron ser, que son. Manuel Portela, representante de artistas gaditanos, una institución en el sector, les propone montar un cuadro flamenco. Nacen así Las Folclóricas Gaditanas, formado exclusivamente por mujeres transexuales y dos guitarristas gitanos. Una revolución de la que se hicieron eco todos los medios de comunicación gaditanos y de las ciudades a las que iban a actuar.
"Llenábamos todas las salas donde íbamos, éramos un escándalo”, afirma orgullosa Salvaora. Por cada noche de actuación ganaban 5.000 pesetas, una auténtica burrada en aquellos años en los que el sueldo mínimo profesional era de 13.200 pesetas. Tal fue el éxito que Salvaora cerró su peluquería, oficio que había estado compaginando hasta el momento con las actuaciones de poca monta que les iban saliendo por las salas de fiesta de la provincia.
Con Las Folclóricas Gaditanas estuvieron en Madrid, País Vasco, Cataluña, Valencia, Extremadura y en todas las provincias andaluzas. A diferencia de otras artistas transexuales, que imitaban y cantaban en playback, Petróleo y Salvaora lo hacían a viva voz con canciones de Lola Flores, Marifé de Triana, Juanita Reina y todas las grandes de la copla andaluza. “Ponlo ahí, ponlo, pon que nosotras cantábamos con esto”, me sugiere Salvaora, llevándose la palma de su mano a la garganta.
Ganan mucho dinero, muchísimo, y son admiradas y aplaudidas allí donde van. Salvaora se administra mejor y se compra algunas propiedades, Petróleo se lo va gastando tal como lo va ganando. “Yo era más loca que la Salvaora”, dice, sin parar de morirse de la risa. Salvaora hoy vive holgada, Petróleo se las ve y se las desea para llegar a fin de mes con la pensión mínima que recibe.
Lejos de arrepentirse, Petróleo se muestra orgullosa de la administración que ha hecho del dinero que ganó: “A mi familia no le faltaba de nada, que habíamos pasado muchas calamidades”, espeta en el salón de casa, entre el ruido de los platos y vasos de la comida que está recogiendo su hermana. En 1978 estamos ya en democracia o, mejor dicho, en los primeros años de la entrada a una democracia en la que la ultraderecha seguía agrediendo a mujeres transexuales por la calle y estas seguían siendo expulsadas de casa y de los colegios por no adaptarse a la normatividad imperante. La democracia había llegado, pero el único trabajo posible para las mujeres transexuales era el espectáculo o la prostitución.
El éxito artístico de Petróleo y Salvaora con el cuadro flamenco Las Folclóricas Gaditanas eleva sus vuelos. En el año 1986 firman un contrato de auténticas estrellas de la copla que las lleva a estar más de dos años en Miami. De cobrar 5.000 pesetas pasan a cobrar 12.000 por cada noche de actuación en Estados Unidos. Lo que ganaba un peón de albañil en un mes, 20.800 pesetas, ellas lo ganaban en dos noches. En una semana, Petróleo y Salvaora ganan más de lo que ingresaba por su salario un directivo de banca en un mes. Actúan todas las noches en una sala de fiestas a la que acude la colonia cubana exiliada de Fidel Castro, que quedan embobados con el arte de las gaditanas. Ambas se enamoran de un cubano, cada una del suyo, con quienes viven el amor de una manera normalizada como no lo habían podido hacer en España. Sin embargo, el amor no las ciega. Salvaora y Petróleo dejan a los novios cuando se acaba el contrato y regresan a Andalucía. El amor por su Cádiz era más fuerte que el amor cubano. La noche más memorable de todas las que pasaron en Miami fue la que acudió a verlas la mismísima Lola Flores, que andaba de gira por Estados Unidos y le habían hablado de dos gaditanas que llenaban día sí y día también la sala de fiestas. La jerezana universal se quedó tan maravillada de Salvaora y Petróleo que se acercó a los camerinos a saludarlas al terminar la función.
Allí nació una amistad que se fortificó al día siguiente en el hotel donde estaba hospedada Lola Flores, con un puchero de dimensiones astronómicas de berza gitana, un potaje típico de Cádiz que revive a los muertos, que cocinó Petróleo y para el que buscaron todos los avíos por los supermercados de Miami. Petróleo pasó toda la noche cocinando el potaje en su casa y lo llevó en un coche al día siguiente al hotel en el que se hospedaba la Faraona. Allí, en la habitación de Lola Flores, se jartaron de berza gitana, cantaron, bailaron y hablaron de Andalucía. Los ardores del potaje les duraron una semana. “Qué ardentías tuve, pisha”, rememora Petróleo.
Mientras el franquismo había usado la cultura popular andaluza para convertirla en la identidad oficial del régimen –consiguiendo con ello que los antifranquistas la odiaran porque la relacionaban directamente con el dictador–, Petróleo y Salvaora la usaron para darle un nuevo significado. Se valieron de la cultura popular andaluza, y de sus símbolos, para luchar a su manera contra el franquismo, resignificando las peinetas, los trajes de gitana, los abanicos y los lunares; de una brutal inteligencia intuitiva que no se ha estudiado lo suficiente en las facultades de Antropología.
Que el franquismo fue derrotado, y que Petróleo y Salvaora han ganado y conquistado la libertad, y el respeto y el cariño de todos los que las conocen, quedó plasmado en un pleno extraordinario convocado por el alcalde de Cádiz, José María González Kichi, en junio de 2016, para homenajear y dignificar a estas dos mujeres que tanto han luchado para poder ser quienes son. “Fue una de las cosas más bonitas que me han hecho en la vida”, dice Petróleo sobre el acto de justicia poética que toda la ciudad, a través de su alcalde, aplaudió y les dijo que su lucha por la libertad sí había servido, que su valentía había abierto las puertas para las nuevas generaciones, que su ciudad estaba en deuda con ellas y que hoy somos un país más libre gracias a su arrojo y su militancia cotidiana en la causa de la libertad.
La prueba de que las vidas de Salvaora y Petróleo han merecido ser vividas es andar con ellas por las calles de Cádiz, preguntar a sus vecinos y no encontrar a nadie que hable mal de ellas. Nadie es nadie. A sus 73 y 67 años, respectivamente, Petróleo y Salvaora no tienen intención de someterse a un proceso en el que las tratan como enfermas psiquiátricas para modificar sus documentos nacionales de identidad en virtud de la ley registral de 2007, que fue un avance en su momento, pero que hoy patologiza las identidades trans al obligar a estas personas a mostrar un informe psiquiátrico alegando que no están locas para poder modificar su nombre en el registro civil. Quizá la intención de la ley fue buena, pero el resultado es que ha postergado la discriminación contra las personas transexuales porque no las hace dueñas de su destino, sino que es un psicólogo o un psiquiatra quien tutela y les dice si son mujeres o no. Salvaora y Petróleo no necesitan cambiarse el nombre del DNI porque viven en una ciudad de dimensiones humanas, donde son toda una institución. Pocos gaditanos y gaditanas pueden presumir de haber sido carne de letra de carnaval desde el cariño y el respeto. Ellas dos lo han sido muchas veces, siempre como banderas de libertad y valentía.
Si nacieran ahora, ambas aseguran que volverían a recorrer el mismo camino que han andado y a las dos les gustaría nacer en los mismos cuerpos en los que nacieron. O bueno, igual, igual, tampoco: “Yo me operaría, me pondría más exótica”, se explica Petróleo con una ternura que dan ganas de abrazarla y no soltarla. Salvaora y Petróleo son dos mujeres muy sencillas, pero han conseguido abrir las puertas de la libertad para ellas y para todas las generaciones que vengan detrás. Salvaora y Petróleo son dos revolucionarias de la normalidad, de los afectos, del amor, de la libertad, de la camaradería, de la guasa gaditana y de la inteligencia intuitiva de las clases populares andaluzas, que no necesitan libros de instrucciones ni discursos elaborados para conquistar la libertad. Volverían a hacer dos, tres y hasta cuatro transiciones si al final del camino el premio es el reconocimiento social que han conquistado siendo ellas mismas, sin más banderas que su propia existencia.
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