Por qué no debemos temer a los tsunamis
Nuestros temporales y maremotos no son sirenas devoradoras de hombres, como lo hubiera descrito la fabulación homérica. Se parecen más a las riadas que observamos en zonas del interior
Cádiz/Cuando hablamos de tsunamis, hay quienes inmediatamente se imaginan olas de 18 o 30 metros de altura delante de la puerta de su casa: pura ficción que una vez asentada en el imaginario colectivo es prácticamente imposible desterrar. Nuestros temporales y tsunamis no son sirenas devoradoras de hombres, como lo hubiera descrito la fabulación homérica. Se parecen más a las riadas que observamos en zonas del interior, con algún exponente dantesco como las recientes inundaciones que arrasaron el pueblo alemán de Shuld en julio pasado, en pleno verano. El mar se desliza como en un tobogán, se esparce, tiende a equilibrarse, a distribuirse, y sólo golpea y se eleva en altura en el preciso instante en que encuentra un elemento fijo que intercepta repentinamente su viaje, ya sea un talud continental, una berma de playa, un arrecife natural, un acantilado rocoso o un espigón. Lo vemos casi a diario durante los temporales de invierno, recreando un espectáculo casi atractivo. No sé por qué los fenómenos naturales tienen ese hechizo mágico electrizante que a veces nos lleva a ponernos en peligro sin necesidad. Muchos de esos obstáculos que comprimen los oleajes como si fueran un acordeón están a decenas de kilómetros de distancia. Frente a las costas de Cádiz, por ejemplo, ese lugar se encuentra a 8 millas de distancia, donde el comerciante inglés Benjamin Bewick vio desde su torre–vigía cómo las olas ascendían hasta los 18 metros, para luego deshacerse por acción de la gravedad en olas espumosas de no más de 8 metros. A pie descubierto, el párroco de la iglesia de la Palma ni siquiera se mojó las chanclas. De distinta manera lo hubiéramos contado si, como es habitual hoy día, le hubiera dado por hacerse un selfie sobre el pretil de la Caleta.
Cuando el mar se mueve y rebosa es como un cubo lleno de agua que se vuelca accidentalmente en el salón de nuestra casa: por muy lleno que esté el cubo, en apenas segundos se extenderá por todo el suelo creando una fina capa de agua de apenas un milímetro que nos deja pendiente mucho trabajo posterior. Es como cuando tenemos prisa por llenar la bañera y ésta parece que no va a acabar nunca a pesar de que tengamos el grifo abierto por completo. Para crecer en altura, primero tiene que cubrir toda la superficie; y la superficie de las costas andaluzas y mediterráneas es inmensa, una bañera de titanes. El agua es un fluido que no ha aprendido a trepar; no asciende por las paredes; no se traga ciudades; no es selectiva. Rodea las casas, se acelera en calles estrechas, acude antes a los lugares más bajos, arrastra lo que no está anclado en la tierra y en la práctica se comporta como una inundación relámpago en una rambla, eso sí, de agua salada.
El riesgo de que esto ocurra no es mayor ahora que hace cien años o dentro de doscientos. Tampoco conocemos su frecuencia de repetición. En Chile sufrieron uno en 2007 y otro en 2010. En Huelva y Cádiz aún nos queda el recuerdo de lo ocurrido el 1 de noviembre de 1755, pero hemos olvidado el más reciente de febrero de 1969, cuando la población dormía. En aquellos días Huelva y Sevilla se convirtieron en una feria a altas horas de la madrugada, pocos fueron los que en Cádiz se despertaron por el terremoto y nadie vio turbulencia alguna en el agua. Sin embargo, los mareógrafos registraron la llegada de las olas hasta alcanzar 1,2 metros en el de Casablanca.
Y si rebuscamos en el pasado remoto, el anterior del que existe un relato histórico lo observó Aníbal Barca desde las proximidades de Sancti Petri, cuando acudió al templo de Melkart a depositar allí como ofrenda el botín de guerra de Sagunto. Aníbal Barca no se inquietó y el templo siguió practicando sus cultos sin que la UME tuviera que intervenir en su evacuación. En el Mediterráneo, el maremoto atlántico de 1755 tiene su parangón en el de Alejandría del 365 d.C., seguido de otro de menor entidad, pero muy importante, en el 880 d.C., que afectó a las costas de Málaga, Granada y Almería. El más reciente fue el de las Islas Baleares en el año 2003. En ninguno de estos episodios el mar ha ocasionado algo más que daños materiales y un limitado número de muertos, cuya cifra resulta ridícula comparada con la actual pandemia, ante la que por cierto tampoco estábamos preparados. Entonces, ¿por qué desde el año 2007 venimos hablando tanto sobre los tsunamis? La explicación es bien sencilla y será aún más fácil de comprender.
En diciembre de 2004 las costas del océano Índico resultaron arrasadas por un tsunami sin precedentes en ese lugar del planeta. Los que sintieron el terremoto que lo generó no supieron actuar y los que no lo sintieron se quedaron tan tranquilos tomando el sol en la playa, sin que durante horas nadie les advirtiera de la llegada de las olas. Y si no, que se lo cuenten a María Belón y a su familia. El maremoto dejó cadáveres incluso en las playas de Etiopía ante un mundo impasible viendo el avance del mar. Como principal lección aprendida, la UNESCO decidió impulsar con carácter prioritario la implantación de sistemas de alerta temprana de tsunamis en todos los mares y océanos que carecieran de ellos; y Europa, el “viejo continente”, estaba en el punto de mira. Los países del Mediterráneo y del Atlántico–Nordeste, englobando Asia, África y Europa, carecían de estos sistemas de detección y alerta temprana a pesar de contar con excelentes observatorios sismológicos y una extensa red de boyas oceanográficas y mareógrafos funcionando en tiempo real. No había excusas para aumentar la protección de los ciudadanos aplicando métodos prevencionistas. Países como España se mantuvieron al principio reacios a este proyecto y de ahí que Portugal y Francia se nos adelantaran. El programa se pondría en marcha “sí o sí”, quisieran o no determinados gobiernos nacionales o regionales.
España, y en particular Andalucía, bajo la consigna política de que “alarmar sobre los tsunamis perjudica al turismo”, tuvo que ponerse a trabajar deprisa y corriendo para elaborar una directriz básica con la que posteriormente planificar la respuesta nacional y autonómica. La directriz básica fue aprobada y publicada en el BOE tres días después de la primera alerta de tsunami emitida en Europa, lo que sorprendió a las autoridades locales de tal modo que el mensaje llegó en un inglés indescifrable y sin ninguna instrucción bajo las que actuar. Afortunadamente no ocurrió nada. Seis años después de aquello aún no hay ninguna comunidad autónoma que haya aprobado su plan especial de emergencias ante maremotos. Esto es un ejemplo de lo que se denomina “llegar tarde y mal”. Me decía hace poco cierto alcalde de la bahía gaditana que “¡hombre, para un riesgo que se produce cada 600 o 700 años...!”. Pues verán ustedes cómo llegaremos tarde. ¡Y miren si queda tiempo! La política y la burocracia son la antítesis de los desastres y de la celeridad que se precisa para gestionar los riesgos catastróficos de impacto súbito.
Si en estos días hablamos de tsunamis con mayor fuerza que nunca es por la sencilla razón de que el pasado mes de junio el ministro del Interior Grande Marlaska presentó en Cádiz el Plan Nacional ante el Riesgo de Tsunamis, con las comunidades autonómicas como meros espectadores en medio de una reunión de druidas. Dado este paso, ahora todos son responsables de que las alertas de maremoto que lleguen a España en un futuro no se transmitan rápidamente a la población, con la misma normalidad con la que viene ocurriendo con los avisos sísmicos o meteorológicos, incluidas las olas de frío y calor: información y recomendaciones. El político sabe que están advertidos y que la próxima vez no habrá excusas con la que justificar su inoperancia. Y la responsabilidad in vigilando sí que asusta.
En cualquier catástrofe, la gente no muere por la gravedad del fenómeno sino por la falta de información, por no saber cómo se comporta la naturaleza, por actuar como no se debe, por no actuar cuando se debe, por negar la existencia de estos riesgos o por menospreciar su capacidad destructiva. En definitiva, por anteponer la prepotencia humana sobre la dictadura de las leyes naturales. Hay quienes piensan que hablar de maremotos asusta a la gente, y ante esto nuestra respuesta será siempre la misma: si generar alarma es inevitable, de tener que elegir, preferimos que la gente se alarme antes de que muera por falta de información sobre los riesgos que nos rodean. La prevención nunca mató a nadie, la negligencia sí.
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