Las dos caras de Falla
75 aniversario de la muerte de Manuel de Falla
Una breve guía para conocer y profundizar en la música del genial compositor gaditano
Si obviamos sus años de formación madrileña, cuando dejó infinidad de partituras para piano, camerísticas, vocales y teatrales (que se sepa colaboró hasta en cinco zarzuelas, hoy perdidas), la obra de Manuel de Falla es escasa pero toda ella exquisita, una colección de gemas engarzadas que constituyen uno de los legados más formidables de la cultura española del siglo XX.
Aunque sus piezas más populares lo vinculan con el españolismo (que en música es casi lo mismo que decir andalucismo) hay muchos Fallas en Falla, pero sobre todo hay dos. El primero, nacido sin duda de sus contactos en Madrid, muy especialmente la amistad trabada con Felipe Pedrell en 1901, es por supuesto el del nacionalismo español, que luego quedaría matizado por su estancia de siete años en París. De ese primer estilo de Falla nacen sus obras más conocidas e internacionalmente aplaudidas. El segundo es el que emerge en los años 20 y que trae una depuradísima esencialidad cercana al neoclasicismo stravinskiano. Entre ambos Fallas hay por supuesto puentes y elementos comunes, pero al oído la distancia es notable. Si fuera posible coger a un aficionado que no supiera absolutamente nada del compositor y le hiciéramos escuchar la jota que cierra El sombrero de tres picos seguida inmediatamente del ‘Pregón’ que abre El retablo de Maese Pedro, sería casi imposible que pensara que se trata de dos obras del mismo autor separadas por poco más de un año de distancia.
La forma más simple de entrar en el universo de Falla es por supuesto a través de sus más celebradas composiciones de corte nacionalista. Para cuando en abril de 1915 se estrena en el Teatro Lara de Madrid la primera versión de El amor brujo, una gitanería nacida a partir de un encargo de Pastora Imperio, el compositor había dado ya algunas claves de su acercamiento a la música popular: “Pienso modestamente que en el canto popular importa más el espíritu que la letra. El ritmo, la modalidad y los intervalos melódicos que determinan sus ondulaciones y cadencias constituyen lo esencial de esos cantos”. En las Siete canciones populares españolas que trae terminadas de París en 1914, estas ideas tienen su primera plasmación en el terreno de la música vocal.
El fracaso en la presentación de El amor brujo llevaría a Falla a revisar su partitura al menos en un par de ocasiones y a ofrecerla en forma de ballet de manera tardía, en 1925, cuando su estilo transitaba ya por otros derroteros. Aunque Falla afirma que la obra está asentada sobre ideas de carácter popular y que quiso vivirla “en gitano”, es un error considerar El amor brujo una pieza derivada del flamenco. Su orquestación es clásica y sus canciones están escritas originalmente para una mezzosoprano, aunque pueden adaptarse admirablemente a voces flamencas, como Rocío Jurado, Ginesa Ortega, Esperanza Fernández o Estrella Morente han demostrado de sobra.
El mayor éxito españolista de Falla fue, en cualquier caso, El sombrero de tres picos, una obra que siguió más o menos el mismo camino que la otra. Nacida como una pantomima, el interés de Diáguilev acabó por convertirla en un ballet que se estrenó con una acogida espectacular en el Teatro Alhambra de Londres en 1921. El dominio sobre la orquesta del compositor es ya aquí excepcional, pero la brillantez de la partitura se asienta aún en el recurso a los ritmos populares.
Mas no puede olvidarse que Falla era un gran pianista, y el piano no podía estar ausente en su interés por el folclore nacional. Así que después de las Canciones y las dos grandes obras escénicas, convendría profundizar en el compositor a través de sus Cuatro piezas españolas, estrenadas en París en 1909, pero concebidas y esbozadas en Madrid tres años antes. Donde la estancia parisina del compositor se hace notar sin discusión es en Las noches en los jardines de España, un tríptico para piano y orquesta que elude el título y los elementos más característicos del género del concierto. “En lo que hace a mi oficio, mi patria es París” dejó dicho el músico. El estímulo que para él supuso el contacto directo con Dukas, Debussy, Ravel, Stravinski o sus compatriotas Albéniz, Turina y Viñes en la capital francesa es imposible de exagerar y se aprecia en esta obra con claridad. En las Noches hay perfumes andaluces, pero líneas de inspiración impresionistas. El recorrido por este mundo tiene que concluir sin duda con la Fantasía Baetica, obra de 1919, compleja, desgarrada, abrupta, no sencilla de escuchar, pero imprescindible para un correcto entendimiento de la evolución del músico.
Yo recomendaría luego dejarse llevar por el Homenaje pour ‘Le tombeau de Claude Debussy’, en su versión original para guitarra (la única obra para guitarra sola del músico), una pieza de 1920 en la que, aun recurriendo a un ritmo de habanera y dejando visible la huella francesa, se aprecia ya una desnudez que será característica del segundo estilo del compositor. Aún faltaría por llegar el multitudinario estreno londinense de El sombrero de tres picos, que sirve como demostración de la ética artística de Falla. El éxito fue tan descomunal que el gaditano podría haber seguido componiendo en ese estilo toda su vida para convertirse en una venerada (y adinerada) figura internacional, pero él pensaba honestamente que esa línea de su carrera estaba agotada y que después de ahondar en las raíces del folclore español había que profundizar en el Siglo de Oro, que servirá ahora como motivo de inspiración en los temas y hasta en los motivos melódicos.
En 1923, en el Teatro San Fernando de Sevilla se estrena El retablo de Maese Pedro, y cualquier oído avezado se dio cuenta de que el Falla andalucista se había vuelto castellanista. Lo que antes era exuberancia y delirio rítmico ahora es contención, austeridad, esencialidad. El tema cervantino le inspira al gaditano una música que se enraíza en la tradición más noble de la cultura española. En aquel tiempo trabajaba ya en el encargo que le había hecho Wanda Landowska de una obra para clave. El resultado es el soberbio Concierto para clave y cinco instrumentos, que parte de la música de los cancioneros del tiempo de los Reyes Católicos y del barroco scarlattiano, pero se acompasa admirablemente con la adusta y precisa sobriedad de su nuevo estilo. Música de una exquisita frugalidad que es la que envuelve también dos piezas breves, poco conocidas, pero que completarán mi recorrido por el músico: Psyché, una canción refinada llena de referencias simbolistas, que remiten a Debussy, exactamente igual que el Soneto a Córdoba, obra de 1927 en la que el piano acompañante puede ser sustituido por un arpa y cuyo estilo declamatorio, si se quiere un punto hierático, es tan moderno y augusto como el que aquel mismo año Stravinski usaba en su Oedipus Rex. Esa es la medida.
Por entonces, Falla experimentaba ya con su utópica Atlántida, obra fallida porque nunca la terminó y porque en su desmesura desborda el espíritu ascético y callado del músico.
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