La música que no muere: Los Chichos sellan su capítulo final con una noche de rumbas y recuerdos eternos
La gira "Hasta aquí hemos llegado" pone el broche final a una trayectoria artística que ha dejado una huella profunda en el tejido social y cultural de la música urbana
Lola Índigo, un 'an1mal'en el escenario que arrasa con su actuación en Concert Music Festival
"Desde pequeño, mi pasión por la música fue mi motor, un eco vibrante en mi pecho que me guiaba a través de los caminos inciertos de la vida"
Concert Music Festival se engalanaba una vez más para recibir a aquellos gitanos que, armados con sus guitarras y voces desgarradas, son los matadores del ritmo y la nostalgia: Los Chichos. Su gira Hasta aquí hemos llegado, cerraba un capítulo de 50 años de historia musical. Pero en realidad, no se trataba simplemente de un adiós; era mucho más que eso. Era una celebración profunda y emotiva de una música que ha trascendido las barreras del tiempo, acompañando a generaciones enteras a lo largo de los años.
La atmósfera que envolvía la pista del festival era palpablemente eléctrica, cargada de una energía vibrante que casi se podía tocar. Un mosaico de gentes de todos los rincones y edades se había congregado para rendir homenaje a un grupo de leyenda, auténticos poetas de la marginalidad, desprovistos de cualquier atisbo de artificio. Familias enteras, desde los abuelos hasta los más pequeños, se reunían en esta celebración colectiva, unidos por el amor a las rumbas que, a lo largo de las décadas, se han convertido en la banda sonora de vidas entrelazadas con historias de amor, desamor y lucha constante.
Las composiciones de los rumberos han sido mucho más que simples melodías; han tejido el tapiz de la existencia de aquellos que las han acompañado en su crecimiento. En el aire se respiraba la certeza de que sus canciones trascienden lo meramente musical para convertirse en un entramado de recuerdos e identidad. Así, lo que en un principio podría parecer solo un concierto, se transformaba en una ceremonia de evocación y pertenencia.
Empezaron por ese ejercicio de relativización de la delincuencia llamado Sea como sea. En él, se desnudaba la faceta sombría del niño bueno del hogar, el joven que, con astucia y determinación, encuentra maneras de contribuir al sustento familiar. “Seguiré robando si es preciso y con estas manos noche y día, sacaré adelante mi familia”, rezaba la letra, transformando la lucha y la necesidad en un acto de resistencia conmovedora.
Sobre el escenario, los acordes rumberos se entrelazaban con la potencia del rock, mientras los arabescos del sintetizador impregnaban el aire de una modernidad evocadora. Los venerables hermanos Julio y Emilio González Gabarre compartían el centro de la escena con el hijo de Emilio, también llamado Emilio, en una colaboración que combinaba armonías de una elegancia inigualable. En esa noche mágica, la nave del tiempo despegaba, transportando a los asistentes a épocas en que la vida parecía más sencilla, cuando las rumbas eran la banda sonora de los viajes en coche, las tardes veraniegas y las celebraciones familiares.
La voz de Emilio González, entrelazada con la de su tío Julio, reverberaba con la misma fuerza y emotividad que en tiempos pasados, como si el paso de las décadas no hubiera logrado alterar su esencia. Aunque los años se deslizaban como sombras sobre el tiempo, ciertas cosas permanecían inalterables en su intensidad. Sus voces, envueltas por el abrazo de una banda magistral y coristas que enriquecían cada matiz, hicieron temblar el escenario y, por extensión, el alma misma de Sancti Petri.
La noche avanzaba entre clásicos como Son ilusiones, Amor de compra y venta, No Juegues Con Mi Amor o Calla Chiquitín, rumbas que exploran el tejido de la vida cotidiana, el pulso del barrio, el vaivén del amor y el desamor, así como los contrastes entre la prisión y la libertad. Sus letras capturan la esencia de aquellos que poseen poco, pero que se aferran con fervor a sus sueños, retratando a hombres y mujeres valientes que, a pesar de las adversidades, continúan su marcha con dignidad. Con una discreción casi enigmática, Los Chichos han logrado vender más de 22 millones de copias, erigiéndose como la voz de los desheredados y los rebeldes, como El Vaquilla, el legendario delincuente que halló en sus rumbas una forma de redención y esperanza.
La literatura carcelaria dejó siempre una impronta en Los Chichos pero, más allá del perfil costumbrista, es de justicia hacer notar su gracia con las canciones de amor. A veces, sí, colindando con el código penal o cruzando el umbral: ahí estuvo Mujer cruel, reproche dolido “cómo podías tú vivir con dos hombres a la vez”.
Antes del interludio que marcaría el inicio de la segunda mitad del concierto, Los Chichos decidieron rendir homenaje a los virtuosos que compartían el escenario con ellos. La formación que les respaldaba estaba compuesta por una guitarra eléctrica y otra flamenca, un bajista de envergadura, un teclista que parecía conjurar melodías, una batería que marcaba el pulso con firmeza, y tres coristas femeninas. La sinfonía de la banda, con su sonido vibrante y envolvente, complementaba a la perfección el trío vocal principal, elevando cada nota a nuevas alturas. Una vez que los músicos fueron presentados y Los Chichos tomaron un breve respiro, la banda se adueñó del escenario, desplegando su talento en una serie de interpretaciones del repertorio de Los Chichos. En un instante, el público se vio arrastrado por el contagioso ritmo, y la pista se convirtió en un mar de cuerpos en movimiento, celebrando la música con entusiasmo desbordante.
Para la segunda parte del concierto, Los Chichos se dedicaron a tocar sus mayores y grandes éxitos como El Vaquilla, perteneciente a la banda sonora de la película Yo, el Vaquilla, La Cachimba, Vente Conmigo Gitana, Libre y Juan Castillo. Temas que encapsulan el espíritu de Los Chichos: la voz de los desheredados, de los rebeldes, de aquellos que encuentran en la música una forma de supervivencia y resistencia.
Mientras las canciones seguían fluyendo como el buen vino, uno no podía dejar de pensar en cómo estos gitanos de Vallecas han sido capaces de generar amores y odios tan intensos. A Los Chichos se les ama o se les detesta, no hay término medio. Pero lo que es indiscutible es que han sido y siguen siendo una fuerza cultural imparable. Su música, como una suerte de Ilíada moderna, ha servido de inspiración a todos aquellos que vinieron después. Porque si Camela es historia, Los Chichos son la prehistoria, la fuente de la que todos bebieron.
Uno de los momentos más sublimes de la noche se desató cuando Emilio González, al avistar un cartel que imploraba la interpretación de Ni más ni menos como condición para que una admiradora pudiera cumplir su sueño nupcial, tomó una decisión inesperada. Sin vacilar, descendió del escenario y se dirigió hacia la joven, dispuesto a materializar su anhelo. Este gesto, desbordante de generosidad y humanidad, se erigió como un testimonio elocuente de que, aunque Los Chichos puedan retirarse de los escenarios, el vínculo que los une a su público permanecerá indestructible y eterno, como un lazo de admiración.
El cierre llegó con Bailará con alegría, un tema que puso el broche final a una noche cargada de emociones. Los Chichos se despidieron de Chiclana, dejando claro que, aunque este haya sido su último concierto en la ciudad, su música seguirá sonando en las radios, en las fiestas, y en los corazones de todos sus fans.
Los años no han pasado en vano, pero la energía que se vivió en el recinto era la de un grupo que, a pesar del tiempo, se mantiene firme, cantando esas historias que, aunque a veces duras, son reales, son la vida misma. Los Chichos, con sus voces roncas y sus rumbas que suenan a barrio, a vida, a lucha, demostraron una vez más que su música es inmortal. Su música, como el buen toreo, nunca morirá.
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