Una casa que bien merece ser vivida
San josé-Ancha
En esta finca burguesa del siglo XIX se conjuga lo clásico con lo moderno y se reservan espacios para la comodidad
Cádiz. Confluencia de las calles Ancha y San José. En esa esquina comenzó a edificarse en 1864 una casa burguesa de cuatro plantas. La construcción adquirió la categoría de vivienda cuatro años más tarde, en 1868. Basta con acceder al patio de entrada del inmueble para obtener tal información. Allí, en la pared situada frente al umbral y junto a dos hermosos arcos, se lee: 'Se empezó esta obra el 22 de octubre de 1864'. 'Se concluyó el 28 de febrero de 1868'.
A estas fechas, los actuales propietarios del inmueble, el matrimonio formado por el médico analista Fernando Delgado Lallemand y Susi Cigüela, suman otra: el 22 de diciembre de 2007. Ése fue el día que cerraron tras de sí la puerta del palacio de Veedor, donde residían, para comenzar una nueva vida en el número 9 duplicado de San José.
Dos bellas esculturas femeninas de mármol del siglo XIX y procedentes de Italia custodian la señorial puerta de entrada. Buen preludio.
Nos recibe la sonrisa de Susi Cigüela, quien nos da vía libre para fisgar en su hogar. Un hogar "totalmente conservado", en el que se ha respetado "absolutamente todo". "No hemos sustituido ni una sola puerta, sino que hemos optado por reformar todo aquello que lo requería, aunque esta opción nos haya salido más cara", vuelve a sonreír.
En ese patio recibidor recubierto de mármol, la mirada se vuelve contemplativa ante una escultura. La obra, una copia de la composición mitológica Las Tres Gracias, del escultor italiano Antonio Canova, se compone de tres figuras que encarnan y representan el desnudo femenino. "La compramos en el Rastro de Madrid hace ya muchos, muchos años", aporta la aragonesa afincada en Cádiz mientras una de sus manos se pasea por el cuerpo de una de las diosas.
La mesa que sirve de pedestal a Las Tres Gracias es del siglo XIX, así como los 15 abanicos desplegados que se reparten entre dos vitrinas empotradas en la pared. "Me gusta que exista una armonía entre la casa y los objetos que la decoran, pero no me gustan los museítos dentro de las casas. Las casas hay que vivirlas, uno debe sentirse cómodo en su propio hogar", expone la anfitriona.
Una silla de un vivo color rojo acapara nuestra atención. Es una silla de finales del siglo XVIII que durante muchos años propició descanso en un palacio de Sevilla. En ese patio también cuelgan dos pinturas paisajísticas de estilo romántico de "un gran valor familiar" para su propietaria.
Escudriñada ya la planta de acceso a la finca, toca continuar el recorrido por las plantas superiores. El ascenso al primer piso se puede hacer por la conservada escalera que se levanta majestuosa en el lateral derecho del patio o bien, por el moderno elevador que se esconde tras una puerta de dos hojas con cristales al ácido, y cuya apertura Susi Cigüela ha reservado para el final. "Necesitábamos un ascensor, pero no queríamos que el aparato rompiera la estética del inmueble, así que se nos ocurrió aprovechar este hueco. Y lo mejor es que pudimos mantener estas puertas, lo que nos permite ocultar tras ellas el ascensor". El elevador de diseño y de siete plazas impresiona, pero la escalera nos reclama. Y allí vamos.
El tiempo parece que no pasado por ella. Impoluto mármol pisan nuestros pies mientras nuestros dedos acarician el pasamanos revestido de madera de caoba. En el rellano del primer piso nos recibe una blanca y enrejada puerta. "Es preciosa, como las otros dos de la segunda y la tercera planta. Pero las tres son distintas... el dibujo de la reja es distinto en cada una", adelanta su dueña.
Antes de visitar las estancias de este piso, cumplimos con el ritual que lleva aparejado todo barandal: agarrarse a él y mirar hacia abajo. Hacia ese tablero de ajedrez que ahora parece el suelo de mármol de la planta baja. Pero Susi desvía nuestra mirada hacia un cuadro de enormes dimensiones que cuelga en la pared, y en el que la figura de la Magdalena aparece recostada y mirando hacia abajo. Es una pintura tenebrista de finales del siglo XVII y de autoría anónima que el matrimonio adquirió en un anticuario y que posteriormente mandó a restaurar.
Restaurada también está la estancia que alberga la biblioteca. Es una amplia y confortable sala con altas estanterías a cada lado y que se encuentran repletas de libros, además de fotografías familiares y de algunas figuras decorativas. Uno de esos estantes también enmarca un televisor de pantalla plana y de muchas, muchas pulgadas. Frente a la puerta quedan dos balcones que dan hacia la calle San José. Las paredes está pintadas en un tono crema denominado estopa que aporta calidez a la habitación, al igual que el suelo de madera de roble macizo. El color blanco predomina en las estanterías, en las puertas de madera de los balcones y en el hermoso techo de madera del que cuelga una lámpara francesa de cristal que antiguamente era de gas.
Es en este espacio donde Cigüela se lleva las manos a la cabeza cuando recuerda aquellos seis largos y ajetreados meses que duró la complicada reforma de su vivienda: "La fontanería estaba desastrosa, las vigas del primer piso estaban fatal, los balcones podridos, el dibujo de este techo de madera ni siquiera se veía a consecuencia de las numerosas capas de pintura que tenía encima, y la pintura era de un tono marrón feísimo".
En esta planta hay otra puerta que no atravesamos porque, tras ella, Fernando Delgado Lallemand se encuentra descansando.
La segunda planta nos espera y esta vez sí que hacemos uso del ascensor.
Antes de entrar en la cocina, la anfitriona nos advierte de que es "totalmente funcional". Y es cierto. Tanto en su diseño como en su organización se ha atendido, sobre todo, a la facilidad, utilidad y comodidad. Los muebles son de líneas rectas y de color blanco. Sólo las puertas de dos de ellos están esmaltadas en un color verde oscuro. Y ese mismo tono se ha empleado en una de las paredes, la que da sujección a la campana de diseño. Junto al balcón, con vistas a la calle Ancha, se ubica una mesa redonda de cristal y cuatro sillas a juego.
Para cambiar de estancia no hace falta abandonar la habitación de los fogones. Hay en ella una puerta que comunica con el esplendoroso comedor y el elegante salón. Una amplia mesa de cristal preside el primer espacio, y en el segundo se acomodan, alrededor de una mesa baja de vidrio, dos acogedores sofás y tres amplias sillas. Destacan varios exornos orientales, una lámpara de cristal de roca del siglo XIX, varios cuadros y un alargado espejo con marco dorado. Pero las miradas se centran en un cuadro del pintor gaditano Ricardo Galán Urréjola. Su propietaria explica que decoró el salón a partir de los colores predominantes de esa pintura, que parece una fotografía levemente desenfocada del paseo de Canalejas de Cádiz, con un autobús urbano parado en un semáforo.
Las vitrinas empotradas de ambas salas están repletas de figuras decorativas que la pareja ha ido adquiriendo en sus múltiples viajes. Y aparte, en otro mueble, Susi Cigüela guarda a buen recaudo su colección de tazas. En el comedor también se aprecia una mesa de ajedrez con piezas talladas y con más de un siglo de vida.
El ascenso continúa. El último piso se lo reparten una salita, un desahogado cuarto de baño y tres dormitorios amplios. El de la propietaria posee cuarto de baño propio y también un alargado vestidor.
En esta planta de la finca, la anfitriona se entretiene hablando sobre una de las camas. De ella cuenta que está elaborada con madera de roble y de castaño, y que es de estilo tardo-gótico, del siglo XVII. Todo un tesoro con dos mesillas de noche a juego.
Pero en estas estancias de la última planta las antigüedades y lo clásico ceden mucho terreno a lo moderno y funcional. Y ello con un único objetivo: que sus propietarios puedan vivir la casa además de habitarla.
Aunque realmente es en la azotea donde Susi Cigüela vive la mayor parte de su tiempo. Y no es de extrañar. El paraíso podría tener esa hechura.
No hay manzanos, pero sí cipreses, jazmines, rosales, margaritas, hibiscos, cintas, enredaderas... la vegetación invade esta cubierta que tiene el cielo por montera y que adquiere aún más encanto gracias a su tarimado suelo y a la blanca jaima en la que la propietaria pasa horas leyendo, viendo la televisión o conversando con amigos.
El ambiente se vuelve aún más bucólico cuando la fuente comienza a sonar, a regalar agua. Una fuente que en el siglo XVIII tenía otra función, la de ser bañera.
Las vistas desde esta altura son impresionantes. Las torres de la iglesia San Antonio ofrecen otra perspectiva, al igual que la plaza y la ancha calle que desemboca en ella.
Las casas hay que vivirlas. Y las azoteas también.
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