La agonía de Franco contada por José María Izquierdo en El País
Este texto —tal cual— se publicó en un suplemento especial de EL PAÍS el 20 de noviembre de 1985, cuando se cumplían 10 años de la muerte del dictador. El autor se ha limitado a releerlo, hacer unas mínimas correcciones y ha añadido algunas notas aclaratorias, dados los años transcurridos desde entonces. También se ha acercado al Valle de los Caídos 40 años después, y ha comprobado que la losa de tonelada y media, con la escueta inscripción Francisco Franco y una cruz ligera, sigue en su lugar. En la noche del 19 al 20 de noviembre de 1975, a una hora indeterminada, moría en la Ciudad Sanitaria de La Paz Francisco Franco, jefe del Estado español durante casi 40 años. Franco tuvo una agonía larga, dolorosa y cruel. En poco más de un mes, y con 82 años en su castigado cuerpo, sufrió varios infartos y tres operaciones a vida o muerte. Juan Goytisolo evocó así la muerte del Generalísimo: "Era torturado cruelmente por una especie de justicia médica compensatoria de la injusticia histórico-moral que le permitía morir de vejez, en la cama". El último parte, en el que se certificaba su defunción, es un testimonio definitivo: "Enfermedad de Parkinson. Cardiopatía isquémica con infarto de miocardio anteroseptal y de cara diafragmática. Úlceras digestivas agudas recidivantes, con hemorragias masivas reiteradas. Peritonitis bacteriana. Fracaso renal agudo. Tromboflebitis íleofemoral izquierda. Bronconeumonía bilateral aspirativa. Choque endotóxico. Paro cardiaco". 23 de noviembre de 1975. Basílica del Valle de los Caídos. "Nuestro hermano ha muerto..." recita con voz estentórea el abad Luis María de Lojendio. Miembros de la Guardia de Franco cargan el ataúd. El jefe de la Casa Militar, Ernesto Sánchez Galiano, momentos antes de echarse a llorar, asegura con voz temblorosa que el cuerpo que contiene es, efectivamente, el de Francisco Franco: "Sí lo es, lo juro". Se retira la bandera que cubría el féretro. Las cuerdas se mueven con precisión en el foso recubierto de plomo. A poco estuvieron los funcionarios de encontrarse con una sorpresa: horas antes hubo que sacar del interior de la fosa a un ex combatiente, de cerca de 70 años, que nadie sabe cómo se cayó al interior y a punto estuvo de romperse el alma. 1.500 kilos de piedra blanca, de Alpedrete, con una sola inscripción bajo una cruz esquemática: "Francisco Franco"
La ceremonia, entre los lloros de los allegados, culmina con la colocación de la losa. Son 1.500 kilos de piedra blanca, de Alpedrete, con una sola inscripción bajo una cruz esquemática: "Francisco Franco". Es losa de calidad, grabada en 1959 por los reconocidos canteros hermanos Estévez, conservada desde entonces en un viejo almacén del mismo pueblo y gemela de la que realizaron para José Antonio Primo de Rivera, muerto otro 20-N [1]. En el interior del templo, al ruido que hace la losa al encajar en los bordes metálicos siguen momentos de paralización. En el exterior permanecen desde muchas horas antes todos aquellos a los que se había preferido alejar de la plaza de Oriente: falangistas, tradicionalistas, ex cautivos, alféreces provisionales, caballeros legionarios, hermandades de combatientes, caballeros mutilados, viriatos y pides portugueses, guardias de hierro rumanos, croatas, fascistas italianos. Hay camisas azules, negras, pardas. Boinas y gorras de todo color. Condecoraciones mussolinianas, hitlerianas, salazaristas, franquistas. Aguantando a pie firme el frío que cruje las piedras de Guadarrama, han intentado llenar los 30.000 metros cuadrados de la explanada con sus Cara al Sol, con sus Yo tenía un camarada e incluso con el Oriamendi. Aquel monumento fascista erigido bajo la sabia dirección del generalísimo, con las manos de los presos políticos de los cuarenta, ya tenía un fin concreto y excepcional: albergar el cuerpo embalsamado de Francisco Franco, gallego de El Ferrol, hijo de una madre dominante y un padre perdulario. El teléfono del armario Corren mediados de octubre de 1975. El gobernador civil de una importante provincia trabaja, ya de noche, en su pequeño despacho. El timbre de un teléfono interrumpe su labor; mecánicamente coge el auricular del aparato que tiene más próximo, pero nadie contesta; sigue el timbre y alarga la mano hasta el segundo teléfono, que le responde con el clásico pitido de línea libre. Entonces sí levanta la cabeza porque la llamada sigue repiqueteando en el despacho. Al desconcierto le sigue, rápida, una palmada en la frente: "¡El teléfono del armario!". El gobernador, entonces, saca el aparato del armario, lo descuelga y al otro lado del hilo un empleado de Telefónica le anuncia que este número ha quedado nuevamente activado. Es un punta a punta con el Ministerio de la Gobernación. Aquel teléfono había sido instalado en el verano de 1974, cuando una tromboflebitis obligó al jefe del Estado a su internamiento en la clínica que por entonces llevaba su nombre. Una vez reasumidas las funciones, superado el proceso que le tuvo postrado en cama, el gobernador civil había recibido una llamada por ese mismo número. Le advertían que conservara el aparato, pero que cortaban el punta a punta "porque era muy caro". Y allí, en el armario, se quedó hasta esa noche de octubre de 1975. Los primeros pasos de la Operación Lucero se ponían en marcha. Franco estaba enfermo y así podía contarse a los cargos -altos o bajos- del régimen. Grave debió ser la enfermedad del año anterior para que el Ministerio de la Gobernación cometiera el despilfarro de instalar una red telefónica directa con los gobernadores civiles. El 9 de julio de 1974 Francisco Franco ingresaba en la clínica Francisco Franco, de Madrid, hoy Hospital Provincial [2]. Después del disparo en la mano de 1961, era la primera ocasión en que Franco necesitaba cuidados médicos de relevancia. A su párkinson, muy avanzado, se le sumó una tromboflebitis, y posteriormente, ya en el hospital, llegaron las hemorragias. Grave debió ser la enfermedad del año anterior para que el Ministerio de la Gobernación cometiera el despilfarro de instalar una red telefónica directa con los gobernadores civiles
Fue Vicente Gil, su médico particular, quien decidió ingresarle. Franco había vivido el mes anterior prácticamente atado a una butaca -incómoda, como todo el mobiliario que habitualmente utilizaba la familia Franco- frente al televisor. Se había jugado el Mundial de fútbol y Franco se llenó ojos y cabeza de Cruyff y Beckenbauer. Y un absceso bajo un callo, formado por los incómodos zapatones militares que siempre dio en utilizar, completó la faena. Sus dificultades circulatorias se agravaron y el doctor Gil, que compatibilizaba la delicada misión de masajear a las ocho de la mañana el castigado cuerpo de Franco, con la presidencia de la Federación de Boxeo, tomó la iniciativa: hay que hospitalizar al generalísimo. La decisión fue posible porque el marqués de Villaverde, Cristóbal Martínez Bordiú, se encontraba en Filipinas, donde su amistad con Marcos y doña Imelda le robaban tiempo; es, al parecer, lo único que le quitaban, porque de tal amistad el marqués más sumaba que restaba. Cuando Martínez Bordiú llegó a Madrid se desencadenaron las broncas. Nunca quiso que el enfermo saliera de El Pardo, donde él era amo y señor, para así mantener el secreto de su ya debilitada salud. Para mayor irritación del marqués, el equipo escogido por Gil no era el suyo, en La Paz, sino el que dirigían Hidalgo Huerta -director del hospital- y Rivera (cardiólogo, como el mismo Martínez Bordiú), Ortega Núñez y Franco Manera, estos dos últimos, con antiguos enfrentamientos con el marqués. Las broncas se multiplicaron; de ellas, la más importante enfrentó a Gil con Martínez Bordiú, incluso físicamente, y de insultos directos y sin cuento se pasó a las manos; algún testigo recuerda botones de chaqueta rodando por los suelos. Pero el marqués continuaba la bronca, ahora exclusivamente médica. Como primera medida, se llevó al hospital Francisco Franco a su equipo de La Paz -humano, técnico y hasta medicamentos-, lo que en nada contribuyó a la concordia médica. Martínez Bordiú, además, impidió que ni tan siquiera llegaran a iniciarse los pasos para una operación que le cortara las hemorragias que le aquejaron, con frase propia de su carácter: "A este señor no se le opera". Pero tuvo, además, ocurrencias como la de intentar utilizar con Franco una máquina de circulación extracorpórea, de la que entonces sólo existía un prototipo. Allí se plantaron Gil e Hidalgo Huerta, y en la puerta del ilustre enfermo -habitación 609- situaron estratégicamente a un bizarro guardián, conocido por Espadín, para impedir que tal hecho se produjera. No hizo falta que el tal Espadín mostrara sus cualidades de eficaz cancerbero: la máquina era tan grande que no entraba por la puerta de la residencia. Clínicamente, lo más destacable de aquel episodio fue la constancia misma de que Franco, a sus 81 años, podía fallecer como cualquier ser humano. Su ingreso, las pruebas que le hicieron -incluido un multitudinario enema para comprobar el estado de sus intestinos-, los partes -aunque entonces fueran claramente desvirtuados- y los rumores que siguieron situaron la figura de Franco en su edad y estado físico real. Quizá en este punto tuviera razón el marqués de Villaverde para oponerse a que le sacaran de El Pardo. Políticamente el hecho más reseñable fue el traspaso de poderes que realizó en la persona del entonces príncipe. Don Juan Carlos fue interinamente jefe del Estado durante poco más de 15 días, hasta el 2 de septiembre. Franco, de nuevo, asumía el poder. Pero nunca más las cosas serían como antes. Terapia castrense Tampoco fueron como antes para Vicente Gil. Vicente Pozuelo Escudero se encargó desde entonces de atender médicamente al Caudillo. Los dos tienen publicados libros: el primero, Cuarenta años junto a Franco; el segundo, Los últimos 476 días de Franco, en Planeta. El más informativo -aun con tergiversaciones, exageraciones y silencios clamorosos- es el de Pozuelo. Por él se hicieron públicas cosas de ese último año que, si algunas se sabían, casi todas se achacaban a rumores. Está, por ejemplo, la terapia iniciada por Pozuelo para animar al decaído enfermo. A puerta cerrada, y con discos traídos de su fonoteca, Pozuelo hacía desfilar a Franco a los sones de Soy valiente y leal legionario. Una logopeda se encargó de hacer audibles los murmullos de Franco, ya ganado por un párkinson galopante. Incluso ha contado -adornadas con una prosa bastante pedestre- anécdotas tan reveladoras del entorno del Caudillo como la miserable comida que se servía en El Pardo -a Franco lo que más le gustaba era el foie-gras, el yogur con nescafé y la fanta-, o la oscuridad de las habitaciones donde vivían, para no hablar de las miserias de aquellos ayudantes y servidores que parecen salidos de la corte de los milagros.
Manifestación en apoyo a Franco en la Plaza de Oriente, el 1 de octubre de 1975. / EFE
Todo aquel año, hasta llegar a octubre de 1975, lo pasó Franco con quebrantos de salud: le sacaron muelas y dientes, se le reprodujo, aunque débilmente, la tromboflebitis, se le acentuó el párkinson a pesar de los cuidados. En El Pardo ya se había instalado un equipo en previsión de posibles acontecimientos, a la vez que era constante la presencia de dos enfermeras. Y menos mal que estaba allí: incluso la señora necesitó en un momento dado de aquellos artilugios, cuando sufrió un arrechucho, del que se recuperó con normalidad. Mal año aquél: políticamente todo se complicaba y su organismo lo advertía. Los problemas en el Sáhara, las huelgas, el terrorismo. Hasta llegar a septiembre, mes trágico que culmina con los fusilamientos del día 27. También Pozuelo reconoce cómo los acontecimientos afectaron a Franco: "(...) perdía peso por días (...) estaba continuamente nervioso y apenas podía conciliar normalmente el sueño (...)". La campaña contra el régimen de Franco fue mundial. Manifestaciones en casi todas las capitales europeas, presiones del Vaticano, asalto a la Embajada de España en Lisboa, regentada por Antonio Poch, quien, con el transcurso de los años, aparecería en la libreta de Francisco Javier Palazón [3]. Incluso México pidió la exclusión de España de las Naciones Unidas. Belisario Betancur, hoy presidente de Colombia[4], se vestía el 9 de octubre con todas las galas que exige una presentación de credenciales. Arropado con todas las charreteras y bordados acordes con la ocasión, enfiló el camino de palacio para hacer entrega de sus despachos a Francisco Franco. Él mismo ha relatado que pronto se dio cuenta de que su presencia ante el jefe del Estado español iba a sobrepasar el protocolo. Una charla de por lo menos 10 minutos prolongó la solemne y fría entrega. Fue el último embajador, que sepamos, que pudo hablar con Franco. Y hablar con Franco, para un representante de los pueblos hermanos de Hispanoamérica, significaba la Fiesta de la Raza, tan próxima, la herencia de España y hasta el mismísimo recuerdo de los hermanos Pinzones. El día 12, Franco no quiso negarse a asistir al Instituto de Cultura Hispánica. Todos, incluso sus más allegados, ya habían comprobado el día 1, fecha de su última y superrealista intervención multitudinaria en la plaza de Oriente, que su salud, su voz, sus ademanes, eran los de una persona al borde del final. Pero, ¿cómo decir no a su propia nieta y al duque de Cádiz, a la sazón presidente del instituto? ¿Es que no era acaso un buen momento para demostrar, como tres días antes le dijera a Belisario, que los pueblos hispanoamericanos están unidos frente al enemigo, justo en el momento en que el licenciado Echeverría había armado tal alboroto antiespañol? Ese día fue el último que Franco asistía un acto público. A partir de entonces, el silencio oficial. El infarto El 15 de octubre Vicente Pozuelo se despierta sobresaltado por el timbre del teléfono secreto, con línea directa con El Pardo. Eran las tres de la madrugada. A escape, Pozuelo se dirige al palacio. El ayudante de Franco, Maximino González, que había sustituido recientemente a Juanito [5], le cuenta, antes de entrar en la habitación, que el Caudillo se había quejado en varias ocasiones: le dolían los hombros, el pecho y sentía una gran opresión. También le cuenta que a la tercera vez que Maximino indagó por qué le dolía, Franco le había contestado, débil pero con claridad, "porque quiero". Pozuelo encuentra a Franco en su dormitorio. Las camas de caoba y bronce se habían cambiado, en 1974, por una de exclusiva utilización del general, un prototipo creado por Hernández Ros, con mandos eléctricos para levantar, a voluntad del usuario, la cabeza o los pies. Se había mantenido el armazón del mueble anterior, para no romper el ambiente decorativo, con las paredes enteladas, la gran araña en el techo, el oratorio de la época de Fernando VII, con el brazo incorrupto de Santa Teresa y un cuadro de Luis de Morales, La Virgen con el Niño. Pozuelo consigue calmarle, pero no se hace un electrocardiograma hasta las once de la noche siguiente. Y el diagnóstico, para un cardiólogo de reconocido prestigio como Ernesto Castro Fariñas, que es llamado a El Pardo, no ofrece dudas: infarto. Con la famosa marcha verde en frenético movimiento para ocupar el Sáhara, Franco no quiere, a pesar de las opiniones médicas, estar ausente del Consejo de Ministros del día 17. Insiste en vestirse, rechaza una silla de ruedas y sólo consiente en que le pongan unos electrodos para que en la habitación contigua los doctores Pozuelo y Mínguez sigan su electrocardiograma en una pantalla de televisión. El ayudante de siempre, Juanito, había vuelto a palacio. Contempla el torpe andar de su jefe y se dirige a Pozuelo: "Doctor, ¡no va a pasar nada! ¡Se ha puesto en legionario, como en Brunete!". En un momento dado el pulso subió hasta 120 y a punto estuvieron de irrumpir en la sala del consejo y acabar con aquella pamema
Algunos ministros de la época consultados por EL PAÍS confirman que no sabían nada del infarto y, claro está, mucho menos de la monitorización. Su estado sí era conocido por el presidente, Carlos Arias -blanco como el papel-; el ministro de la Gobernación, José García Hernández; el de Exteriores, Pedro Cortina Mauri, y quizá algún otro sin concretar. La escena, a 10 años vista, es de un patetismo sin cuento. Los ministros, según confirmó uno de ellos a este periódico, sólo advirtieron una novedad: cuando entraron a la sala, Franco los recibió sentado, en su sillón habitual, y no de pie como era la norma. Mínguez y Pozuelo seguían angustiados el monitor. En un momento dado el pulso subió hasta 120 y a punto estuvieron de irrumpir en la sala del consejo y acabar con aquella pamema. Pero el tema del Sáhara era prioritario en esos momentos, con toda la carga que su África tenía para el Caudillo. Y aguantó hasta el final. El infarto es, sin duda alguna, el detonante que arrastraría a su organismo hasta la tumba. Él debía ser perfectamente consciente, quizá más que algunos de sus allegados, de que la muerte se le venía encima. El día 18, muy débil, se encerró a escribir su testamento. El documento es ya público y cualquiera puede advertir su letra infernal, ya machacado el pulso por el párkinson. "Mi pulso no temblará", había dicho el Caudillo en actos públicos en décadas anteriores. Y si no le tembló para firmar las sentencias de muerte, sí le traicionaba en estos sus postreros instantes de lucidez. En un momento dado, Franco escribe: "Os pido que perseveréis en la unidad y en la paz y que rodeéis al futuro Rey de España del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado (...)". En el manuscrito, con otra letra, está intercalado, tras España, D. Juan Carlos. Un ministro de la época confirmó a este diario que la letra es de Carmen Franco, su hija, pero agregada a petición del propio Franco, tras la lectura que de la copia mecanografiada realizó la marquesa de Villaverde. Sólo después de la redacción del manuscrito-testamento, de asistir a misa en su capilla privada ese domingo, día 19, y recibir los Sacramentos, Franco consiente en que se haga público el primer comunicado médico del que tendrían noticia los españoles. Los médicos redactaron el siguiente parte: "En la madrugada del día 15 de octubre de 1975, S. E. el jefe del Estado sufrió un episodio de insuficiencia coronaria aguda y en el electrocardiograma se detecta una zona eléctricamente inactiva de tercio medio del inferior del tabique y de cara diafragmática con confirmación analítica". Pero, tras el paso del texto por las Casas Civil y Militar, el que se publicó era otra cosa: "En el curso de un proceso gripal, su excelencia el jefe del Estado ha sufrido una crisis de insuficiencia coronaria aguda, que está evolucionando favorablemente, habiendo comenzado ya su rehabilitación y parte de sus actividades habituales". Era el día 21, horas después del anuncio de la muerte realizado por la ABC estadounidense. Los muros de El Pardo Aún tardó algunos días en comenzar la barahúnda. Sólo una semana más tarde, El Pardo, de apacible merendero gigante pasó a ser el cuartel general de enloquecidos periodistas de todo el mundo, fachas con ganas de bronca, vendedores de baratijas, repartidores de prensa, fetichistas del Caudillo, curiosos sin trabajo, transportadores de imágenes, reliquias, estampitas y cualquier cosa que ayudara al Caudillo. El país se agitó y tras los 40 años de franquismo se veía el final del túnel. Pero todavía quedaban muchos días. Y en esta ocasión Cristóbal Martínez Bordiú no estaba en Filipinas, ni en Marbella, ni en cualquier otro sitio de agradable estancia. El marqués de Villaverde agarró al ilustre enfermo bajo su férula, dispuesto a que allí nada se hiciera sin pasar por sus manos. Martínez Bordiú actuaba en varias direcciones. Mientras llevaba la jefatura médica de su suegro se convertía en el interlocutor con el presidente Arias Navarro, y de portavoz familiar se transformaba, como Frégoli, en portavoz político de la familia. Hasta las Cortes franquistas se llevan las manos a la cabeza ante la presencia del marqués, un rato sí y otro también en los despachos del presidente. Los procuradores franquistas -ellos, tan silenciosos excepto para el aplauso- piden información oficial de lo que está ocurriendo, encabezados por Antonio Pedrosa Latas. Lo que ocurría era que el enfermo empeoraba a marchas agigantadas y que los nervios de todos se alteraban por momentos. Se hacen públicas parálisis intestinales, trombosis venosa mesentérica, situación crítica (parte del día 28). Las heces en forma de melena vendrían poco después. Los términos técnicos obligaban a todos a buscar a un amigo médico -un buen practicante suplía la deficiencia, de producirse- y las consultas a las enciclopedias médicas se multiplicaban.
El presidente del Gobierno, Carlos Ariaas Navarro, durante su alocución a través de las cámaras de televisión y los micrófonos de Radio Nacional de España, en la que leyó el último mensaje al pueblo español redactado por el fallecido Francisco Franco. / EFE
Franco sufría, consciente de su fin. Comenzaron entonces las maniobras médicas dilatorias del último momento. Uno de los doctores cuenta que el ambiente era espantoso. Los políticos no se creían la gravedad de la enfermedad, doña Carmen estaba como ida y otros miembros de la familia se portaban como buitres. Salud y política -sobre todo el tema del Sáhara- se mezclaron para que fuera el mismo Franco quien decidiera poner en marcha, 15 meses después de que lo hiciera por primera vez, las previsiones sucesorias. Don Juan Carlos asumía las funciones de jefe de Estado por un decreto del día 30 de octubre. ¿Era eso lo que Martínez Bordiú trataba de evitar? Testigos de la época recuerdan el desprecio con que por entonces se trataba al hoy Rey de España en el círculo más íntimo de Franco, tanto familiar como político, aunque -obviamente- tal maltrato no fuera generalizado. "El niño" era uno de los calificativos suaves que por entonces le adjudicaban. La decisión de Franco era clarísima desde muchos años atrás, antes incluso de la oficialización de 1969, pero otros personajes de la corte de El Pardo no eran de la misma opinión, y el sueño de hacer rey a algún familiar tardaba en desaparecer. Mientras, la beatería tenía su expresión en los adminículos que rodeaban a Franco. Al brazo incorrupto de Santa Teresa -que allá por el año 1937 habían recuperado las tropas nacionales tras la toma de Málaga, dentro de una maleta en el despacho del general Villalba y que desde entonces acompañaría siempre al generalísimo- prontamente se sumó un manto de la Virgen del Pilar -decir el manto parece excesivo, dado el número de ellos que tiene la imagen zaragozana-, además de otras minucias, como otro manto de la Virgen de Guadalupe, estampas de la Virgen de los Desamparados que unos valencianos dejaron en la puerta o un pequeño altar con la imagen de la Virgen de la Peña de Francia que la guardia encontró un amanecer apoyada en las muros exteriores del palacio. La hemorragia El 3 de noviembre Franco tiene, durante la tarde, una grave recaída. Le falta la respiración y los médicos que le rodean advierten que comienza una hemorragia gástrica. Tratan de frenarla con balones especiales, pero la sangre continúa fluyendo. En un momento determinado se produce la explosión. Franco comienza a expulsar la sangre por vía anal, y los médicos tienen que decidir si operan o tratan de ganar tiempo con otras técnicas, sobre todo, y en lenguaje no técnico, con balones de congelación. Es entonces cuando se produce la primera de las disensiones médicas, que se mantendrían durante toda la enfermedad. Los ayudantes tienen que sostener a mano las lámparas que acercan a los guantes de Hidalgo Huerta, que es quien abre el vientre del generalísimo
Hay en El Pardo un ambiente tenso. Los ministros están por las dependencias charlando de sus cosas. Muchos uniformes están próximos a la habitación del enfermo. Arias y García Hernández también están presentes. Entre los uniformes, el del general Luis Cano Portal, quien, con el seudónimo de Xerxes, sorprendía a la concurrencia desde las páginas de El Alcázar. El marqués de Villaverde y el doctor Hidalgo Huerta deciden, finalmente, que hay que intervenir. Pero otros médicos, también del equipo, se oponen: sólo se va a hacer una carnicería sin que se puedan obtener grandes mejoras en el enfermo, dado su estado general y la avanzada edad. Parece que incluso la hija del general optaba por dejarle en paz. Pero el marqués por unas razones y el doctor Hidalgo Huerta por otra -agotar todas las posibilidades- ordenan el traslado del enfermo. Pero ya no hay tiempo para llegar a ningún centro médico. La sangre mancha la cama, las alfombras. En una camilla [6], llevada a mano por dos miembros de la Guardia de Franco, se traslada a Franco al botiquín del regimiento, a unos 200 metros. Regueros de sangre adornan las escaleras que tienen que bajar. Un guardia sale escopetado, por la puerta de Promesas, hacia la clínica Francisco Franco para traer más equipo. Una de las monjas que cuidaba a Franco no encuentra a mano a otras personas que al entonces ministro de Educación, Cruz Martínez Esteruelas, y al general Fernando Esquivias para que la ayuden a cambiar la funda del colchón, inservible la anterior por la acumulación de sangre. El botiquín es deprimente y muestra la miseria de la casa. Los ayudantes tienen que sostener a mano las lámparas que acercan a los guantes de Hidalgo Huerta, que es quien abre el vientre del generalísimo. El Pardo se queda prácticamente a oscuras para concentrar allí toda la energía. A pesar de ello, el bisturí eléctrico falla [7]. Por fin, Hidalgo Huerta liga la arteria rota y la hemorragia cesa. La operación ha durado desde las 21.30 hasta las 0.30. Antes del traslado al improvisado quirófano, Franco ha perdido la consciencia. Nunca más volverá a recuperarla, excepto, quizá, para tener algunos momentos, poquísimos, de lucidez. La espera ha sido tensa en el interior -con don Juan Carlos fumando en una pequeña sala, casi a oscuras- y en el exterior, donde ya los periodistas son manada y tienen la conciencia colectiva de que algo grande se cuece en el interior de aquellos muros. Traslado a La Paz La gravedad persiste. De nuevo se presentan las hemorragias sin control el día 7. Hay que operar de nuevo. Sangrando por boca y nariz, Franco es llevado a La Paz. El marqués, aunque lo intentó, ya no puede frenar el traslado. Ese día tuvo que luchar entre insistir en la inútil prolongación de la vida o dejar sin el refugio de El Pardo a su suegro. Optó por lo primero, porque, como el mismo Franco dijo a la viuda de Carrero el día del entierro de su más directo colaborador, "no hay mal que por bien no venga". Y al menos en La Paz él sigue mandando. El traslado tuvo que hacerse a la carrera. Once vehículos, precedidos por motoristas, enfilan el sanatorio por un camino inusual, en las últimas medidas de seguridad que se toman por la vida del Caudillo. La ambulancia tiene matrícula ET-0024. Los miembros de la Casa Militar tienen que esperar en La Paz a que les lleven sus fusiles Z-45, que en las prisas se han quedado en El Pardo. También llegan en la segunda comitiva el brazo de Santa Teresa y el manto de la Virgen del Pilar, que le acompañarían hasta su muerte. Esta segunda operación -se le quita el noventa por ciento del estómago- dura cuatro horas. Se le localizan 11 úlceras sangrantes. No sería ésta la última intervención quirúrgica, ya que pasa al quirófano, por tercera vez en menos de 15 días, el día 14. En este tiempo se consuma la carnicería. El equipo médico habitual suma en un momento determinado, el día 14, 32 facultativos. Ya está muerto en vida y la prolongación de su existencia es absolutamente artificial, ante las críticas de algunos de sus allegados y de algunos miembros del equipo médico, a los que el marqués silencia con la mirada.
Colas ante el Palacio de Oriente durante el entierro de Franco, noviembre de 1975. / Cosmo Press
En el hall y la puerta de entrada el espectáculo es tragicómico. Las visitas de altos cargos se suceden a un ritmo infernal, y para su atención hay que crear un equipo de azafatas, con uniforme azul, que se abalanzan sobre los dodge[8], de 1965 a 1977. Era un coche caro, grande y lujoso para la época. Fue el vehículo oficial utilizado por los políticos del régimen franquista. El almirante Luis Carrero Blanco iba en un Dodge cuando fue asesinado por ETA en 1973) según llegan a las escalerillas. En la puerta está en muchas ocasiones el entonces ministro de Trabajo, Fernando Suárez, quien hace de anfitrión por pertenecer a su departamento la Seguridad Social. La guardia pide el nombre del visitante -si no es alguien tan notorio como el presidente, Carlos Arias, algún ministro de su Gabinete o persona de tanta relevancia como José Antonio Girón a Raimundo Fernández Cuesta- y piden permiso a la primera planta. Allí se consulta el nombre y se oye por el walkie-talkie el permisivo "Que pase". Pero ni mucho menos los visitantes llegan a ver al enfermo. A lo más, llegan a una sala anterior, donde les atiende algún ayudante militar del generalísimo y les dice su estado. Otros, ni siquiera llegan a la sala, y bajan en el mismo ascensor en que subieron. Abajo, y a las preguntas de las decenas de periodistas, algunos hacen gala de su imaginación: sueñan conversaciones que nunca sostuvieron y visiones que nunca alcanzaron a entrever. La vida se desarrollaba entonces entre el transistor y el televisor. Florencio Solchaga, presentador de televisión, tuvo entonces la actuación estelar de su carrera. Locutor seguro -provenía de radio Peninsular- tenía 30 años y un buen futuro en la casa. El día del primer parte, fue el locutor que antes apareció por Prado del Rey y a él le encomendaron su lectura. Nadie podía sospechar, y él menos que nadie, que llegaría a vivir por unos días en el Ministerio de Información y Turismo y que utilizaría para afeitarse el cuarto de baño del ministro. Durante todo el proceso fue el encargado de leer los partes, siempre precedidos por aquella musiquilla que quienes la oyeron todavía les martillea en noches de angustia. Los partes se transmitían por radio y televisión y en ocasiones el pobre Solchaga no tenía ni tiempo de repasarlos, a pesar de las complicaciones médicas que se reflejaban. Tan mala como la jerga era, para la lectura, la relación de médicos. Finalmente, se optó por "el equipo médico habitual". Toda España seguía su lectura de los partes. La historia, sin embargo, no tuvo buen final para él. Desde entonces, el silencio se abatió sobre Solchaga, tal que si fuera el mismísimo enviado de Franco. Más de un año estuvo apartado de toda aparición en televisión, sin que nadie, hasta el momento, le haya dicho razón o sinrazón de tal medida. La enana que no creció El doctor Pozuelo dice en su libro que se ensayaron "todos los tratamientos que se nos ocurrían". Y no eran pocos. A los usuales vinieron a sumarse los extravagantes. A una pobre enana, de 28 años, que estaba recibiendo un tratamiento especial con un nuevo descubrimiento norteamericano, le fue cortada la medicina de raíz. Da la casualidad que la hormona del crecimiento es antiestrés, según describió el científico canadiense Hans Selye, máximo exponente de la materia, y las úlceras de Franco eran producidas por el estrés. Todo para el Caudillo era la norma, pero los gritos de la enana parece que se oyeron en toda La Paz. Y no hay que olvidar la hipotermia final, con el cuerpo machacado de Franco mantenido a 33 grados. En el exterior de la clínica, al menos para los periodistas, seguía algo parecido a la vida. Se gastaban blocs en anotar entradas y salidas, se consumían horas de llamadas telefónicas, esfuerzos por interpretar los gestos y cualquier novedad que se atisbara. Como, por ejemplo, una tarde en que se vio a Fernando Suárez, claramente, con gesto dolorido. No era nada: le acababan de sacar una muela. Numeritos como el de la dueña de la pensión Madrid, que casi todos los días se ponía de rodillas y brazos en cruz rezando a las alturas, eran típicos de aquellas horas, que pasaban como si fueran semanas. Claro que aún había política. Los azules celebraban la conmemoración de la Falange, con la hija del médico de las Cortes, Ana Pérez Pepinto, gritando desde las tribunas "España es de Franco y Cristóbal es su sucesor"; Girón lanzaba andanadas desde púlpitos ridículos y la diplomacia española se batía en varios frentes para atajar la marcha verde. Jaime de Piniés, el ex eterno representante español en Naciones Unidas, llegaba a Madrid, pero no a recibir instrucciones, sino a que le curaran de hemorragias gástricas, como a Franco, en un acto de solidaridad que todos suponen involuntario. El doctor Pozuelo dice en su libro que se ensayaron "todos los tratamientos que se nos ocurrían". Y no eran pocos
También existe la oposición, naturalmente. La de izquierdas, encarcelada o en el exilio. A los primeros pertenecían Marcelino Camacho o Nicolás Sartorius, en las celdas 90 y 88 de la quinta galería de Carabanchel, sólo viviendo para que el grito de "Políticos, a la televisión", que gritaban los guardianes, les permitiera escuchar el parte. Mario Onaindía contaba que cuando estuvo en el penal de Córdoba, tenía un transistor que todas las noches tenía que desmontar y esconder en los tubos de la cama. A las ocho, cuando se levantaban, vuelta a armar la pequeña radio. Felipe González, el abogado sevillano, que decía la prensa de la época, todavía sin decidirse a decir su cargo político, tenía más suerte. La noche del día 13 es citado a la Dirección General de Seguridad. El Ministerio había accedido a facilitarle el pasaporte para un solo viaje: en Francfort le esperaba Willy Brandt. Pero también los más moderados eran conscientes de los peligros, y muy pocos dormían en sus casas. Ese mismo día 13, por la mañana, estuvo a punto de consumarse la tragedia política. Don Juan Carlos encarga a Manuel Díez-Alegría que tranquilice a su padre, don Juan, que se encontraba en París, sobre el papel que iba a jugar el Ejército tras la muerte, ya tan próxima, de Franco. Díez-Alegría accede, pero señala que para llevar esa misión tiene que consultar previamente con los tres ministros militares. La reunión se celebra y Arias se entera cuando ya ha comenzado. Decide enviar una carta de dimisión al Rey y se marcha a la peluquería del hotel Palace, sin asistir al Consejo de Ministros que ese día se celebra. Hasta allí tuvo que trasladarse un ayudante de don Juan Carlos a convencer a Carlos Arias de que debía volver y que la dimisión no le era aceptada. Curioso personaje Carlos Arias. En Newsweek apareció poco después [9] el juicio que le merecía al Rey: "An unmitigated disaster" -un desastre sin paliativos, más o menos-, aunque posteriormente hubo que rectificar, como frase textual, aquellas palabras. Uno de los habituales durante esos tiempos en las moradas franquistas da también su opinión: Arias era despreciado por el entorno más duro de Franco, que le reprochaban ser demasiado abierto, "un liberal y un manirroto". La izquierda le recordaba como "el carnicerito de Málaga" por su actuación como fiscal después de la guerra. Mientras tanto, la Operación Lucero seguía su curso y la gradación de colores, del blanco, al rojo, no llega ni siquiera al amarillo. Franco tuvo, cuando menos, el detalle de morirse "políticamente muy bien", según un alto cargo de la época. Tanto tardó que todos los preparativos se fueron diluyendo en la nada. La muerte Marcelino Martín, 29 años, jefe de noche de Europa Press, recibe a las 23 horas del día 19 el primer aviso: el ritmo de visitas se ha alterado y han llegado a la Paz doña Carmen, Carlos Arias y algunos otros actores principales de la tragedia. También se presenta el ministro de Justicia, José María Sánchez-Ventura, quien tiene que actuar de notario del Reino de la muerte. Y Martín comienza a llamar a sus contactos. Cuando, tras llamar a su director, se apresta a dar el flash de la muerte, que sale a las 4.58 en todas las redacciones, tiene que agitar al teletipista, paralizado por tener que picar aquellas tres frases iguales: "Franco ha muerto, Franco ha muerto, Franco ha muerto". El redactor jefe de la agencia de la competencia, Cifra-Efe, se muerde esa mañana los nudillos: jura y perjura que tenía la información antes, pero su director le prohibió darla. La noticia, claro está, es una bomba en las redacciones, pero todavía no lo es en la calle, Y ni siquiera en el hall de la clínica. A esa misma hora, los periodistas que cubren la ciudad sanitaria están entretenidos jugando a hacer aparecer muertos, ante la circunspecta mirada de guardias civiles y policías armados, con los que comparten muchas horas de aburrimiento. Un redactor de Informaciones se levanta y se le ocurre llamar a la redacción para decir que allí no pasa nada. Y le sacuden con la información que acaba de enviar Europa Press. En ese momento, la radio todavía toca El manisero y los que son despertados por sus compañeros no acaban de creerse la información. Lo mismo le pasó a Juan García Carrés, presidente entonces del Sindicato de Actividades Diversas -Inmensas, se decía-, y posteriormente encarcelado por el golpe del 23-F, quien llamó desde el hotel Reconquista, de Oviedo, a la agencia Europa Press poco antes de las seis de la mañana del día 20. Cuando Marcelino Martín le dice que ha muerto, Carrés contesta: "Eso es imposible". Es una frase espléndida para resumir el sentimiento de no pocos franquistas. O aquella otra que le dirigió al mismo profesional el delegado nacional de Prensa en cuanto vio salir el flash por su teletipo rojo: "Martín, te vas a tragar todo ese teletipo". Nada se tragó Martín, que Franco sí se había muerto.
Portada del especial de EL PAÍS cuando se cumplieron 10 años desde la muerte de Franco.
¿A qué hora? Todavía es una incógnita. Ministros de la época, e incluso algún miembro del equipo médico habitual, insisten en que murió en la noche del 19, hacia las once, cuando se produjeron las extrañas visitas, y que se alargó la hora para hacerla coincidir con el aniversario de Jose Antonio, por un lado, y para pillar a contramano a la prensa y al público de a pie, por otro. Hay, sin embargo, algún médico que siguió muy de cerca los acontecimientos y que en absoluto puede ser llamado franquista, que asegura que la muerte ocurrió realmente entre las cuatro y las cinco de la madrugada. Es verdad que los embalsamadores, dirigidos por los profesores Bonifacio y Antonio Piga, padre e hijo, fueron avisados con anterioridad. El coche de la Casa Civil les recogió hacia las tres de la madrugada y pasaron a por otro embalsamador, el doctor Haro Espín, hacia las tres y media. El escultor Santiago de Santiago, que hizo la mascarilla de cara y manos, fue avisado a las siete, y cuando llegó a La Paz ya estaba perfectamente embalsamado. La muerte, sin duda alguna, fue por lo menos presentida en la noche anterior, y posiblemente el electroencefalograma ya daba plano a las once de la noche, aunque el respirador se retirara finalmente a una hora indeterminada después de las doce. Los ministros, desde luego, se enteraron hacia las cuatro de la madrugada. Alguno de ellos, con su esposa, ambos vestidos, daban cabezadas en el salón familiar cuando sonó el teléfono fatídico. Un gobernador civil se enteró por la llamada de un prohombre hoy metido en las lides olímpicas. Llamó a Madrid y a las dos horas le llegaba el telegrama con la palabra clave que señalaba la muerte: Marte. Fue su fiel Juanito quien le vistió. Y se encontró con la desagradable sorpresa de que no pudo ponerle las medallas que había guardado bajo su almohada y que el general siempre había llevado encima. Hay dos versiones de la desaparición: que las habían robado una a una los pocos que habían tenido acceso a la habitación, como tétrico recuerdo, o que había arramplado con ellas cierto médico inescrupuloso que entre viaje y conspiración tuvo también tiempo de sacar las fotos del enfermo, vendidas a buen precio años después. De hecho, el cuerpo de Franco salía hacia El Pardo en un enorme ataúd, de caoba -rojiza, con gran cruz en la tapa, vestido de capitán general, con la banda, pero sin las medallas. Tarancón, al paredón Las relaciones con la Iglesia estaban entonces muy tensas. La ira de todos los ultras iban contra monseñor Enrique y Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal. El grito "Tarancón, al paredón" era coreado con ganas por los fachas. La oficina de Tarancón pone en marcha la carambola a tres bandas. Según las previsiones, iban a celebrarse dos actos de enorme valor protocolario: el entierro de Franco y la coronación del Rey. La Operación Lucero, entre otras cosas, preveía que en la ceremonia del entierro, en la plaza de Oriente, estuvieran presentes Enrique y Tarancón con todos los obispos de España. El primer movimiento es para tratar de que Tarancón no diga la homilía en aquel acto. Se le propone a Sánchez-Ventura, que sea el cardenal primado, Marcelo González, ultramontano de pro, quien hable en la plaza. Sánchez-Ventura, un alma cándida, se preocupa por si monseñor Tarancón se ofende. Se le dice que no, que ya se hablará con él para hacerle entender. Primer objetivo cumplido: la despedida oficial a Franco se la hará Marcelo González. Después se ofrece a Enrique y Tarancón para que oficie la misa de los Jerónimos, de saludo al Rey. Y ya que el acto anterior no había sido protagonizado por él, nadie puede negarse a que oficie la misa solemne. Segundo objetivo cumplido. Pero todo quedaría muy mal si Tarancón no despide, de alguna forma, a Franco. Así que a las cinco de la mañana del día 20 ya están personas de su confianza en El Pardo preparándole la misa. Cuando llega el capellán de Franco, José María Bulart, se le dice que es el cardenal quien va a oficiar. Bulart no tiene más remedio que obedecer. Hacia las once de la mañana, Arias, muy ocupado, sobrecogido además por la emoción, se entera de que la misa córpore insepulto la va a celebrar Tarancón. Arias se llena de santa ira y manda a un coronel de Estado Mayor a que diga que esa misa no puede decirla monseñor Tarancón. Se le contesta que en la iglesia manda la Iglesia y que no hay más que hablar. Tarancón pronuncia unas palabras vacías y las torvas miradas de los concurrentes, todos del círculo íntimo de Franco, se cruzan entre sí. Al acabar la misa, sólo la hija de Franco, Carmen, da la mano al cardenal. El resto de la familia y los altos cargos del Gobierno obvian el saludo. Esa misa siguió a la comunicación oficial de la muerte, realizada por el ministro de Información y Turismo, León Herrera Esteban, a las seis de la mañana por Radio Nacional, conectada en cadena con todas las emisoras de España, y a la intervención de Carlos Arias en televisión, a las diez, donde leyó el testamento de Franco. La lectura, con un Arias de luto riguroso, pálido a pesar del maquillaje, con ojeras violeta, se había grabado a las ocho de la mañana en el Ministerio de Información y Turismo. Fueron necesarias dos tomas, porque en la primera el llanto interrumpió la lectura. Ya en la segunda sólo se advierten pucheros finales y se da el visto bueno para su emisión. A partir de ahí ya fue el diluvio. Se acababan por igual tiradas de periódicos -que durante días habían mantenido en conserva las páginas de la muerte ya escritas-, botellas de champán y crespones negros. Galerías Preciados vendió en los dos días siguientes más de 15.000 metros de tela con los colores de la bandera. Televisión suspendió la película que tenía programada para esa noche del 20, y que llevaba por título Satán nunca duerme. Infaustos y faustos El cuerpo de Franco fue expuesto en la Sala de Columnas del palacio de Oriente, sobre una tarima y ligeramente inclinado. Las colas eran de kilómetros. Se calcula que en las 50 horas que permaneció expuesto pasaron entre 300.000 y 500.000 personas. Había entre ellas desde jóvenes con mono a altísimos copetes, pasando por algún que otro ministro que esperó la cola con dignidad reconocida, sin que faltaran las folklóricas de turno. Hay, por supuesto, quien afirma que muchos rojos fueron allí a comprobar si la muerte era real. Lo que sí es seguro es que los soldados que velaron al Caudillo -dos por cada arma, más un policía armado y un guardia civil, bajo la vigilancia de un cabo de la Guardia de Franco- casi se mueren de calor, cansancio y hambre. Uno de los que entonces participó en la ceremonia asegura que por lo menos dos de aquellos elegidos, por prestancia y a sorteo, eran del Partido Comunista, otro del Movimiento Comunista y al menos uno de la CNT. Recuerda, también, que la comida no llegaba y que el desorden era absoluto y total. Aún de cuerpo presente, el Rey, ya efectivo, juraba su cargo en las Cortes, el 22 de noviembre, ante algunos consejeros con camisa azul. Ese mismo día ya llegaban los invitados al entierro; alguno de ello extendería su visita hasta asistir a la coronación: Rainiero y Grace, Hussein, el vicepresidente norteamericano, Nelson Rockefeller. Pero otros, como el chileno Augusto Pinochet, capa gris y gafas oscuras, fue invitado a no permanecer más de 48 horas. La siniestra imagen de la capa del general golpista cuadraba mal con los nuevos tiempos y sólo estuvo presente en el entierro. Esa tarde, un coronel del Estado Mayor llamó al obispado. La Operación Lucero preveía que el ataúd fuera trasladado a hombros desde el palacio de Oriente hasta el Arco del Triunfo, en Moncloa, excepto si llovía. Era una locura, dadas las primitivas normas de seguridad, y se temía que algunos exaltados provocaran incidentes. El obispado recibió con alivio la llamada: "El Estado Mayor ha decretado que mañana llueva. El traslado se hará en camión".
Entierro del general Franco en el Valle de los Caídos, noviembre de 1975. / Europa Press
Todo salió conforme a lo previsto. La homilía franquista de Marcelo González contrastó con el saludo a los nuevos tiempos que Tarancón pronunció en los Jerónimos el día 27, ante los primeros invitados de honor: Giscard d'Estaing y Walter Scheel, además del príncipe de Edimburgo, marido de la reina de Inglaterra, Nelson Rockefeller y otros. Se iniciaban otros tiempos, aunque a ritmo mucho más lento del que algunos querían. La temporada de zarzuela se abría, con espantoso gusto, con El rey que rabió, obra con letra de Vital Aza, antepasado cercano de uno de los médicos del equipo habitual que cuidó de Franco. La amnistía, el juego -todavía mínimo- de la apertura, las permisividades a los miembros de la oposición -Junta Democrática incluida- vendrían poco después. Pero ésa ya no es la historia de Franco. Sí pertenece a aquellos 40 años la no elección de consejero del Movimiento de Cristóbal Martínez Bordiú a los seis meses de la muerte, la devolución a Marcelo González por parte de doña Carmen del brazo de Santa Teresa, los misteriosos camiones que salieron de El Pardo durante esos días y que un ministro de la reciente democracia atisbaba desde su casa, bien situada y dominando la carretera del palacio, o los secuestros de publicaciones, las detenciones e incluso los asesinatos que todavía siguieron durante meses. Lo otro ya no es franquismo. Se produjo, precisamente, porque no existía Franco, porque el generalísimo, tras la larga y cruenta agonía, había fallecido el 20 de noviembre. NOTAS
[1] Su tumba se encuentra en la misma Basílica, en el lado opuesto a la de Franco. Allí fue trasladado desde El Escorial y enterrado a los pies del altar el 31 de marzo de 1959, un día antes de la solemne inauguración de la Basílica.
[2] El 19 de mayo de 1987 pasó a llamarse Hospital General Gregorio Marañón, nombre que aún conserva.
[3] Francisco Javier Palazón fue un diplomático envuelto en un escándalo de evasión de divisas que afectó a un número importante de personalidades españolas, entre ellas varias pertenecientes a la nobleza.
[4] Belisario Betancur dejó la presidencia de Colombia en 1986.
[5] Juan Muñoz Gil, al servicio de Franco desde 1937.
[6] Se ha afirmado que fue trasladado en una alfombra. El autor nunca ha podido confirmar el dato.
[7] Residentes en El Pardo afirmaron al autor que esa noche había habido cortes de luz en la zona, pero no recordaban la hora.
[8] Los tres modelos españoles del Dodge Dart se construyeron en la factoría Barreiros de Villaverde (Madrid), de 1965 a 1977. Era un coche caro, grande y lujoso para la época. Fue el vehículo oficial utilizado por los políticos del régimen franquista. El almirante Luis Carrero Blanco iba en un Dodge cuando fue asesinado por ETA en 1973.
[9] Newsweek del 26 de abril de 1976, artículo escrito por Arnaud de Borchgrave, su reportero estrella en aquellos años.
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