Otra forma de ver la vida

Un ejemplo de superación personal

Dos accidentes dejaron ciego total al gaditano Diego Gutiérrez hace 34 años. Gracias a su empeño hoy plancha, cocina y hasta arregla enchufes

"Querer es poder" es el lema de este viajero empedernido y amante del mar y del Carnaval

Diego Gutiérrez plancha una camisa en su casa de Cádiz.
Diego Gutiérrez plancha una camisa en su casa de Cádiz. / Miguel Gómez

Ahí abajo, y ajenas a la lluvia y al viento que hay a sus espaldas, las olas siguen llegando a la orilla de la playa de Santa María del Mar con su parsimonia de siempre, acariciando la arena con suma delicadeza. Es la misma delicadeza con la que aquí arriba, en una habitación de su casa, frente al inmenso mar, Diego extiende una camisa sobre la tabla de planchar. "Mirad. Si queremos planchar la manga por la costura, la doblamos así, primero por este extremo y luego por el otro. Pero yo prefiero que no se vean tanto los pliegues, así que la giro un poco de esta manera, apoyándome en el filo de la plancha. ¿Lo veis?", pregunta como si de un profesor se tratara. Y sí, nosotros sí lo vemos, y con admiración incluso. Quien no lo ve es él. Porque esta escena no tendría más importancia si no fuera por un detalle para nada insignificante: Diego es ciego total desde hace más de 34 años.

Dos accidentes, dos golpes de mala suerte, dos hachazos de esos que de vez en cuanto te da la vida, tumbaron a Diego Gutiérrez Jiménez (Cádiz, 1947) cuando tenía 41 años de edad. Le costó, claro que le costó, pero gracias a su coraje y al apoyo de su inseparable Rosi, con la que lleva casado más de 47 años, logró levantarse. Y hoy puede valerse por sí mismo. "Querer es poder", repite como si fuera su lema de vida. Porque no es sólo la plancha. Es que Diego se afeita solo, cuelga un cuadro, arregla un enchufe y hasta hace un guiso si es preciso. Sí, sí. Lo que hay que ver.

Ojo, Diego no es un caso aislado. Afortunadamente hay muchos ejemplos en nuestra sociedad de personas que le plantan cara a la adversidad y que consiguen reinventarse pese a las carencias que sufran, ya sean físicas, psíquicas o de otra índole. Y Diego acepta contarnos su vida no para colgarse medallas, que no las necesita, sino para intentar ayudar. "Si mi testimonio puede valerle a alguien que esté en mi situación, pues adelante. Aquí estamos. Pregunte, pregunte todo lo que quiera".

Pero antes de preguntarle por su día a día es obligatorio mirar atrás. Y atrás, a principios de la década de los ochenta del siglo pasado, lo que había era un Diego que se había criado en el barrio de Santa María –"en la calle San Juan Bautista de la Salle, que antes se llamaba la calle Duque, entre el colegio Mirandilla y el Nazareno", precisa con orgullo– y que era feliz con su mujer y sus dos hijas pequeñas. No lo ganaba mal como representante comercial pero, eso sí, a cambio se dejaba muchas horas en la carretera, de ciudad en ciudad, de negocio en negocio.

Diego y su mujer Rosi, ante varias fotografías de ellos de años atrás.
Diego y su mujer Rosi, ante varias fotografías de ellos de años atrás. / Miguel Gómez

Todo cambió cuando apareció la mala suerte. Y por duplicado. En 1982, en un partido de futbito en Loreto, un balonazo le dio de lleno en su ojo izquierdo. Diego llevaba entonces las primeras lentillas que se fabricaron, esas que eran de cristal duro. Y el impacto del balón hizo que la lentilla se partiera en mil pedazos destrozándole la retina. Llegó entonces una sucesión interminable de operaciones para intentar salvar ese ojo como fuera, pero no hubo suerte.

Pero Diego no dudó en seguir mirando hacia adelante con su único ojo sano. Y con sus gafas de sol y su carné de conducir, de vuelta al currelo, a la carretera y otra vez de negocio en negocio, que había una familia a la que sacar adelante. Cuestión de valentía.

Sin embargo, en 1988, apenas seis años después del primer accidente, llegó el segundo, más terrible si cabe. Un almacén, él que se remanga para echar un cable sin que fuera su cometido, un bote de un litro de un producto de limpieza para coches que se desliza de su repisa, y ese bote que se precipita sobre Diego, dándole de lleno en su ojo sano y rompiendo igualmente la retina en un momento además en el que, maldita mala suerte, tenía sus gafas de sol colgadas del cuello de la camisa.

Y llegó la oscuridad, sí, pero también el silencio, la pena... la desgana absoluta. "Ahí lo pasé muy mal, me vine abajo. No quería comer y lo peor era cuando mi mujer tenía que ducharme. Eso era terrible porque me sentía inútil", rememora. Había que pasar el luto, qué menos, pero a Diego apenas le duró unos días. "Una mañana estaba acostado, pero algo se encendió en mí. Pensé '¿pero qué hago aquí cuando tengo una mujer, dos hijas y también tengo salud?' Y me levanté y le dije a mi mujer del tirón: 'Rosi, que me voy a duchar yo solo'. Y así hasta hoy".

Nacía entonces, hace ya 34 años, otro Diego. Con su mismo gaditanismo y su mismo sentido del humor de siempre, pero sin cerrarse ninguna puerta. Tocaba ponerse en manos de expertos, tocaba aprender todo lo que se pudiera aprender, tocaba en resumidas cuentas asumir otra forma de ver la vida. Y fue ahí cuando apareció en su vida la ONCE.

"Cuando me quedé ciego no podía escuchar hablar de la ONCE, me ponía malo. Pero menos mal que estaba ahí mi mujer, que fue la que habló allí de mí, la que se preocupó", explica Diego. A su lado, su esposa Rosi Blanco, funcionaria ya jubilada, apostilla: "Sí, vale, pero lo importante es que él quisiera salir adelante y quisiera recibir ayuda. Y yo sabía que Diego iba a reaccionar, porque le conocía bien. Había que esperar lo que fuera, pero tiraría para adelante. Y así fue".

"Llegué a estar hundido pero un día caí en la cuenta de que tenía una mujer, dos hijas y salud. Y me levanté"

Diego y Rosi sólo hablan maravillas de la ONCE. De lo que aprendieron ambos allí, en la sede de la calle Acacias de la capital gaditana, y de la bondad de su personal. "Es increíble lo que te enseñan", repite Diego. Y explica que el aprendizaje abarca desde lavarse y vestirse uno solo a escribir con punzón o en un ordenador parlante, a leer por el método Braille y hasta a caminar por la calle, bien con el bastón o bien apoyado en el hombro de su mujer, atento siempre a sus pasos. "Uno aprende a agudizar los sentidos. Y el olfato te dice que estás en determinada calle porque has vuelto a oler la cocina de ese bar, y el oído está pendiente del paso de los coches y gracias a él puedes saber dónde hay un poste en plena calle, porque lo notas. Todo pasa por aprender, y por poner interés, claro", apostilla.

La ceguera no le ha impedido a Diego mantener algunas de sus grandes pasiones. Y explica, por ejemplo, que le encanta nadar en su 'playita de las mujeres'. "Huy, yo me pongo a nadar y no paro hasta que no escucho el grito de mi mujer, que está pendiente por si me alejo mucho. Ahí tengo que ponerme de pie, ver por dónde vienen las olas, para no desorientarme, y dirigirme después hacia la orilla".

Se reconoce también carnavalero hasta los topes. Escuchar a los coros en El Cañón es su momento y su lugar preferido. Y aunque no le gustan las bullas, tampoco le da miedo verse metido en ellas. "La clave es mentalizarse y tener paciencia para aguantar los empujones".

Pero, aunque parezca mentira, su gran pasión es viajar. Solos, con amigos o con familiares, Diego y Rosi se han recorrido ya casi toda España y media Europa, a razón de unos cinco viajes al año. Y en cada viaje Diego se empapa de todo lo que dice el guía de turno o quien esté a su lado. "Cuando volvemos a Cádiz cuento las cosas que hemos visto y en nuestra pandilla de amigos se quedan de piedra con los detalles que les doy", explica entre risas Diego mientras enseña cómo se le cambian las pilas a su fiel audiolibro.

Diego explica el funcionamiento de su audiolibro en presencia de su esposa.
Diego explica el funcionamiento de su audiolibro en presencia de su esposa. / Miguel Gómez

Tras casi 35 años de ceguera total, y siendo ambos tan amigos de la calle, Rosi y Diego acumulan anécdotas de lo más variopintas que narran ambos a carcajadas. Como cuando en un supermercado Diego se despistó de su mujer y terminó arrollando con el carro a la cajera, o cuando los dos caminaban juntos por un peligroso desfiladero en los Pirineos, en una excursión guiada. "El sitio era peligroso, pero como Diego es tan lanzado, pues ahí que nos fuimos con él apoyado en mi hombro. Y en un momento dado el guía nos dijo: 'A ver, a mí me parece muy bien que estén los dos tan enamorados, pero como no se suelten se van a caer por el precipicio'. Y Diego le contestó: 'Como me suelte sí que me caigo, porque soy ciego'. El guía se puso malo y pidió ayuda rápidamente por el teléfono", narra Rosi sin poder parar de reírse.

Diego valora que pueda servirse por sí mismo, explica que cuando es capaz de arreglar algo en su casa se siente tremendamente realizado, reconoce que también tiene sus momentos de bajona "como le pasa a todo el mundo", dice que tiene unos amigos "maravillosos" que le han ayudado a disfrutar de la vida y tiene claro que sin su mujer al lado todo le hubiera sido muchísimo más difícil. Y cuenta que tiene un alivio y una pena enormes. El alivio es que su madre no le viera jamás perder la vista, porque murió en 1981, un año antes de su primer accidente. Y su pena es no haber podido verle la cara a sus dos nietos "con quienes me lo paso de maravilla".

Al analizar el mundo de los ciegos, Diego cree que el colectivo tenía históricamente fama de mal carácter pero entiende que eso está cambiando "gracias a la juventud, a esos jóvenes que han perdido la vista y que están dando una imagen diferente de nosotros".

"La clave está en aceptar la realidad. Si no lo haces te amargarás toda la vida y amargarás a quienes tienes a tu lado"

Y a la hora de dar consejos a quienes puedan verse en su misma situación, aporta dos ideas. La primera es que son los ciegos quienes tienen que adaptarse a la sociedad y no al revés. Y la segunda es que es fundamental aceptar esta nueva realidad cuanto antes. "Hay que aceptarlo, no queda otra. Porque si no lo aceptas te amargarás tú toda la vida y además amargarás a todos los que tienes a tu lado".

Diego lo terminó aceptando. Le costó pero supo encarar su nueva realidad. Y eso no fue óbice para que luchara por recuperar la vista. Las once operaciones que tiene a sus espaldas (siete en un ojo y cuatro en el otro) así lo atestiguan. Pero todo ha sido infructuoso porque, como él mismo explica, la ciencia ha avanzado mucho en el campo de la oftalmología, pero no en el tratamiento de las retinas.

La conversación continúa aquí arriba, frente a la playa de Santa María del Mar. Porque Diego es amigo de las charlas, los chistes y las risas. No se da cuenta pero curiosamente gran parte de su vocabulario gira en torno al verbo ver o a otros similares. Y usa frases como "yo lo veo así", "lo que hay que ver", "tenemos que mirar por los demás", "me gusta fijarme en esas cosas", entre otras. Quién sabe, a lo mejor es su subconsciente el que le anima a eso, a encararlo todo con normalidad, a aprender que no hay tabús ni barreras que le paren. Porque la vida sigue. Y porque hay mucho que ver todavía.

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