Los pies en la Bahía, la mente en Ucrania
Ucranianos en Cádiz
La familias de acogida se vuelcan en el proceso de adaptación; muchos refugiados sufren cuadros de estrés postraumático
Una docena de ucranianos ha decidido regresar a su país a pesar de la guerra, aunque la asociación Familias Solidarias de Chiclana lo desaconseja
Cádiz/Es hora punta en casa de los Jerez Serrano, donde 1+1 son 12. José y Rocío, padre y madre de seis hijos, acogen en su casa de San Fernando a una familia de otros cuatro miembros. Son refugiados ucranianos que llegaron a la Bahía de Cádiz hace ahora dos meses.
Hay espacio para todos: Alma (10 años), Slava (9), Jose (8) y Rocío (5) juegan y ven la tele. No paran. Kateryna (16), Mario (16), Paloma (14) y Lucía (12) reposan en su habitación. Anastasia (21) se prepara un café y su madre, Vika (41), estudia español. Muestra los avances en su cuaderno, en los que escribe con una caligrafía perfecta algunas recetas españolas y ucranianas. La dermatóloga capilar habla con una fluidez asombrosa; cuesta pensar que hasta ocho semanas no conocía ni una sola palabra.
“Nos enteramos por un amigo de que hacían falta familias de acogida y todo fue muy rápido: nos apuntamos y a los pocos días nos dijeron: 'Oye, que vuestra familia viene esta semana'”, recuerda José, trabajador de la ONCE en La Isla. El padre de familia se esfuerza en encontrar temas de conversación universales, bromas que puedan sacar una sonrisa a los huéspedes. Las locales le fallan: “Somos tantos que nos van a tener que poner una parada del tranvía”. Es pronto. Las culinarias son infalibles: Vika le llama el master chef de San Fernando.
Rocío, la madre, ejerce como traductora sin hablar su idioma. Chapurreo en inglés, comunicación no verbal y dulzura a raudales: “Les cuesta entender el andaluz, pero yo es que hablo más lento”.
Los Jerez Serrano son sólo un ejemplo de la ola de solidaridad de la Bahía en los últimos meses. La asociación Familias Solidarias de Chiclana ha trasladado hasta la provincia de Cádiz a 38 familias ucranianas, pero el trabajo no finalizó con la llegada del autobús: cada semana un equipo de 22 voluntarios visita los hogares de acogida acompañados de un traductor y hace un seguimiento de su evolución.
“Las primeras semanas fueron duras y hubo problemas de adaptación. En una primera fase observamos que adultos y niños mostraban síntomas de tener un cuadro de estrés postraumático de guerra”, explica Juan Molina, presidente de la asociación de Familias Solidarias de Chiclana.
Ensimismamiento, desánimo y, en ocasiones, rechazo a la comunicación en español: algunos niños se negaban a aprender el idioma e incluso rechazaban ir a la escuela. Era su forma de expresar el deseo de estar emocional y mentalmente en Ucrania, donde seguían muchos familiares y amigos.
“No es que sean desagradecidos, porque no lo son; el que piensa eso no comprende lo que les ocurre”, apunta Molina, quien suele poner el mismo ejemplo a las familias acogedoras para que entiendan el impacto que supone una pérdida inesperada, un duelo para el que nadie está preparado: “Imagina que se te muere un hijo; por mucha ayuda que te quieran prestar, en el duelo piensas que no tienes nada. Y si no tienes nada puedes recibir oro, que para ti lo más importante es lo que has perdido”.
Una tercera parte de los refugiados atendidos por esta asociación ha sufrido estos problemas de adaptación. Familias Solidarias ha asesorado a los hogares de acogida y la mayoría se han volcado, no solo ofreciendo su espacio vital, sino dedicando gran parte de su tiempo a los refugiados: “Ellos no tienen necesidad de que les compren cosas, es mucho más importante que las familias estén a su lado cuando estén mal; necesitan tiempo para asimilar el duelo”.
Rocío y Vika, madre española y madre ucraniana, hablan de cómo han sido estas semanas antes de ir juntas a la peluquería. “Españoles son gente muy solidaria con los ucranianos. Todos me preguntan si necesito algo”, cuenta Vika. Cada mañana, cuando Rocío, maestra, y José acuden al trabajo, ella se encarga de llevar a los niños al colegio. Se turnanpara cocinar y organizan actividades juntos.
Junto a ellas está Anastasia, que muestra una madurez extraordinaria a sus 21 años. Cada día entrena en el gimnasio isleño que le ha abierto las puertas y se prepara para competir en la modalidad de fitness artístico. Su padre, Vadik, es cinco veces campeón mundial de culturismo y entrenador nacional. Él tuvo que quedarse en Ucrania, como el resto de hombres del país, y hoy ayuda a trasladar a compatriotas al otro lado de la frontera.
“En ocasiones esos padres son los que están reclamando a las familias. Les dicen que vuelvan, que allí se empieza a normalizar la vida… pero la realidad es que sigue habiendo bombardeos”, apunta Molina. En total, en las últimas semanas han regresado doce personas, algunas sin la garantía de poder cruzar la frontera. La asociación intenta ayudarles en el camino de vuelta, pero recomienda no regresar: “Es evidente que no hay mejora ni perspectiva de que la guerra vaya a terminar a corto plazo, pero echan de menos su vida y al enterarse de que no hay bombardeos en una zona hay un efecto llamada”.
- Y vosotros, Vika, ¿pensáis volver?
- Sí, pero no aún. Muchas familias están volviendo porque es difícil vivir en otro país. Pero nosotros estamos bien aquí. Queremos volver, pero cuando acabe la guerra.
Su familia tiene motivos para desconfiar de Putin. El de San Fernando es su tercer lugar de paso desde que Rusia iniciase su ofensiva en Ucrania. En 2014, tuvieron que abandonar la República de Luhansk, su hogar. Esta área del Donbass vive desde hace ocho años en una continua disputa entre los dos países, con una contienda supera los 14.000 muertos. Putin dio por definitiva la anexión cuando declaró la guerra.
Vika, Vadik, Anastasia, Kateryna y Slava se mudaron a Kiev, donde vivieron hasta que Rusia anunció la nueva ofensiva. Ese día huyeron a una localidad cercana a la frontera de Polonia, a priori la zona más segura. Se refugiaron en Leópolis, pero la tregua apenas duró 48 horas: al tercer día de guerra los rusos bombardearon la ciudad.
Fue la señal definitiva de que había que huir lo más lejos posible. El autobús de Familias Solidarias llegó a la frontera y decidieron dejar atrás a los suyos, también a Vadik, e ir a España. Fueron al supermercado, compraron 500 tarjetas de vocabulario de español y se pasaron el viaje llorando y aprendiendo algunas palabras.
“En 2014 pensábamos que íbamos a estar en Kiev en dos semanas… Pero al final estuvimos muchos años y tuvimos que venirnos a España. No sabemos si estaremos aquí dos meses o dos años”, lamenta Anastasia.
Pese a las barreras del idioma, nueve madres ucranianas han encontrado trabajo en las últimas semanas. Los niños, la mayoría escolarizados, reciben el apoyo de sus compañeros, concienciados desde antes de su llegada.
“Ahora estamos en una segunda fase de incorporación muy interesante. El porcentaje de gente que ha decidido marcharse es muy bajo y la mayoría empieza a asimilar que cuando se incorporan no están abandonando a nadie. El objetivo es que poco a poco eviten los sentimientos de culpa por haber dejado atrás a su familia en una huida tan dolorosa”, concluye Molina.
Dificultades puntuales en la escolarización
La mayor parte de los niños y niñas ucranianos se ha escolarizado sin problema, pero en algunos casos la burocracia dificulta su integración. Según cuenta la Asociación de Familias Solidarias, al no haberse incorporado a principios de curso han encontrado obstáculos para integrarse en los centros escolares más cercanos.
Puede parecer anecdótico, pero no lo es: muchos de ellos no han podido empezar las clases porque las familias de acogida, que tienen a sus hijos en otro centro, no pueden trasladar cada mañana a los refugiados al colegio que le corresponda. Cuando el centro coincide con el de los hijos es mucho más fácil llevar a todos a la vez. “A veces no hay plaza vacante y los mandan a otros centros, lo que provoca serias dificultades para la conciliación”, explica Juan Molina.
La asociación de Familias Solidarias ha solicitado una reunión con el delegado territorial de Educación de la Junta de Andalucía para abordar esta cuestión. El sistema de acogida, argumenta, permite ampliar la ratio en un 10% en casos de incorporación tardía. La escolarización es uno de los principales mecanismos de inserción social y el contacto con niños españoles no sólo en horario lectivo, sino también por la tarde, facilita la integración. “No van a estar para siempre, estarán aquí un periodo relativamente corto, hasta que acabe la guerra, y debería ser algo asimilable; es un escollo que nunca pensábamos que íbamos a encontrar”, añade Molina.
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