"La sencillez es la cosa más complicada"
Álvaro Siza. Arquietcto
El Pritzker portugués Álvaro Siza repasa en Cádiz su ideario y recuerda las dificultades de su trabajo en la ciudad
En el 'star system' de la arquitectura, el portugués Álvaro Siza (Matosinhos, 1933) es la antiestrella. Sencillo y fumador empedernido, reflexiona sosteniendo cilindros de ceniza. Ayer volvió a Cádiz, una ciudad que pisó por primera vez en 1949, de vacaciones con sus padres, y donde su legado son las viviendas sociales de Concepción Arenal, para conferenciar en el ciclo Ultramar, organizado por el Colegio de Arquitectos y la Oficina del Bicentenario. Con el Premio Pritzker (1992) y muchos más premios a sus espaldas, habla despacio y largo con su melodioso acento en un español que es medio luso. Enciende otro Camel.
-Ha construido en todo el mundo. ¿Cómo concibe el proceso constructivo cuando parte de cero? ¿Utiliza los parámetros locales, universales o va con sus propios parámetros?
-En cualquier sitio, hoy, se utilizan métodos locales y universales. No existe ese aislamiento que podía existir antes. Se produce un intercambio porque hay un conocimiento recíproco anterior. Cuando acudo a un lugar siento atracción, curiosidad y respeto por la tradición y la identidad, pero si todo esto no es bañado por la innovación... En la arquitectura no hay reglas, hay que trabajar siguiendo factores muy distintos, sin parámetros preconcebidos.
-¿Y cómo aplicó esa idea cuando trabajó en Cádiz en las viviendas sociales de Concepción Arenal en 1989?
-Era un trabajo en el que cabía una dualidad. Estaba el tejido histórico de las casas de patio, pero la reconstrucción pertenecía a un nuevo trazado en el que la calle marginal adquiría todo su valor de fachada sobre el mar. Es decir, parte del tejido histórico y parte de la nueva concepción urbanística.
-Otros compañeros suyos de gran renombre abandonaron hace tiempo la vivienda social. Usted, que está a su misma altura, ha seguido realizándolas.
-Hasta el año 74, la revolución de los claveles, yo vivía aislado en mi profesión y mi principal tarea era la vivienda social. Tras la revolución, hubo un periodo de atención a lo que se hacía en Portugal y recibí encargos en comunidades pobres, pero muy solidarias, en los centros de algunas ciudades de Alemania y Holanda. Pero yo temía ser encasillado en ese tipo de trabajos, por lo que me salí de ello. Cuando hice otras cosas, sentí que se podía pensar que me especializaba en museos, lo que era igual de malo que lo otro. No he querido ser especialista, he querido hacer un poco de todo. La vivienda social es muy interesante porque trabajas en el tejido de las ciudades.
-En este papel del arquitecto como mediador que defiende, ¿hay diferencias en la formación en España y Portugal?
-Han sido escuelas muy diferentes, aunque ahora está todo cambiando con esos planes de Bolonia de unificación que me parecen un disparate. Los arquitectos españoles adquirían una enorme fuerza técnica, podían calcular la estructura, algo que en Portugal era tarea del ingeniero. De hecho, hace años el arquitecto en Portugal era un oficio secundario, mientras que en España era al contrario. Yo sigo creyendo en el trabajo en equipo, no en el arquitecto que dice cómo debe ser todo y los demás hacen lo que él dice.
-¿Qué le parece esta 'fiebre' de obras estrella que hace unos años se produjo en España a raíz del Guggenheim de Gehry en Bilbao? Cada pueblo quería su Gehry.
-No es nuevo que el poder haya buscado su apoyo en la arquitectura, su imagen. Esto pudo suceder, de manera patológica, en el régimen nazi. No tiene ese aspecto en los sistemas democráticos, pero también buscan esas imágenes de transformación. Si la arquitectura es un elemento transformador de una ciudad, como fue el caso de Bilbao, bien. Pero si son caricaturas, si es un brillo artificial, si la arquitectura no da razones de su existencia, falla.
-¿Cuál es el poder transformador de la arquitectura?
-Limitado. La influencia de la arquitectura nunca es determinante, pero es de una gran responsabilidad. Su pequeña capacidad es fundamental. Pero no nos engañemos, uno puede ser felicísimo en una barraca e infeliz en un palacio. Si de lo que hablamos es de si la arquitectura da la felicidad, la respuesta es no.
-Habla hoy (por ayer) de una de esas obras suyas que ayudan a la transformación. Fue el museo de Ibere Camargo en Porto Alegre.
-Humildemente, no me salió mal, pero es que contaba con todo a mi favor: capacidad económica, el apoyo de la familia de Ibere Camargo, las autoridades, el gran arquitecto brasileño Oscar Niemeyer. Tenía todo a favor para organizar esa construcción.
-¿Y alguna vez que lo tuvo todo en contra?
-Muchas veces, casi siempre. El caso de Cádiz, por ejemplo. Si no hubiera sido porque estar en esta maravillosa ciudad fue un aliciente y el pacientísimo trabajo del arquitecto gaditano Rafael Otero... pero es un caso en el que, al principio, todo son facilidades y luego sientes la desconfianza.
-¿Qué piensa de los concursos? En la Ciudad del Flamenco de Jerez...
-Mejor olvidar lo de Jerez.
-Ganaron arquitectos muy mediáticos, los suizos Herzog y De Meuron, pero su proyecto tenía una sencillez en sus soluciones...
-¿Sencillo? Podía parecer sencillo, pero la sencillez es la cosa más complicada que hay.
-Mal recuerdo de los concursos, entonces.
-No, he ganado otros. Los concursos fueron una imposición europea para potenciar arquitectos jóvenes y en las bases de los concursos, que no se cumplen para otras cosas, ya se plantea una trayectoria. Si para hacer un museo has tenido que construir cuatro museos, cómo un joven arquitecto va a poder hacer por primera vez uno.
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