Gracias, América
Yo parí a Juan Carlos Aragón
'Araka la Kana'. Solamente por la sensación de sobrevolar en avión tierras charrúas frente al Mar del Plata cobró sentido definitivo todo el tiempo que en mi vida le había dedicado al Carnaval
Un poco harto ya de comparsas oscuras y necesitado de darme un giro en dirección a la alegría, atendí la petición de algunos de mi grupo que me proponían "sacar algo por Sudamérica", agua en la que me movía como un pez, gracias a todo el folklore sudamericano que mamé en casa de mis padres desde pequeño, además de lo que fui conociendo de pibe. Lo musical me seducía mucho; pero lo social me seducía aún más, ya que siempre fui un fervoroso defensor de la unidad latinoamericana, tanto como por la explotación histórica de los colonizadores de nuestra patria como por el imperialismo yanki del último siglo. Y vi en el carnaval uruguayo el contexto ideal en el que ubicar mi comparsa para reproducir todas estas inquietudes estéticas y sociales.
De entre todas las murgas uruguayas que ya conocía desde hacía tiempo, me llamaba la atención de modo especial La Bruta, que es como en Montevideo sobrenombran a Araca la Cana -Al loro, la policía- por su manera combativa y directa de plantear y denunciar las injusticias. Y, para colmo, cantaban con un soniquete que siempre he perseguido para el timbre de mi grupo, y que me recordaba a mis divinas comparsas de los años 70.
Así que creo que di en la tecla. De hecho, reconozco que fue la comparsa que menos trabajo me costó hacer. Me limité a desabrocharme la piel a la altura del esternón y a volcar sobre la mesa todo lo que guardaba debajo. Por lo novedoso del planteamiento, había quien no "veía" la comparsa, ni la vio hasta el final -incluso hubo quien abandonó a las primeras de cambio por este motivo-. Me daba igual. Yo sabía muy bien lo que estaba haciendo, y sabía que aquella comparsa, o se quedaba en la calle o la calle se quedaba con ella. Y pasó lo segundo. La final me recordó mucho a la del año de 'Los Yesterday', por la conexión con el público y su incondicional entrega. El estremecedor y espontáneo cántico del Teatro de "campeones, campeones" a las siete de la madrugada, fue una de las más emotivas sensaciones de toda mi historia carnavalesca. No se me olvidará nunca el veredicto del jurado bajo el arco de San Rafael, mi llanto contenido y el abrazo con Catusa, el arquitecto de la Araca uruguaya que cruzó el charco para apadrinar durante el concurso a su gaditana hija gemela.
Cuando, por una cuestión de Estado -digámoslo así-, cruzamos el charco nosotros para contribuir al hermanamiento de Cádiz con Montevideo a través del intercambio de nuestras Arakas, recibí un honor y una responsabilidad que jamás pensé que me adviniese de la mano del carnaval -pero no pudo venir de mejor mano-. La mañana que desperté en un avión sobrevolando tierras charrúas frente al Mar del Plata, la emoción incontenible se me escapó por los mismos alerones de la nave. Por aquella sensación cobró sentido definitivo todo el tiempo que en mi vida le había dedicado al carnaval.
El pueblo uruguayo nos recibió con los brazos abiertos, en lo artístico y en lo humano. Confieso que me sobraron ganas de quedarme allí para siempre y no volver más. Sus valores, su educación y su cultura me confirmaron que hay mundo más allá de nuestra pobretona y materialista cosmovisión occidental. Volví porque en Cádiz tengo historias que aún no han acabado y otras que están aún naciendo, si no… Incluso vi personalmente a través de los cristales del bus a mi sublime maestro de la poesía social: al mismísimo Mario Benedetti. El cicerone paró el bus para que me bajase y lo saludara. Pero yo preferí conformarme con haberlo visto, allí, en su barrio, en su calle, viejecito y entrañable, y conservarlo dentro de la mítica burbuja en la que siempre lo tuve.
Pero no todo el año de Araka fue tan idílico. En algunos bares hay colgada una inscripción en un cuadrito de porcelana que dice algo así como: "hoy es un día maravilloso; pues verás como viene algún mamón y lo jode". Y así fue. Hubo gente en aquel grupo que no supo estar a la altura histórica de Araka la Kana, gente que no tiene la cabeza lo suficientemente bien amueblada como para digerir y disfrutar determinados éxitos en su justa dimensión, gente que no entiende que su aportación a la causa debe estar por encima del egoísta y alocado vuelo de su ego. Pero la pena no fue solamente que se fastidiaron ellos, sino que también fastidiaron a los que sí lo habíamos entendido. Vanidades, egolatrías, competiciones desleales, falso compañerismo y abuso de la gloria, provocaron que el verano de Araka fuera una retahíla de malos rollos y actuaciones decepcionantes. Quizás otro autor no contaría en sus memorias estas miserias. Pero yo no voy a engañarme a mí mismo, ni tampoco voy a engañar al sufrido lector que ha seguido todas estas entregas. Lo de Araka, si hubiese acabado en el momento en que aterrizamos de vuelta en ese pueblecito llamado Jerez, habría quedado redondo. Pero casi todo lo que vino después empañó una cruzada que sólo podía ser gloriosa, por derecho propio. Y no se me malentienda. No estoy renegando de Araka. Araka adornará el cauce de mi femoral para siempre. Pero sigo golpeándome la tez mientras me pregunto por qué hubo gente tan torpe que se empeñó en agriar aquella experiencia, a sí mismos y a los compañeros que contribuyeron en hacerla posible.
Antes de acabar este capítulo, prefiero darme el placer de devolver a mi memoria aquel concurso, aquel viaje, aquel país, aquellas calles, aquellos teatros, aquella gente, aquellas noches y aquellas mañanas de paz devorando con mis pies el asfalto americano, oyendo a dos voces la presentación de Araka y el grito de los corazones desaparecidos durante la dictadura. Gracias, América (del Sur).
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