Una casa con mucha vida vivida y por vivir

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El actual propietario de este histórico edificio del siglo XVII, en el que el duque de Wellington se alojó en diciembre de 1812, aspira a convertirlo en un hotel con encanto

Imagen de la galería de la segunda planta del palacio de Veedor, casa que perteneció durante un siglo a la familia Aramburu.
Imagen de la galería de la segunda planta del palacio de Veedor, casa que perteneció durante un siglo a la familia Aramburu.
Beatriz Estévez / Cádiz

07 de noviembre 2010 - 01:00

Si sus paredes hablasen... Qué privilegio sería acercar a ellas el oído y evocar el pasado.

Contarían quienes estrenaron esta casa palacio del siglo XVII, levantada en el número 3 de la calle Veedor. Hablarían de las distintos habitantes que, con letras y números, fueron engordando el libro de cuentas de este palacete que comenzó a escribirse en 1647. También compartirían las penurias de una de sus inquilinas, Josefa Cohen, cuya compañía de cacao de Venezuela, con sede en Cádiz, quebró a mediados del siglo XVIII y se vio entonces obligada a vender otras dos propiedades que poseía en la actual calle Plata, además de sus joyas y numerosos objetos de valor. Se detendrían en la estancia del ilustre Sir Arthur C. Wellesley, duque de Wellington, que fue jefe de las tropas hispanoinglesas en su lucha contra Napoleón, en plena Guerra de la Independencia, y que en diciembre de 1812 se alojó en este palacio. Profundizarían en la familia Aramburu, que adquirió el edificio en 1880 y lo mantuvo en propiedad durante un siglo, hasta 1986. Luego harían referencia a Fernando Delgado Lallemand y Susi Gigüela, el matrimonio que restauró y volvió a llenar de vida la casa, tras haberse llevado 16 años cerrada a cal y canto. Y a la última persona a la que nombrarían sería al restaurador Pablo Grosso, propietario del palacio desde 2007.

Grosso nos abre la puerta del histórico recinto, pero es Cigüela quien actúa de anfitriona. El empresario hostelero se reserva ese papel para cuando el edificio se vista de hotel. Con ese fin invirtió el gaditano en esta enorme finca de tres plantas de altura, cada una con 450 metros cuadrados y que cuenta con un patio interior y otro exterior. No obstante, mientras el proyecto no se ejecuta, los salones principales del palacio y sus dos patios siguen atentos al transcurrir de la vida, pues albergan con frecuencia celebraciones. El marco es inmejorable.

La ex propietaria de Veedor, 3 frena nuestros pasos una vez alcanzamos el centro del patio de entrada y nos invita a mirar hacia arriba. Se asoman los blancos barandales de las galerías de la primera y la segunda planta, y en un segundo plano contemplamos unas pinturas ovaladas enmarcadas con distinguidas guirnaldas de escayola que representan motivos florales. "Son nueve pinturas de paisajes realizadas al óleo por José Camarón. Cuando Fernando y yo compramos la casa a la familia Aramburu, las tuvimos que restaurar porque estaban hechas jirones".

Las guirnaldas le sirven para hablar sobre la decoración de la casa: "Aunque la fachada del edificio está catalogada como isabelina, el estilo que predomina en el interior es imperio". Es un estilo que nace con la epopeya napoleónica y que supone una interpretación de las formas y motivos decorativos clásicos. "Tanto las guirnaldas, como los jarrones que había en la finca, y la propia decoración de algunos de los salones son claros ejemplos del estilo imperio".

¿Y cuántos salones o, aún mejor, cuántas dependencias en total posee el palacio? Cuando la anfitriona se mudó a él, contó cuarenta.

Camino a la escalera, hace un alto. Quiere anticiparnos lo que vamos a ver una vez dejemos atrás los trece primeros peldaños y conquistemos el rellano. Son tres pinturas, también al óleo y atribuidas al artista Camarón. Representan escenas de caza, y Cigüela les tenía especial cariño. "Me costó mucho separarme de ellas porque son extraordinarias. Pero entendí que formaban parte de la casa, de su esencia".

Aunque más aún le costó cerrar la puerta del inmueble sin llevarse consigo el león de bronce macizo que agarra la bola del pasamanos con sus patas delanteras. "Es una preciosidad. Sólo con verlo me está entrando un gusanillo... Es que reconozco que me habría gustado llevármelo, pero Fernando le dijo a Pablo que se lo quedara", sonríe resignada.

Ya con los pies sobre el mármol de Carrara que cubre la primera planta, oteamos las pinturas paisajísticas, acariciamos el gris trianon que envuelve las paredes, y nos contemplamos en algunas de las seis puertas con espejos que se reparten por la galería.

Una de esas puertas está abierta. Entramos. Se atisban tres bultos. En la amplia sala se acomodan un mueble con espejo de estilo isabelino, un biombo y un aparador francés con incrustaciones en bronce que Susi reconoce y toca. Del techo, adornado con escayola, cae una lámpara votiva de bronce del siglo XIX y que aglutina una treintena de bombillas. "Cuando yo vivía aquí, había mil bombillas repartidas por toda la casa", apunta "sin exagerar".

Dos tercios de las paredes de esa sala están cubiertas de espejos, y el resto está laminado con mármol marrón. Ésa es al menos la realidad que aprecia nuestros ojos, pero la ex propietaria aclara que no es mármol, sino una pintura con la que se consigue el efecto marmoleado.

La estancia comunica con otra en la que una de sus paredes la compone una cristalera cubierta con visillos que asoma hacia el patio descubierto del inmueble, y cerca de este espacio queda la cocina, pero no entramos.

De sus fogones salieron platos exquisitos que degustaron los clientes de La Montera. Ése fue el nombre con el que Susi Cigüela bautizó al selecto restaurante que abrió en ese histórico edificio cuando aún se alojaba en él. "Contratamos a un excelente cocinero y nos hicimos con un buen servicio de camareros, veinte en total. Recuerdo que salimos en algunas de las guías de los mejores restaurantes, pero el negocio no funcionó, sólo estuvo dos años abierto. En Cádiz no había entonces una clientela para ese tipo de establecimiento hostelero. Me equivoqué, pero no con el restaurante en sí, sino porque aposté por él en un momento que no era el adecuado".

La Montera se apropió del salón más impresionante de Veedor, 3. El estilo imperio salpica su techo y se esparce por sus paredes, tapizadas con sedas de Lyon de un tono rojizo y con decoración dorada de motivos geométricos. Los cierros de esta alargada habitación dan a la calle Veedor, al igual que el de la dependencia contigua, sobre cuyas paredes, de color celeste, hay elementos decorativos "propios de la transición del estilo Luis XVI al estilo imperio".

A Susi le apasiona el arte y la historia de este palacete. Con especial entusiasmo habla de la sala de estar destinada exclusivamente a las damas: "Ésta es una sala que recibía el nombre de buduá y en la que se reunían las mujeres para leer o coser mientras sus esposos conversaban en el salón". Esta habitación está tapizada con una seda que, según la ex dueña, era de color verde esmeralda, aunque no es ése el tono que conserva actualmente. La potente claridad que se cuela por el cierro y el paso del tiempo han empobrecido la tonalidad. Pero el precioso techo luce saludable. La pintura con motivos florales está perfectamente conservada.

La segunda planta no está acondicionada, así que dejamos atrás ese laberinto de pasillos que se vislumbra desde la escalera y seguimos subiendo hacia la azotea. Nos da la bienvenida la enorme montera, instalada en la segunda mitad del siglo XIX; y a la derecha, colindando con la calle Vea Murguía, se erige la torre mirador. Los edificios que rodean a esta finca impiden que divisemos el horizonte gaditano. Pero a nuestra espalda nos aguarda una sorpresa. Las altas palmeras que habitan en el jardín del histórico recinto han hecho un esfuerzo por asomarse a la azotea, y sus finos y alargados troncos bailan al son del viento.

Descendemos a la planta baja para adentrarnos en ese jardín en el que rivalizan en belleza un limonero cuajado de limones y una buganvilla rebosante de flores.

En el palacio de Veedor, la vida sigue transcurriendo.

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