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El blanco de la Sierra no siempre es nieve

Las antiguas salinas romanas de Iptuci, en Prado del Rey, siguen en producción y se pueden visitar

José Antonio García Bazán recoge sal virgen con el rastrillo en las salinas romanas de Iptuci, en medio de la Sierra gaditana. / Reportaje Gráfico: Ramón Aguilar
M. Muñoz Fossati

19 de agosto 2018 - 01:32

CÁDIZ/De un charquito apenas visible en la inmensidad de la Sierra gaditana brota a borbotones un agua de color rojizo. De la tierra sale como un hervidero variable en intensidad de burbujas y ondas, que se va convirtiendo en reguero que llena unos estanques, que luego se convierte en corriente, que se calienta en otros estanques, de los que sale para descansar en unos compartimentos estancos en los que aquel líquido de color cobrizo termina siendo blanca sal. Como una miniatura del paisaje de la Bahía pero en Prado del Rey, y rodeada de encinas, acebuches y montañas en lugar de los planos y brillantes esteros. En los llanos, y mientras se remonta hasta el manantial, el suelo aparece blanco, pero no es nieve.

José Antonio García Bazán tiene 33 años y es el propietario de las Salinas Romanas Iptuci. En realidad, cuando él se hizo cargo de esto, una vez que sucedió a su tío, la explotación era conocida como las salinas de Raimundo, llamadas así aunque su tatarabuelo, que fue el primero de la familia que se dedicó a esto, se llamaba Gregorio. "Cosas de Prado del Rey, cualquiera sabe; a mí mismo, que me llamo José Antonio, todo el mundo me llama Salvaorito porque mi padre se llama Salvador", dice divertido el actual responsable de que ese tesoro de la arqueología industrial que son las salinas romanas vuelvan a estar en máxima producción, como debieron estarlo hace milenios.

Todo es tradicional, la herramiento más moderna que tenemos es el carrillo de mano"

"Un tío mío tenía la salina, con una producción casi testimonial, un poco por hobby, porque él era panadero. Yo la cogí, y de unos 800 sacos que sacaba, ahora yo hago unos 24.000. Estaban al 15% y ahora podemos decir que trabajan ya a casi el 98%". José Antonio data la antigüedad de la salina en "unos 3.500 años, porque en realidad no son romanas, sino fenicias", aunque es verdad que ha habido épocas de altibajos en cuanto a su explotación. Él le cambió el nombre, y le puso Salinas Romanas Iptuci, que es la denominación del asentamiento de época latina cuyos restos están en un cerro aledaño. "Me pareció extraordinario el vínculo histórico".

Él es en realidad cocinero, formado en la escuela de hostelería de San Roque, así que no le queda del todo extraño este mundo. "Yo cogí las riendas casi sin pensarlo, pero la verdad es que me propuse el proyecto para restaurarlas, obtuve fondos europeos para ello... y así llevamos ya 12 años", explica. Su experiencia gastronómica le ha servido para ampliar su interés y para dar a conocer mejor su trabajo. "Una de mis actividades consiste en hacer catas de sal, y a través de las diferentes recetas explicar el uso de los distintos tipos de sales que tenemos aquí".

José Antonio recibe visitas en su salina durante el verano a lo largo de todo el día, y explica mucho mejor todo el proceso mientras los visitantes recorren la instalación. Desde aquel manantial burbujeante, va bajando por un pequeño sendero como nevado de sal. "Aquí la salinidad del agua que brota es de un 35%, mucho más elevada que la de las salinas marinas", cuenta mientras invita al periodista a introducir el dedo en el líquido y probarlo. No es que el agua sea salada en su origen, sino que la veta pasa a través de minerales de sal antes de salir.

Al dejar su trabajo de cocinero, la vida le cambió "por completo". "Pero para bien -confiesa-, antes con la hostelería el trabajo se paraba mucho en invierno. Ahora veo que estamos llegando a un buen puerto con la salina, y es sobre todo una gran satisfacción que la gente te reconozca el trabajo bien hecho, que el cliente esté satisfecho... ¿que si da para vivir? Sí, hombre, aquí con poquito se vive muy bien. Y después está eso de que en los restaurantes de alta cocina hablen bien de tu sal, que la sal sea tema de conversación en un restaurante como el vino, que Martín Berasategui y otros muchos sean tus clientes...".

José Antonio presume de que la sal que produce su explotación es totalmente virgen, natural. "Aquí todo se hace de manera natural y el producto se vende sin adulterar, al modo tradicional. Siempre digo que la herramienta más moderna que tenemos aquí es el carrillo de mano". Es un espectáculo antiguo, puesto que los tres tipos que comercializa su negocio son recogidos de una manera artesanal: la sal virgen, de la que extrae entre 300 y 400 toneladas por temporada, se recoge con un rastrillo; las escamas de sal "grandes como piedras", se sacan con una espumadera, y la flor de sal, con un colador grande.

Todas estas explicaciones se las cuenta mientras pasea José Antonio García de la misma manera a los numerosos visitantes que recibe su instalación, la inmensa mayoría de los cuales son extranjeros. También organiza cenas en verano, en las que busca maridar y explicar los diferentes tipos de sal; y son un éxito por cierto.

Los visitantes comienzan su recorrido en la parte más alta, en ese salidero burbujeante del Arroyo Salado, donde comienzan también las explicaciones de José Antonio, y donde cuenta cómo lo primero que tuvo que hacer fue limpiar la instalación, y restaurar los fondos de piedra de los estanques, que siguen siendo los originales. Un mirador permite apreciar la situación singular de las salinas.

El agua que surge del suelo es en su origen dulce, pero el paso por piedra con alto contenido en sal la convierte en lo que es. Ese reguero rojo por su alto contenido en hierro hay que domesticarlo en tres balsas en los que se va depositando todo el metal. De ellos sale un estrecho acueducto que José Antonio restaura poco a poco a poco, y que conduce el líquido hasta otras tres balsas más abajo, los denominados calentadores, en los que el agua sube la temperatura a la vez que se le rebaja un poco la alta salinidad.

El proceso es sencillo y casi tan antiguo como el hombre. A base de pequeños meandros artificiales, el estrecho riachuelo acaba en los cristalizadores, los pequeños compartimentos en los que, sin intervención divina, el sol (que en verdad sí es un dios) produce el milagro de la evaporación y por consecuencia, la conversión del agua en sal. Ahí empiezan a aparecer las escamas, de moda en la alta cocina, pegadas a los bordes; la flor de sal, como un velo que se produce en superficie a la caída del sol; y la sal virgen, que es la tradicional. Milagros comunes junto al mar, más extraordinarios aún en la Sierra.

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