La ventana del escultor (In memoriam de Celso Escanilla)

Arte

El poeta gaditano traza un perfil biográfico, humano y artístico del desaparecido escultor, de cuya amistad disfrutó: “Son muchos los ratos compartidos con Celso y muchas horas de charla”

En la muerte de Celso Escanilla

José Ramón Ripoll (izquierda) con Celso Escanilla en la casa del escultor.
- José Ramón Ripoll (poeta y musicólogo)

18 de diciembre 2022 - 09:58

Si uno pudiera echar mano de todos los momentos vividos en compañía de los amigos, recordando secretos, viajes, risas, enfados, complicidades, conversaciones o melancolías, el recuerdo sería un lugar placentero por el que pasear de un sitio a otro sin temor a que el tiempo borre la huella de cuanto nos parece perdurable. Pero esa despiadada apisonadora que es el olvido persiste en allanar todo el terreno de la remembranza y privarnos de la memoria como el tesoro más preciado. Unos la pierden más y otros menos, pero al final la muerte acaba con todas las mediciones. Viene esto al caso porque en estos días se nos ha ido el escultor Celso Escanilla, tras una briega cotidiana con la identidad, y es justo rememorar quién fue por dentro –si es que alguien puede saber exactamente qué es eso–, de dónde llegó y sus vicisitudes como artista.

Su padre, Agapito Escanilla, a quien Celso no conoció más que por carta, fue concejal del Ayuntamiento de Madrid en los tiempos difíciles de la guerra civil. Miembro destacado del Partido Comunista, tuvo que huir a Rusia en 1939, dejando en España esposa e hijas. Fue locutor y redactor jefe de las emisiones en español de Radio Moscú y más tarde una de las voces más conocidas de la clandestina Radio España Independiente. Ante el amenazante clima de la inmediata posguerra, su mujer, encinta y camuflada de monja, se atrevió a viajar en un tren a Sevilla con las niñas para fijar su residencia definitivamente en la capital andaluza, donde vivía su hermana. Al poco tiempo nació Celso y muy pronto se manifestaron en él ciertas dotes expresivas, pues siempre tuvo un oído magnífico. A los siete años formó parte de los seises y de la escolanía de la catedral hispalense. Lo recuerdo en varias ocasiones entonando sin que se le fuera una nota el ‘Redde mihi’ del Miserere de Eslava. El baile y la música enseguida traspasaron los muros eclesiásticos y se adaptaron a los quejíos y ritmos de Triana, de los que fue un avezado conocedor y a veces un más que considerado practicante. Aquel barrio fue escenario de su infancia y juventud, y la luz reflejada en el río le despertó la curiosidad por el dibujo y la pintura. Estudió Bellas Artes en la Escuela Santa Isabel de Hungría y muy joven, ya casado, llegó a Cádiz para ocupar una plaza de profesor de modelado en la Escuela de Artes y Oficios, actividad docente que combinó con el Instituto Santa María del Rosario, el Colegio La Salle y el Seminario San Bartolomé, hasta ganar una plaza fija como catedrático en el Instituto Rafael Alberti. Cádiz terminó por ser su tierra, más que de adopción, de vocación. En esta ciudad desarrolló casi toda su producción artística, vital y familiar, siendo padre de cinco hijos.

Una escultura de Celso Escanilla.

Celso Escanilla pertenece a una generación a la que no le fue nada fácil sacar su obra adelante, sobre todo ante el páramo cultural de una ciudad de provincias en pleno franquismo: el debate entre artistas se limitaba a una corta y vigilada tertulia de café; las publicaciones especializadas no estaban al alcance de la mano; no se viajaba al exterior; no existían galerías ni lugares apropiados para exponer y los encargos por parte de las administraciones eran bastante escasos. Casi todos los artistas plásticos se ganaban la vida como profesores de dibujo o desempeñando otras profesiones que nada tenían que ver con sus preferencias. No obstante, en Cádiz destacaron figuras interesantes como Lorenzo Cherbuy, José Belizón, Nono Hurtado, Fernando Meléndez o Celso Escanilla, entre otros. El tándem de estos dos últimos, que compartían estudio en la calle Rafael de la Viesca, nos sirvió de impulso a varios amigos que llegamos después –Hernán Cortés, Jesús Fernández Palacios, Carmen Bustamante, Juan Javier Moreno, Javier Galiana o Concha de la Rosa–, en el intento de abrir contraventanas y postigos para que entrara la clara luz del día.

El estilo de Celso Escanilla no se ciñe a un lenguaje determinado ni a etapas prefijadas. En él conviven desde el geometrismo de tintes cubistas hasta la figuración más costumbrista, como confirma el grupo escultórico de Las Cigarreras –ya icono de la ciudad de Cádiz y valiente homenaje a la mujer trabajadora de la antigua Fábrica de Tabacos–, pasando por la abstracción de tipo Henry Moore y la simplicidad no menos abstracta de Brancusi. Del escultor inglés amaba los huecos, el constante pasar de un plano a otro de la realidad. Del rumano admiraba la pulimentación, el juego de la luz contra una superficie ondulada y humana. Cuántas veces me habló de la serie El beso, de la que le traje unas fotografías de la talla de piedra original de Craiova, y de la que encontramos serias influencias en los troncos femeninos, los vientres y los muslos recortados en los que Celso trabajaba lentamente, hacía y deshacía como el manto de Penélope, sin querer acabarlo del todo.

Son muchos los ratos compartidos con Celso y muchas horas de charla, en la que le daba vueltas al arte como vida y oficio y a la posibilidad de decir algo con voz propia: una alternativa que le enriquecía a la vez que le preocupaba, como a todo creador. Pero nunca faltó ironía, humor y espontaneidad en su dilema. A las dos de la tarde, siempre que me encontrara en Cádiz, tenía una cita diaria con él, en el mismo bar y en la misma mesa, al lado de una ventana frente al océano: esa que quiso abrir toda su vida, a pesar de ser tan friolero, para que entrara luz, color y forma engarzadas en la brisa marina.

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