Los antiguos Cines Públicos de verano

historia

Al cineasta gaditano Julio Diamante, in memoriam

En 1908 el Ayuntamiento sacó a concurso el primer cinematógrafo en San Antonio

Cine público en la plaza de San Antonio (caseta del proyector).
Cine público en la plaza de San Antonio (caseta del proyector).
Rafael Garófano - Historiador

16 de agosto 2020 - 07:00

Durante los primeros años tras la llegada del cinematógrafo a Cádiz, la escasez de peliculitas hacía que este espectáculo, tanto en los teatros de la ciudad como en los barracones que exprofeso se montaban, durase solo el tiempo que se tardara en exhibir las cintas que hubiese traído el empresario. Siendo uno de los alicientes en aquellos primeros años si el proyector era mejor, tenía más potencia de luz o vibraba menos que los ya conocidos.

Pero el cinematógrafo, en aquella sociedad de espectáculos en vivo y en directo (de teatro, variedades y circo), era tan diferente, cautivador, moderno, popular y barato, que el hecho de que fuese cine mudo y las peliculitas durasen menos de cinco minutos, no le restaba atractivo y, por tanto, rentabilidad económica. Algo que pronto se captó también por las instituciones y los Ayuntamientos, llevándoles a actuar en consecuencia.

En el verano de 1908, como ya había una producción cinematográfica suficiente para mantener activo un cinematógrafo durante muchos días, el Ayuntamiento de Cádiz sacó a concurso el montaje en la plaza de la Constitución (actual de San Antonio) de un Cinematógrafo Público, vinculando dicha concesión a la participación del Asilo de la Infancia y Casa de Maternidad en los beneficios económicos de dicha actividad (ya que, desde antes, el Asilo tenía la concesión municipal exclusiva de las "sillas de pago" en la vía pública, para financiar su mantenimiento). Limitándose el concesionario a poner en la plaza una cuerda sobre soportes delimitando el perímetro, unas berlingas en las que amarrar una pantalla de tela, una pequeña caseta de madera para el proyector y traer buenas películas (considerándose como tales aquellas que tuviesen "escenarios naturales, tramas novelescas y actores conocidos").

La caseta del proyector se puso próxima a la calle Ancha, la zona delimitada fue la más cercana a la iglesia de San Antonio y la pantalla se situó en mitad del perímetro, con lo que la distribución de las sillas se hizo por delante y por detrás de la pantalla (400 por cada lado). Ello tenía la ventaja de disminuir la distancia entre la lámpara del proyector (de poca potencia) y la pantalla transparente, cuyas imágenes los espectadores de detrás veían en sentido inverso (de derecha a izquierda), algo que se convertía en un inconveniente cuando aparecían los textos en las películas, pero asunto menor dado el número de espectadores que sabían leer. El tique por silla fue inicialmente de 15 céntimos, de los que 5 correspondían al Asilo.

Ni que decir tiene que alrededor de la cuerda se concentraban muchísimas personas pobres para ver gratuitamente "los cuadros", evitando el concesionario que se sentaran en el suelo regándolo convenientemente antes de las sesiones. Aunque lo que no podían evitarse eran los "olores a humanidad", los comentarios en alta voz, los gritos de los niños, los pregones de los vendedores ambulantes, las discusiones y las reyertas, a lo que, en ocasiones especiales, se sumó una banda de música militar acompañando (por decir algo) las imágenes que se proyectaban.

Comentaba el cronista Bartolomé Llompart que cuando la proyección se retardaba del público salía unánime el grito "échalo Mateo", dirigido al proyectista, y cuando se repetían las peliculitas que se proyectaban (algo frecuente), el público, de delante y de detrás de la pantalla, gritaba a coro y por turno, "esa ya la he visto", "y yo también". Todo tenía ruidos y voces en aquel Cinematógrafo Público, menos las imágenes de la pantalla.

La localización de la plaza fue un acierto (cerca del Casino, feudo burgués) ya que, teniéndose asegurada la masiva presencia popular, se consiguió también la asistencia de las "familias conocidas". El éxito de público fue diario y constante, no importando los títulos de "los cuadros" que se proyectaran y convirtiéndose en rutina sin competencia al final del día. Lo que no significa que no hubiese críticas en algunos periódicos, fundamentalmente por aquel "amasijo social" y por los perjuicios que aquellas escenas, "tan frívolas como fantasiosas, podían causar en personas inmaduras, simples y sin formación". Aunque el Ayuntamiento, teniendo como tenía su concesión el componente benéfico, podía defender perfectamente su causa, incluso ante las reticencias eclesiásticas.

La proximidad de la iglesia de San Antonio, en ocasiones, planteaba el problema de la salida urgente del Viático para los moribundos (siempre inoportunos), momentos en los que se interrumpía la proyección, se encendían las farolas de la plaza y se esperaba en silencio (ahora sí, generalizado) a que la berlina en la que se montaba el cura se perdiera por una de las esquinas de la plaza.

En los veranos que siguieron no solo se siguió montando este Cinematógrafo Público sino que, dado su desbordante éxito y tras ampliar a 1.000 el número de sillas, el Ayuntamiento sacó a concurso la instalación de un segundo Cinematógrafo, primero en la parcela anterior al mercado de La Libertad (donde después se construiría el edificio de Correos) y a partir del verano de 1916 en la plaza de Isabel II (actual de San Juan de Dios). Un segundo Cinematógrafo Público, con un recinto acordonado entre el monumento a Moret y la fachada del Ayuntamiento, con la cabina de proyección tras el monumento y la pantalla en la mitad del recinto, que, desde el principio, fue un cine de segunda categoría, menor nivel social y precio más económico.

El programa de cada sesión (a las 9,30 y a las 10,45 de la noche) se componía de seis títulos, incluyendo alguna película de serie, por capítulos, además de un generoso descanso intermedio. En aquellos años estas películas de serie estaban "de moda" por necesidad, ya que, por una parte, a los espectadores les gustaba implicarse en largas historias, con variados personajes y sucesos (que, en ocasiones, se publicaban en los periódicos como novelitas complementarias a las proyecciones) pero, por otra, estaba la limitación técnica de tener que trabajar con rollos de película muy pequeños.

Planteándose y posteriormente resolviéndose, a partir del verano de 1923, que siendo el mismo concesionario de ambos cines (D. Antonio de la Torre) las películas nunca se repitiesen y el programa que se daba una noche en Constitución se diera al día siguiente en Isabel II. Acordándose además, como mejora del programa, que cada noche se proyectaran dos episodios de las películas de serie, posibilitando ver largas historias en la mitad de tiempo. Con ello se justificó la subida del precio de las sillas a 30 céntimos, aunque se mantuvo el de 20 céntimos para las sillas de la plaza de Isabel II, ahora también con la función de cine de repesca de los capítulos de las series no vistos en Constitución.

El atractivo nocturno de estas plazas con cinematógrafo era tal que el resto de la ciudad quedaba prácticamente desierto, surgiendo reclamaciones de comerciantes y hosteleros de otras zonas, protestando por la situación unas veces y asociándose otras para reclamar la instalación de otros Cines Públicos cercanos a sus establecimientos. Aunque, al parecer, ya la oferta estaba ajustada a la demanda y dichas iniciativas no prosperaron.

Así se mantuvieron las cosas hasta 1928, cuando los Cinematógrafos Públicos, por causas no esclarecidas, empezaron a perder atractivo social (posiblemente por continuar los teatros con programaciones cinematográficas de mejor nivel durante el verano), lo que motivó el traslado del Cinematógrafo de la plaza de la Constitución a la plaza de Méndez Núñez (actual del Mentidero), manteniéndose el de la plaza de Isabel II, para al año siguiente, 1929, pasar a montarse uno en la plaza de Guerra Jiménez, ante el mercado, y el otro en la plaza de la Merced, en el barrio de Santa María.

En estas circunstancias la Junta del Asilo, para intentar reflotar la actividad que tantos ingresos le reportaba, adquirió dos modernos y potentes proyectores, pero en Cádiz ya se hablaba de que había películas que hablaban y que pronto sus voces llegaría a los teatros de la ciudad, lo que por primera vez sucedió en el Gran Teatro Falla el 23 de mayo de 1931.

A partir de entonces se solaparon dos coyunturas que afectaron a los Cines Públicos, por una parte la llegada del régimen republicano y, por otra, la necesidad de modernizar los equipos para ofrecer cine sonoro.

En el verano de 1932 el Ayuntamiento republicano de Cádiz manifestó que impulsaría los Cines públicos, "que han llegado a ser una necesidad de nuestra población durante la temporada veraniega", algo que realizó, mediante la Sociedad Gaditana de Fomento, montando Cines Públicos en las plazas de la Constitución, de la República (San Juan de Dios), de Edison (de la Merced) y de Rafael Guillén (de la Virreina), "para que este esparcimiento llegue también a barradas obreras". Actuación que se complementó, para participar directamente del "festín" que se veía venir con el cine sonoro, con la construcción en la plaza del Palillero del Cine Municipal, inaugurado el 15 de octubre de 1932.

En 1936 el Ayuntamiento izquierdista cedió la gestión de los Cines Públicos a la llamada Federación Provincial de Espectáculos Públicos, una organización obrera sin fin de lucro que manifestó "no saber ni entender de negocios", que junto a la prestación del servicio lo mejor posible, con nuevos equipos sonoros, pretendía crear puestos de trabajo y una mutualidad de ayuda a personas mayores. Esto, unido a poner los precios "lo más bajo posible" y ofrecer los jueves sesiones infantiles gratuitas a los hijos de los trabajadores. Todo lo cual quedó abruptamente interrumpido el 18 de julio con el alzamiento militar y el comienzo de la guerra civil.

Posteriormente habría que esperar al verano de 1943 para que el Ayuntamiento concediera la instalación del Cine Terraza en la plaza de Guerra Jiménez (a la derecha del edificio de Correos) y del Cine La Bombilla (el primero instalado en un espacio que no fuese público), en un amplio patio de manzana con entrada por la calle Libertad, nº 15, junto al mercado. La palabra "público" desapareció, pero la gente, en unas circunstancias sociales muy duras, necesitaba las películas a bajo precio para soñar despiertos al aire libre, y la historia de los cines de verano continuó.

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