Tío Jaime, el hombre apasionado

Tributo a Jaime Pérez Llorca

Jaime Pérez-Llorca, con uno de sus perros
Jaime Pérez-Llorca. / Joaquín Hernández Kiki
Luis Miguel Torrecillas

25 de octubre 2020 - 06:58

Me han pedido que escriba un artículo sobre mi tío D. Jaime Pérez-Llorca Rodrigo, algo que no debería costarme, ya que soy periodista, pero me van a permitir que lo que escriba no lo haga desde el oficio, sino desde el corazón.

Todos los recuerdos que tengo de mi tío me llevan a Cádiz, a la calle Apodaca, 12, a la casa familiar de los Pérez-Llorca, donde mis tíos, Jaime y Bibi, pasaron toda su vida. Porque pese a poder desarrollar en otras ciudades y países una vida profesional y personal mucho más notable, él era gaditano. Sentía Cádiz como su tierra y su pasión. Amaba las tardes de La Caleta con Rafael Alberti y Quiñones, la poesía del carnaval, las ancas de rana del Restaurante El Faro, las puestas de sol de la Punta de San Felipe, y las marismas de la Bahía, donde se quedó encallado cientos de veces con su barquito, una de las últimas junto a Felipe González y Alfonso Guerra. Porque mi tío, era socialista, rojo, guerrero, comprometido, y luchador. Pese a venir de una familia tradicional conservadora, su hermano pequeño, José Pedro, fue ministro de la transición, él se forjó en los ideales de la lucha obrera gaditana. Muy vinculado a los astilleros, por su profesión de oftalmólogo, era frecuente verle en las protestas callejeras clandestinas, siempre con su particular gabardina beige.

Corría el verano de 1973, yo apenas tenía 5 años, y puesto que ellos no tuvieron la fortuna de tener hijos nuestro padre decidió dejarnos pasar al menos un mes de las vacaciones con tío Jaime y tía Bibi. Esta costumbre se repetía año tras año, y eso cambió y reforzó todos y cada uno de mis valores.

Tío Jaime era aventurero, de educación refinada, hombre caprichoso, excéntrico… calificativos todos capaces de encandilar y atrapar la inocencia de un niño, que no veía en él un hombre importante, sino divertido, de una conversación afable, culta y siempre interesante. Capaz de hacer de cada día otro diferente. Algo en lo que coincidirán conmigo cuantos le conocieron.

Me vienen a la cabeza cientos de recuerdos. Esa consulta, llena de pacientes a los que algunas tardes distraía con pequeños teatrillos, las veces que había que soportar largas esperas. Porque tío Jaime era el mejor, todos querían que él atendiera sus ojos. No sólo en Cádiz, sino en toda España. Ahora que tanto se habla de epidemias y pandemias, la OMS y UNICEF le encargaron la erradicación del tracoma, la enfermedad de la ceguera, a finales de los 50, en la región de Andalucía. Fue tal su compromiso con el servir y la oftalmología, que como pasa con los grandes romances, todo se acaba, y un día decidió dejarlo todo para entrar de lleno en la política. Tía Bibi vivió con horror ese cambio, pero entendió que de esa forma se sentía más útil a los demás. Porque el compromiso era algo que latía en él.

Recuerdo también esos enormes badajos que mandó instalar en aquella casa de la Alameda. Con timbres en cada una de las salas: la salita verde, la salita blanca y negra, la biblioteca… una forma infantil de llamar la atención, porque caprichoso era un rato. Le encantaba acumular de todo: bolis bic de tapa azul, gafas de ver, pegatinas de botellas de vino, pipas de fumar, revistas, posavasos, anzuelos y cañas de pescar, soldaditos de plomo, pero sobre todo libros. Sin quererlo creaba su propio mundo de caos en el que disfrutar de la coherencia de los libros que devoraba cada día. Era capaz de pasar días enteros encerrado en su cuarto leyendo, sin apenas dejar espacio al sueño, para salir reforzado en el conocimiento y en sus ideales políticos y sociales.

Odiaba lo convencional y era capaz de abordar todos y cada uno de los aspectos de su amada Cádiz. La delicada inclusión de la OTAN en la costa gaditana, su pasión por el transporte marítimo en la Bahía, su tan peleado y discutido espigón de poniente, la reordenación urbana… Se llegó a rumorear su posible elección como alcalde, pero su talante le hacía pasar de hombre ilustre a formal en tan solo un segundo. Como anécdota contar que era un vicioso de la horchata y los topolinos de Los Italianos, en la calle Ancha, pues todo en él rezumaba costumbres gaditanas. Y sabía disfrutar de todos cada uno de los caprichos de la ciudad.

Es curioso. Nunca imaginé escribir sobre mi tío, cuando fue con él con quien yo escribí mi primer artículo. Sería a finales de los 80, tío Jaime ya era Senador y miembro de grupo Parlamentario Socialista. Yo estaba haciendo prácticas en el Diario de Cádiz y me propuso narrar el carácter gaditano a través de sus edificaciones: La casa Rosa, los aljibes de las viviendas, los minaretes de las terrazas, su piedra porosa, los palacetes de la Plaza San Antonio, las apretujadas calles del barrio de La Viña… en él todo tenía ideas geniales. Siempre le acompañó el ingenio y la sabiduría, pero sobre todo la pasión.

Si tuviera que resumir en una palabra a D. Jaime Pérez-Llorca Rodrigo, mi tío, les diría que fue un gran apasionado. No había nada ni nadie en la vida que le pasara desapercibido. Fue un gran oftalmólogo y un gran político, pero sobre todo un gran apasionado, algo que aún hoy, 14 años después de su fallecimiento, nunca olvidaré.

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