Reyes Magos
El verismo humanista de Pepe Baena. Por Diego Gadir
Miradas inmediatas Sala Pescadería Vieja, Jerez de la Frontera. Del 15 de febrero al 17 de marzo de 2019 Por Diego Gadir Supe de la exposición actual del pintor Pepe Baena, colega y paisano, por este blog de campanillas, al que suelo llamar cariñosamente la plazuela de Santiago, como podría habérseme ocurrido la caleta de don Fernando. Pero resulta que este último nick ya estaba asignado, cuando menos tácitamente, a Fernando Quiñones, además de que la gracia que me sobrevino fue la primera, que resultaba, según advertí después, algo más jerezana… Y esto es todo como introito. Y hablando de Jerez de la Frontera, allí que me desplacé para ver las pinturas de Baena lo antes que pude. Y no voy a ser hipócrita, nunca antes había visto, en persona, una obra suya. Sí en la red, donde he podido contemplar un par de pinturas premiadas, además de sus ya famosos churros sobre papel de estraza y cafelito en vaso de cristal, que me han retrotraído a aquellas mañanas de mi infancia con mi madre, Juana Rosa, y mi abuela Paca, en derredor de la Plaza de Abastos de Cádiz y la de las Flores, cuando el cielo era un piélago de ilusión sin murallas, las que luego va levantando, en la vida de los hombres, la necedad y su conjura. No soy asiduo a las exposiones, precisamente. Me entristecen en alto porcentaje, como entristecía el avistamiento de una boda a las puertas de una iglesia a mi querido Félix Sáez Plaza, ese ingeniero de minas sevillano que colgó mis primeros lienzos adolescentes en su pub, el Zucchero, junto al Museo de Bellas Artes de Sevilla. Tengo que recalcar que la exposición de Pepe no ha sido precisamente un suplicio. Y que ningún colega se me ofenda pues, como últimamente solo visito el seis por ciento de lo que se ofrece, por falta de tiempo, no soy quién para juzgar lo que me pierdo. No conozco personalmente a Pepe Baena, todavía, lo cual, a la hora de valorar una obra en su justa medida, puede resultar una gozada, pues me siento realmente libre de compromiso y de condicionantes de índole personal. El lado malo es que casi me estoy enfrentando a una obra anónima, a ese mismo efecto. Pero esto, para mí, ahora, puede resultar positivo. Mi absoluto desconocimiento de las correrías biográficas de Francis Bacon, no me impidieron alucinar ante su obra, allá en mi adolescencia, cuando mis padres me compraron la mejor enciclopedia de arte contemporáneo del momento; nada sabía de la vida de Egon Schiele antes de la Navidad en que Rosa me regalara el libro de Alessandra Comini; nada conocía de Dalí, excepto su famoso Cristo mirando la bahía de Portlligat, que colgaba sobre la pizarra de mi clase, antes de que el pintor alicantino Antonio Olaya, a quien tanto quise, me prestase, a mis trece años, aquel librito mágico que atesoraba en su biblioteca. Aun no sabiendo nada de Pepe Baena, sé que dicen que es un gran tipo. Ahora lo he visto por mí mismo… en sus cuadros. Dijesen lo que dijesen de él, sabría por los cuadros la verdad aproximada. Han escrito que es un pintor que no puede ni quiere prescindir del ser humano. Dicen que es un hombre de su tiempo. Ahora, he visto todo eso con mis propios ojos. Muy poca gente sabe realmente expresar con palabras el misterio de la comunión del alma con la pintura. Hay mucha verborrea y pocas nueces. Francamente, no creo que descubramos nunca el mecanismo mental que el cerebro utiliza a fin de trazar un mapa pictórico sobre un soporte, con ayuda de la retina y la mano. Hay mucho inconsciente, y mucho determinado. Y hay mucho de fortuito-controlado, como decía Francis Bacon. Cuanto menos hay de esto último, peor es la pintura, quizá. Pero, de cualquier forma, la pintura es y debe ser una cosa mental, aunque todos los sentidos participen, incluso más de los conocidos. Alegremente, se decanta la gente a dictaminar la valía o no de un pintor. Aun cuando siempre se sabe algo, la pintura es un arte dificilísimo, en el podio de la dificultad, a la hora de practicarla y a la de juzgarla. Rilke nos recomendó abandonar todo análisis crítico y propuso que se la amara, como vía para su mejor conocimiento. Walter Benjamin trató en profundidad la problemática de la contemplación de una obra de arte, abogando por un recogimiento que permitiese al contemplador traspasar el umbral físico entre éste y la obra. Por otra parte, es fácil amar aquellas obras de arte que nacen de una auténtica admiración por la vida, como éstas de Baena. En un email reciente, don Fernando Santiago me decía: “Un pintor amigo mío, Pepe Baena, es un gran admirador de tu obra y me pregunta si vas a exponer por aquí o vas a venir por Cádiz”. Le contesté inmediatamente. Pero necesitaba ver antes su obra en carne viva, como casi diría un angloparlante. Verla en justas condiciones de luz, espacio y silencio. Casualmente, he podido disfrutarla con absoluta tranquilidad y, afortunadamente, libre de esa jaqueca que me ha trastocado la percepción del mundo durante estos últimos días de contrastes barométricos y extrema amplitud térmica. Me viene a la memoria la maldita influencia que los dolores estomacales ejercían sobre la armonía espiritual de aquel arquitecto en la famosa película de Peter Greenaway, una crítica feroz a la manipulación ideológica del arte, y a la insana ambición capitalista. En Pescadería Vieja, he visto cuadros con aura, producto más de una luz interior que la que surge del temblique de los fotones. Y también con ese aura del arte único, irrepetible y casi sagrado -Walter Benjamin- que, en principio, desprecia toda banal comercialización. En un plano más prosaico, he degustado cuadros, tan cuadros aún como aquellos que pintaban Altdorfer o Hals, óleo sobre lienzo, y eso me satisface por cuanto tiene de rito y de reto. Por cierto, Albrecht Altdorfer, el genial renacentista bávaro, anticipó esos rompimientos del cielo caletero gaditano que cuatro siglos después ha capturado con tanta belleza la cámara del gran Hans Josef Artz. Me reconozco una especial querencia a la pintura de caballete, aun cuando sea pintada sobre un banquito de aluminio. Aunque, igualmente, logra asombrar mi espíritu una obra de arte trabajada sobre tela asfáltica, como aquéllas que mi amigo Paco Lara-Barranco pergeñaba en los años noventa, que ya hoy día, visto todo lo visto, deben resultar puras “academias” contemporáneas, como las vitrinas de Beuys. No te me enfades Paco, sabes de sobra que te admiro auténticamente, pero así es el retorno revanchista de la historia para todos nosotros. Tú y yo sabemos mucho a cerca de estos barroquistas advenedizos de hoy día. En la sala jerezana, donde yo expusiera mis Manos manantiales allá por 1998, Pepe Baena ha colgado una serie de cuadros que son más veristas que realistas. Gozan, según he podido atisbar, de un matiz suplementario que otorga a la realidad representada un valor social -familiar y sentimental en Baena-. Un valor romántico, concretando. Concluyo, mientras me fundo con sus pinturas, que Baena es un pintor muy peculiar que me interesa más y más cada minuto que permanezco encarrilado en aquel cuadrilátero poblado de seres relacionados que nos abren su intimidad de par en par, por osadía de su retratista. Nos muestran sus espacios vitales; sus momentos de recogimiento y descanso; sus vínculos sanguíneos; sus semejanzas genéticas; sus mascotas y juguetes; sus angustias; su inconsciencia cotidiana y doméstica. Rasgos naturalistas de un tiempo presente que van mucho más allá de aquello que Chris Stevens, nuevo impúdico revanchista favorecedor del realismo británico, llamaba hace relativamente poco “la materia de la vida”. Baena va más allá de la materia. Lo que tal vez ignora Stevens es que, a pesar de haberse autocoronado al colgarse a sí mismo entre Freud y Rego, el realismo no es patrimonio de U. K., ni una marca geográfica que se pueda registrar. Le recuerdo que el mismísimo Enrique VIII contrató al alemán Hans Holbein, por consejo de Tomás Moro. Noto que Pepe Baena es esa especie de pintor que me gusta encontrar y no abunda. Egoísta en sus pretensiones; ajeno a la complacencia. Artesanalmente elegante, pero sin repulidos. En un estado primario aún de lo podría llegar a ser más ásperamente humano. Esa pintura que tanto atraía al crítico australiano-británico Robert Hughes, de textura basta, alérgica al refinamiento (rough-hewn), y que yo empiezo a intuir aquí y antes otros vieron en los lamparones de la estraza. Su libre albedrío sabrá dónde llevarle. Lo que nunca sabré yo es por qué Mr. Hughes patinó tan estrepitosamente al valorar la postmodernidad, y a figuras como mi admirado Julian Schnabel, para mí el mejor pintor americano después de Rauschenberg. Yo, a Pepe Baena, le animaría a que continuara tirándose, a cabeza abierta, en el verismo que él mismo ha apuntalado tan convincentemente. Al menos, que no se desilusione hasta haberle pisado toda la uva. Se ve que está cómodo. Y le conmino a que solo escuche la resonancia de la realidad en su alma, entrándole por esas retinas rapaces y capataces que lleva de serie. Fuera de ella, no encontrará nada relevante. Más adelante, sí. Todo llegará. Tal vez me esté equivocando, pero atisbo mayor corporeidad tras estos caldos moderados que son, en todo caso, lo mejor que podía dar a su edad, creo que casi cuarenta -un niño- y con solo una década de rodaje. El problema podría llegarle cuando a los políticos les de por utilizar su obra, controversia que ya advirtieron Benjamin o Adorno. El arte debe estar en un limbo propio, ajeno a los poderes que pudiesen desgarrarle los brazos de cuajo para llevárselo a sus terrenos, deseosos de neutralizar su influjo noble y revolucionario por ser un tan noble residuo histórico enmedio de la espuria ambición… Y la incultura. En principio es la pintura. Así debe ser. Y así lo he visto en Jerez. El verismo en Baena subyace, en verdad, como un mensaje de la obra, como un telón que le define como hombre. Pero tengo que reconocer que no dejo de ver la mano del pintor por delante de cualquier declaración de amor por su entorno humano. Ésta no es solo la exposición de un retratista en su acepción más utilizada. Lo es, quizá, en su propio autorretrato, en el de Perico o el de su padre. La excelencia retratista centellea en el rostro de la pequeña Sara, en carnaciones soberbiamente trabajadas bajo las que se advierten los veneros de la sangre encendida. Pero también hay, aquí, un descubridor de paisajes interiores, en los sofás tapizados, tratados como rudimentos de una vida sencilla -Esperando a Pepa-, recreados con cierto desdén en su calidad de muebles de uso cotidiano, muy lejos de cualquier preciosismo aburguesado como el del exquisito Domenico Gnoli, tan lejano, por otra parte, a este Pepe que desayuna churros de la Guapa y vela la fatiga diaria de la existencia... Como veló con sus pinceles el sueño de su pequeño Mateo al sol. También caí prendado por Juan, ese delicioso perrito bodeguero a los piés del lecho de Adelaida, quien está, de nuevo, hecha soberbia pintura en su retrato en solitario, también más allá del mero retrato. Me interesó muchísimo Los bisnietos, donde las figuras luchan por salirse de sus carcasas realistas para hacerse especialmente veraces, por intervención mental, más o menos consciente, del pintor, aunque libremente decidida en sus células, con su repertorio de gestos vulgares, a fuer de tan reutilizados en la vida diaria; en el amor constantemente declarado; en el hastío, incluso, de los mohines cotidianos. Este cuadro, junto con La cena, me parece el menos reductible a una enmarcación geográfica o a una tradición histórica concreta, al menos cercana. En los rostros de los personajes se aprecia un leve extrañamiento gestual, ligero pero evidente, muy propio del expresionismo centroeuropeo que se incuba en la primera guerra mundial. Rasgos no del todo esclavizados por el compromiso retratista realista. Es producto de una injerencia de la mente del creador, que procura a las figuras gestos peculiares, no siempre relajados y propios del acto pasivo de posar. Aquí se vislumbra la tensión del carácter o de un momento anímico -ligeramente digo-, pero hay menos complacencia que en los retratos de Perico, en el que creí ver a don Fernando Santiago, y en el de Paco Leal, en el que vislumbré a mi querido Rafa Grajales. Toda vez que eran para mí efigies desconocidas, funcionaron como contenedores vacíos que mi mente trató de ubicar en el imaginario de mi memoria. Son magníficos en su ejecución técnica. Si algún referente se me aparece, como un espectro que no he escudriñado adrede para nada, es el David Hockney de principios de este milenio, menos chocante en el color, y que me encanta. En realidad, estas pinturas de Baena pertenecen a un realismo contemporáneo que se retroalimenta y trasvasa a través de internet y que tiene evidentes ecos británicos y europeos. También, algo del realismo de Antonio López, aunque menos. Este realismo que los británicos reclaman como tesoro propio se desnaturalizará, tarde o temprano, y se hará global, cosa que no podrá evitarse tratando de añadir distintivos u hormas antropológicas y geográficas, conmemoraciones y revivals, que es lo que tanto van a reclamar los políticos, más interesados en lo turístico que en el arte. Tampoco van a conseguir los interesados en el realismo como cruzada, acabar con el libre albedrío de los creadores y su legítima elección. En esta exposición, Pepe Baena ya no ofrece pistas que permitan deducir que es un pintor gaditano, o andaluz, aunque se sienta orgulloso de serlo y lo diga su carné de identidad. Solo queda una vista de las salinas donde agarrarse, donde agarrarlo... Y algún personaje retratado identificable por algunos de sus paisanos. Imagino que seguirá pintando churritos de la Guapa y pescaíto del freidor, que nos harán viajar a nuestra infancia más gaditana... o, quizá, no vuelva a pintarlos. En cuanto a su pintura en Jerez, veo un artista que da y dará grandes emociones. Y esto es motivo de orgullo.
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