Contra el vicio y la prostitución

Historias de Cádiz

Algunas de las curiosas disposiciones dictadas en Cádiz para evitar escándalos y malos ejemplos l Prohibición de las habituales juergas nocturnas en coches de caballos

La prostitución no podía ejercerse en la vía pública
La prostitución no podía ejercerse en la vía pública / Archivo

Alo largo de la historia, las medidas tomadas por las autoridades contra “el vicio y la prostitución” han sido numerosas y de todo tipo. Todos los gobiernos, con independencia de su signo político, han dictado normas para acabar con el llamado ‘oficio más antiguo del mundo”, o para limitar al menos su desarrollo. En esta ocasión vamos a tratar algunas de las medidas adoptadas en este sentido en Cádiz por el Gobierno presidido por el general Primo de Rivera, en los años veinte del pasado siglo, y que son ilustrativas de la vida y costumbres de nuestra ciudad.

Por aquellos tiempos, los llamados ‘alegres años veinte’, Cádiz tuvo un importante resurgimiento económico que aumentó significativamente el número de habitantes. La pesca vivió sus mejores años con la presencia de numerosos barcos gallegos y vascos dispuestos a faenar en el caladero del Golfo de Cádiz. En el muelle había mucho movimiento con los grandes buques que realizaban los llamados ‘viajes rápidos’ a Argentina y Uruguay, mientras el dinero corría fácilmente y las ganas de gastarlo eran enormes. En esta situación no es extraño que aumentasen los ‘cabarets’ y las casas habitadas por lo que entonces se llamaba “mujeres de vida airada”.

Estas casas estaban situadas, preferentemente, en el barrio del Pópulo y en algunas calles cercanas a la plaza de Fragela. Los cabarets , salas de fiesta y bares de alterne estaban, por el contrario, en la calle Plocia y otros lugares discretos de la población, como el Kurssal en el barrio del Balón. Hay que señalar que estas actividades estaban completamente permitidas, incluso la prostitución, limitándose las autoridades a exigir discreción y ausencia de escándalos.

El Gobierno de Primo de Rivera nombró al general Lozano gobernador civil de la provincia de Cádiz. Esta autoridad quedó asombrado del incumplimiento de las normas sobre la “moralidad y buenas costumbres” existente en Cádiz y dictó un bando para arreglar la situación.

De entrada prohibió algo que era muy típico de nuestra ciudad, las juergas en coches de caballos. Era entonces habitual alquilar un carruaje y, con abundante provisión de vino, recorrer la ciudad visitando tabernas y salas de fiesta. No faltaban cantaores de flamenco y mujeres de ‘vida alegre’, por lo que la juerga era completa, pero el ruido y las molestias para el vecindario quedaba también garantizado. Lozano cortó de raíz esa costumbre tan arraigada.

Al mismo tiempo, el gobernador ordenó el cierre de cabarets y salas de fiesta a las dos de la madrugada sin posibilidad de prórroga alguna. Además ordenó diversas medidas para evitar ruidos y las molestias para los vecinos con viviendas cercanas a esos lugares de ocio, como el cierre de las puertas y la prohibición del cante por parte de los clientes y parroquianos.

En cuanto a los vecinos que circularan por las calles en estado de embriaguez, el gobernador ordenó que fueran llevados a la Prevención y que allí permanecieran hasta que recobraran su estado normal. Además debían abonar fuerte multa.

Por último, Lozano, conociendo que muchos agentes de la autoridad hacían la ‘vista gorda’ en estas materias, estableció severas sanciones para los que no cuidasen del exacto cumplimiento de sus instrucciones.

Poco tiempo más tarde el gobernador decidió ampliar estas medidas ‘contra la moralidad y las buenas costumbres’ a las casas de prostitución, actividad que estaba permitida y que funcionaba en nuestra ciudad sin ningún género de cortapisas.

Por medio de un edicto, la autoridad civil hizo saber que las mujeres que se dedicaban a la prostitución “en cualquiera de sus formas” deberían permanecer recluidas en sus casas, o en las que vivieran como pupilas. Al mismo tiempo esas casas de tolerancia deberían permanecer durante el día y la noche con las puertas y ventanas cerradas de tal modo que los transeúntes no pudieran conocer lo que ocurría en el interior, ni identificar a las personas que hubiera dentro, ya fueran clientes, prostitutas o servidoras.

Las mujeres que se dedicaran a la prostitución podrían salir a la calle a buscar clientes solamente entre las once de la noche y la salida del sol, pero serían detenidas si producían alboroto o escándalo en la vía pública o atentaran contra los principios de la moral y de la decencia.

A esas horas nocturnas las mujeres “de vida airada” podrían ofrecer sus servicios en los portales de las casas de tolerancia, pero no en la vía pública ni en otras casapuertas, Tampoco podrían ofrecer servicios de prostitución a través de sirvientas o empleados de esas casas.

En cualquier caso, señalaba el edicto del gobernador civil, no podría el ejercicio de la prostitución causar molestias o inconvenientes de cualquier clase a los pacíficos vecinos o inquilinos de las casas cercanas.

Cualquier infracción a estas reglas serían castigadas con total rigor, siendo los culpables detenidos y puestos a disposición de la autoridad civil. El gobernador anunciaba también especiales y gravísimas sanciones para los funcionarios o agentes que admitiesen dádivas de cualquier clase procedente de las personas que ejercían la prostitución.

Las medidas se llevaron a cabo de inmediato y durante algún tiempo se impusieron fuertes sanciones derivadas de las conductas contra la llamada “moralidad y las buenas costumbres”. Poco a poco, como ha sucedido siempre en esta materia, la rigurosidad fue dando paso a la “vista gorda” y estas medidas adoptadas por el Gobierno de Primo de Rivera fueron quedando en el olvido.

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