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Cuando Mercedes Formica nació el 9 de agosto de 1913, en la calle del Sacramento, aún conservaba Cádiz un leve destello del esplendor tenido en épocas pasadas. En su evocación, la ciudad era descrita como una isla redonda, en la que sobresalía la bóveda amarilla de la Catedral y las torres de sus casas, que habían servido para señalar la vuelta de los barcos, ya que, la mayoría de los habitantes, dependían de un navío que había de regresar de Cuba o Filipinas. Aquella noche -el alumbramiento tuvo lugar a las cinco de la madrugada-, se desató un fuerte viento de levante que penetró la ciudad de rondón y, a todo correr, se coló despeinando árboles por las calles angostas y marineras. Estaba a punto de estrenarse el faro del castillo de San Sebastián, en el que su padre, José Formica-Corsi, trabajaba como ingeniero industrial, y que entró en funcionamiento el 30 de septiembre. La luz, diáfana y reinante en la oscuridad de la noche, ayudaría a que los barcos no se estrellaran contra el pecho de Cádiz, arrastrados por la barriga del viento.
Mercedes Formica creció en el barrio del Balón, donde se ubicaba la fábrica de Gas Lebón, que dirigía su padre, enfrente de la iglesia del Santo Ángel Custodio, que daba servicio al antiguo Hospital Militar. De la huerta del asilo de las Hermanitas de los Pobres llegaba el crujido de la noria y, al fondo, los golpes de las pelotas que saltaban en las pistas del Club de Tenis. A escasos metros, se encontraban las cocheras de las Pompas Fúnebres. El sonido de los coches de caballos le inundaba de desasosiego. Si alcanzaba a ver la calle desde su casa y vestían de negro, resultaban soportables, pero cuando los caballos aparecían de blanco, con cabezadas de plumas, gualdrapas de terciopelo y angelitos de purpurina como queriendo volar, un nudo en la garganta le apretaba, ya que iban a enterrar a una muchacha joven o a un recién nacido en San José. Si venían de celeste, era un niño.
Como decimos, la infancia de Formica transcurrió entre el Balón y La Viña, o sea, gaditana a más no poder. Le gustaba perderse por sus calles cuando no la llevaban por el paseo de las Delicias y el parque Municipal (el parque Genovés), donde solía montar en los columpios y jugar al diávolo. La Viña era pura alegría. A pesar de las necesidades que podían atravesar los vecinos, éstos sabían sacarle a la vida su lado bueno, por lo que, en este barrio de pescadores, puro y mágico, había siempre bullicio. De sus tabernas salían rumores de palmas y los cantes que acompañaban las palmas. La niña Mercedes se detenía a escuchar las letras flamencas, y de esta afición nació su conocida frase: "En Cádiz la música se hace con las manos. Con el son de las palmas". Si se dirigía hacia el Campo del Sur, le gustaba oír chirriar los cornetines de los soldados y los golpes de las bombas que lanzaban al mar los artilleros (pum-pum-pum). A veces, se paraba a contemplar, a lo lejos, lo que en un pasado fue el templo de Melkart. Y es que Amalia Cámara, su niñera (su particular "Tía Norica"), le relataba historias sobre un Cádiz remoto, que había conocido a través de la tradición oral. Por eso, le gustaba llevarla a la playa de La Caleta, cuando la marea estaba "vacía", para buscar restos de calzadas. Le decía que podían encontrarse cuentas de collar, alguna sortija y otros objetos que, alguna vez, formaron parte de antiguos ritos dedicados a Astarté, la diosa fenicia del amor y la fertilidad, cuyo templo se situaba próximo al castillo de Santa Catalina, o al dios Baal Hammon, por la zona del castillo de San Sebastián, donde se ubicaba, al parecer, su templo. La Caleta era su rincón favorito, y mirando el vaivén de las olas se relajaba y olvidaba los problemas que había en su casa. En todo momento fue consciente del sufrimiento que padecía su madre en el matrimonio, y en su mente quedaron escenas imborrables. Le costaba regresar y dejar el aire libre. Solo quería juegos, diversión. Contaba que un mariscaor, conocido de la niñera, la cogió en una ocasión de la mano y la llevó a capturar camarones en algunos de los charcos que se formaban entre las rocas. Le pidió que uniera sus manos formando un cuenco para introducirlas, lentamente, en el agua. Pero se les escapaban. La gente, a su alrededor, hablaba muy quedo, por miedo a espantar la pesca, y se remangaban los pantalones. Algunos decían: "¿Habéis visto los techos de las casas? ¿Habéis visto los techos de antiguos palacios?" Todo el mundo sabía que, por aquella parte, se había hundido una ciudad.
Si La Caleta era una especie de sueño mítico, la plaza de Mina era el paraíso terrenal para Mercedes Formica. A todas horas estaba repleta de niños y niñas riendo, corriendo, jugando al escondite o cantando el popular romance del rey viudo. ¡Plaza de Mina! De planta cuadrada, de losetas grises y bancos de yeso a su alrededor. ¡Acacias altísimas! En el centro crecía un jardín sembrado de uñas de león. Tan encajonada entre calles estaba que más parecía un patio particular.
Quedaba mucho Cádiz en su interior. Llevó a la ciudad en su corazón y en su recuerdo. Nunca perdió su suave acento. Cuando se convirtió en escritora, Cádiz fue el espacio preferido para desarrollar sus argumentos, siempre en defensa del más débil, en aquel entonces, las mujeres y los niños. Mercedes Formica desarrolló una especial sensibilidad hacia las injusticias, y, con este espíritu, fue una de las primeras mujeres matriculadas en Derecho de la Universidad de Sevilla en 1931. En su profesión, se ocupó de denunciar la violencia machista, en un tiempo en el que estos casos se silenciaban, y fue tal su empeñó que consiguió la primera reforma del Código Civil, y de otros cuerpos legales, para incluir derechos a las mujeres, desde su promulgación en 1889. 66 artículos, modificados en plena dictadura, que mejoraron la vida de las españolas y sirvieron para que la población femenina fuese consciente de la escalofriante situación en la que se encontraba en las leyes. Entre ellos, se eliminaron aspectos que la República no había considerado en la Ley de Divorcio de 1932, tales como el humillante "depósito de la mujer casada", consecuencia de concebir el domicilio conyugal "casa del marido". Su madre, Amalia Hezode, siempre fue su guía, como la luz del faro de la Caleta.
Mujer independiente y libre, tolerante, amante de las cosas sencillas, fue toda una pionera, ya que, además de los éxitos que obtuvo como jurista, pese a los vetos que soportó en el camino, dominó el arte de narrar, y, también, colaboró en prensa, investigó episodios de la historia de España, relacionados con las desigualdades sociales en torno a la mujer, e hizo labores editoriales en revistas culturales. Hablaba abiertamente, criticaba a la Iglesia y a Franco durante la dictadura. Había conseguido lo más importante: el "derecho al amor", una conquista que los estudios superiores y la posibilidad de valerse por sí misma le habían otorgado.
En Cádiz tenía un busto, en la plaza del Palillero, junto a la Fundación Municipal de la Mujer, que homenajeaba su memoria y el trabajo realizado en materia de igualdad, en un tiempo tan difícil como el franquismo. Pero, en octubre de 2015, se retiró, pues no se quiso entender su vida y sus circunstancias. Porque era incómoda, porque no encajaba en determinados esquemas mentales, y porque venía bien, en aquel momento, para hacer política. Ha tenido que ser el Ayuntamiento de Madrid, el de Manuela Carmena, el que haya reconocido definitivamente su mérito, por encima de ideologías, dedicándole una calle. Fue una mujer evolucionista, que se resistía a que la encasillasen.
Mercedes Formica, una gaditana que escribió las cosas más hermosas de su tierra. Pocos testimonios literarios existen tan evocadores de un Cádiz ya perdido. El agua de la bahía gaditana siempre fue la vela de un barco en el fondo de su horizonte, o el reflejo de una luna que ponía pinceladas de plata de dos a tres de la madrugada en la orilla de La Caleta.
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