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Entrevista. Gianni Campo pregona la primavera de Cádiz abriendo la puerta de su heladería a un mundo inigualable de sabores nacidos de la tenacidad y el cariño de un artesano

J.m. Sánchez Reyes

23 de marzo 2014 - 01:00

EN Cádiz, los pregoneros de la Semana Santa, la Navidad o el Carnaval cambian todos los años. Pero la primavera la pregona siempre el mismo. Se llama Juan Francisco 'Gianni' Campo, regenta en la calle Ancha la Heladería Salón Italiano, vulgo 'Los Italianos', y cada año por estas fechas abre la puerta al maravilloso mundo de los sabores de toda la vida. A sus casi 71 años -los cumple en junioh no tiene intención de jubilarse. Ama una profesión que no fue su vocación. Tuvo que continuar a la fuerza con el negocio familiar y hoy se muestra orgulloso de que dos de sus hijos, Arturo y Joaquín, aseguren el futuro de un establecimiento que en 2015 cumplirá abierto 75 años. Al pie del cañón con su uniforme inmaculado, Gianni pone un ojo en la entrevista y el otro en el negocio. En el teléfono que suena o en el turista que entra buscando el servicio. No se le escapa un detalle. Así se mantiene vivo un establecimiento de casi tres cuartos de siglo.

-No es el equinoccio lo que trae la primavera, sino el azahar de los naranjos de la plaza de San Francisco y la apertura de Los Italianos.

-Eso dicen y es algo que a mí me gusta que digan. Me emociona. La gente dice que se queda esto muy apagado sin Los Italianos. Y gusta ver que abrimos otro año más. El público lo agradece.

-¿Es fija la fecha de apertura?

-No, abrimos cuando está todo en perfecto estado de revista. Siempre es en marzo antes de San José. Este año ha sido un poco antes para aprovechar el Carnaval Chiquito. Siempre abro un miércoles, menos este año que ha sido jueves porque una de las vitrinas no funcionaba. Si abro un sábado o domingo, es más complicado para resolver problemas de última hora. Mejor entre semana para comprar algo que falte o buscar cambio, por ejemplo. Y siempre cierro un domingo a finales de octubre porque el domingo es cuando más helado se vende y así no me sobra. Algún año me ha llovido ese último día y he regalado el helado a todo el que pasaba por aquí.

-¿Qué hace usted en invierno cuando cierra?

-Monto aquí un taller impresionante. Son meses de arreglar cosas y de poner a punto el local. Lo que yo no puedo arreglar, lo hace un experto. Mi padre me enseñó a hacer de todo. Si se estropea algo en fin de semana, no puedo llamar a nadie. Y el helado tiene que tirarse si se estropea. Esto tiene obras todos los años. Está siempre nuevo y este año hemos pintado los techos. El obrador da gloria verlo de limpio. Está feo que lo diga yo, pero Sanidad me felicita cuando hace inspecciones. Antes viajaba más en invierno, pero ahora con la edad tengo menos ganas de moverme.

-¿Cuál es la clave para mantenerse tanto tiempo?

-Rodearse de un buen equipo, eso es lo primero. Las personas mayores valoran el trato de mis trabajadores, dicen que eso ya no se lleva. Y me felicitan por ello. Y a mí eso me emociona, la verdad. Siempre busqué personal que sea educado y honrado. Y lo he conseguido. Rafael, el encargado, lleva desde los 14 conmigo y le queda poco para jubilarse.

-No se ha querido jubilar a pesar de tener casi 71 años.

-No, con 62 años me hubieran dado la baja por la espalda, ya que tengo una hernia discal. Pero sigo pendiente de esto. No quiero irme. No me quiero jubilar nunca. Mis amigos me dicen que ya he ganado dinero como para estar tranquilo, pero esto ya no se hace por dinero. Se hace por orgullo. Yo sacrifiqué mi juventud por este trabajo, por mis padres, y me propuse entonces ser el mejor. Y ahora sigo pensando en morir por esto. Por dinero me hubiera jubilado hace diez años. Me hubiera bastado con alquilar este local.

-Sus trabajadores no le abandonan a pesar de ser fijos discontinuos. Eso es fidelidad y lo demás son tonterías.

-Exacto. Antes se ganaba aquí mucho dinero con las propinas. Y podían vivir en invierno con los sueldos y las propinas. Ahora se gana menos, pero el personal sigue siendo fiel.

-¿Cuándo va a desvelar la fórmula secreta de sus helados?

-¡Nunca! (ríe). No la doy a nadie. Mucho trabajo, mucho cariño, mucho experimentar, mucho probar. Usando ingredientes naturales, con trucos para dar con el sabor exacto y sin tirar de colorantes ni de la dextrosa, que es más barata que el azúcar para endulzar. Todo natural. El helado de vainilla se hace con la yema del huevo. Y las claras que sobran las meto en botellas porque me las piden para sus músculos los que hacen pesas. Se las regalo.

-Toda la vida en la heladería. ¿No quiso o no pudo estudiar?

-Sí que quise. Yo quería ser ingeniero industrial. Y para eso tenía que irme a Sevilla, pero mi padre no me dejó. Mis hermanas se habían casado y yo era la única ayuda de mis padres en el negocio. Mi madre sufría porque sabía que yo no quería ser heladero. Mi padre era muy duro. No quería que yo faltara aquí. Yo sabía de la dureza de este trabajo. Pero me dí cuenta un día de que esta sería mi profesión. Y ya que iba a ser mi sustento, me propuse trabajar más que nadie. Eso quizás sea lo que me ha dado fuerzas para que esto siga adelante. Ha sido muy duro, pero he sido feliz.

-Se supone que entonces le fastidiaría que su padre le apartara de los estudios. ¿Ahora se lo agradece?

-Hombre, claro. Mis amigos del colegio tenían el fin de semana libre, que iban a la playa. Y yo aquí 14 o 15 horas diarias y sin descanso semanal. Pero bueno, al final me labré un futuro.

-Sin tiempo siquiera para echarse novia.

-Yo conocía a muchas chavalas. Y era muy ligón. Pero luego no sabía aprovecharlo porque estaba todo el día aquí metido. Para qué ligar si ni siquiera podía salir con ellas. Con 17 años ya tenía una Vespa. Porque ganaba dinero, pero no gastaba porque no tenía tiempo. Trabajaba en verano de nueve a doce y volvía a las dos. Y en esas dos horas iba a la playa, comía, me duchaba y otra vez al tajo. Al menos en invierno tenía un poco de más tiempo.

-Hábleme de sus padres, los fundadores de Los Italianos.

-Mi madre, Iole, era heladera, trabajó incluso en Budapest. Y mi padre era contratista de obras, y encofrador. Hizo la estructura de la presa de su pueblo y el encofrado del puente de Catanzaro, en la región de Calabria. Un terrateniente le encargó para hacer una villa de 24 chalés, iglesia y hotel. Todo de madera. Recibió premios. Aún existe y es monumento regional de Calabria. Yo estuve allí y se me cayeron dos lágrimas viendo lo que hizo mi padre. Mis padres vivían separados, ella en el pueblo y él en el sur haciendo esta villa. Mi madre le dijo que estaba harta de estar sola. Y le propuso poner una heladería, pero mi padre no quería irse a Alemania, porque no soportaba a los nazis antes de la II Guerra Mundial. Odiaba el fascismo y en Italia estaba Mussolini. Mi padre se quería ir a Brasil, a hacer una torre de electricidad como la de Puntales. Le hicieron una oferta. Mi madre no quería irse a Brasil. Al final mi padre se hizo heladero. A la fuerza.

-Y decidieron venirse a España.

-Sí, primero a Valladolid. Luego a Salamanca. Y acabaron poniendo en 1936 una heladería en la calle Fuencarral en Madrid. Como la guerra estaba por el sur, pudieron trabajar allí ese año. Pero en 1937 a los extranjeros los invitaron a irse en plena guerra. Pasó la guerra y volvieron a abrir la misma heladería. El gobierno de Franco enviaba cartas a los que antes de la guerra tenían negocios, diciéndoles que podían volver a trabajar con seguridad y con toda tranquilidad. Volvieron y la recuperaron. Entonces, un señor de Cádiz que era viajante y paraba en la heladería les habló de un local libre ideal para heladería en la calle Ancha. Este local acogió un banco, Los Previsores del Porvenir, y antes La Camisería Francesa. Y justo antes de la heladería hubo una cochera de caballos. Primero fue heladería solo y ya luego, a petición del público, pusimos también cafés.

-Lleva muchos años viendo la vida pasar desde Los Italianos. ¿Qué está pasando ahora?

-Que todo el mundo está muy triste. Hay mucho paro. Me da rabia tener aquí tantísimos currículos. Me llega al alma. Esta es la vida que nos ha tocado y esperemos que esto cambie en uno o dos años. De momento no veo esos brotes verdes de los que se habla. Yo veo esto cada vez peor.

-¿Qué siente al ver el desolador paisaje comercial de la calle Ancha?

-Fíjese, con lo que esto ha sido. No hay dinero, no hay público. Esta calle era una feria. Recuerdo la cafetería Orchas, Tosso, la tintorería Amaya... Cuando empezaban en julio las rebajas de Galerías Preciados, yo vendía en un día 700 vasos de granizada. Es una verdadera pena. A los pequeños empresarios nos han frito con los impuestos. Y los alquileres. Es difícil entonces sacar rendimiento. Los gastos son horrorosos.

-¿No sube usted los precios de los helados?

-No puedo, espantaría a los clientes. Y la gente no tiene dinero. Pero la materia prima de los helados ha subido una barbaridad. Por ejemplo, la avellana molida que compro a un señor de Almansa (Albacete) ha subido tres euros y medio el kilo. Horrible. Llegará el momento en el que desaparezcan los helados de avellana y turrón. Son los helados más caros de hacer porque llevan además huevo y leche. Y para el de chocolate uso el mejor, el belga, que es el más caro.

-Vaya cosa buena el topolino, ¿eh?

-Fue un invento de mi padre. Se le ocurrió mojar el helado en el chocolate, pero al principio no se le quedaba pegado. Hasta que un heladero le dijo cómo hacerlo.

-Dicen que hacen ustedes uno de los mejores helados de fresa del mundo.

-Mentiría si no reconociera que me lo ha dicho mucha gente. Y es ahora, en esta temporada cuando la fresa está más ácida, cuando el helado sabe mejor. Porque no está tan dulce.

-¿Qué es lo más bonito que le dicen sobre sus helados?

-Hay clientes que me dicen que han estado en Roma y han tomado helados muy buenos, pero me añaden: pero como los tuyos, ninguno. Ahora hacen helados muy blandos, muy cremosos, que tienes que estar chupando el cucurucho por los lados constantemente porque se derrite enseguida. El nuestro es un helado antiguo. Como dicen los italianos: de la Nonna (la abuela). Es un postre frío que debe tener cuerpo.

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