'Mucho españoles', poco europeos
Rafael Azcona
Pepitas de Calabaza reedita 'Los europeos' (1960), una de las pocas obras literarias de Rafael Azcona que no se llevó al cine. En otoño se estrena la adaptación dirigida por Víctor García León
La ficha
Rafael Azcona 'Los europeos'. Editorial Pepitas de Calabaza, Logroño, 2019. 272 páginas. 21,50 euros.
"Cuando en mi casa lo pasábamos bien, nos reíamos o había habido una comida que había salido bien, esas cosas que pasan en las familias, de repente, en medio de aquella alegría, mi madre suspiraba y decía: 'ya lo pagaremos'". Lo contaba Rafael Azcona en 2005, en una entrevista de Versión española. En aquellos últimos años de su vida -falleció, víctima de un cáncer, en 2008- solía prodigarse por algunos programas, cosa rara en él -el mejor guionista que ha tenido el cine español nunca recogió ninguno de sus seis Goyas: su mujer le daba el parte durante los anuncios mientras él leía en la cama-. Existía un motivo importante para que el discreto Rafael rompiese su anonimato: por entonces se reeditaron varias de sus novelas previa corrección -aprovechó para resarcirse de la autocensura- y se preocupó por promocionar la que había sido su primera vocación. De todas sus obras literarias, Los europeos (1960) es de las pocas que no llevó al cine -aunque tentó a Cuerda y a Berlanga-. Pepitas de Calabaza, que desde hace años reedita la obra de su paisano logroñés, la publicó en junio, aprovechando que en otoño se estrena la adaptación que ha dirigido Víctor García León (Selfie, Vete de mí), hijo de Rosa León y José Luis García Sánchez, uno de los últimos cineastas que trabajó con Azcona.
Los europeos -que para despistar al aparato franquista apareció impresa en París- es una escapada a la Ibiza de finales de los cincuenta, cuando en España cundía "este sentido de que la vida era para sufrir" que heredaron los hijos de la guerra y la isla era un paraíso perdido, perdido también de la mano de Dios y hasta de la de Franco.
El espectador desorientado del siglo XXI que se asome a la sinopsis de Los europeos podría pensar que retorna el 'landismo' a las pantallas: Miguel y Antonio, dos jóvenes que bordean los treinta, se marchan todo un verano a Ibiza para conocer a "docenas de tías sin prejuicios" con el fin de sumirse "en el deliquio amoroso", en palabras de Antonio, que es tan redicho como tarambana y golfo. Nada más lejos de la realidad: si bien estas películas buscaban subrayar el patetismo del españolito rendido ante las monumentales suecas (imposible olvidar el "¡Viva Escandinavia!" de José Luis López Vázquez en Cuidado con las señoras), el maestro Azcona supo exprimir la vis cómica de la realidad asexual y traumada del español medio -y precisamente por eso desbocada- hasta llevarla a su cometido: la crítica hacia unos hombres que estaban muy lejos de convertirse en europeos. Y todo sin forzar la narración a base de moraleja ni moralina alguna: contradiciendo a Walter Benjamin, Azcona no veía necesario ponerle pie a la foto si esta mostraba algo lo suficientemente claro.
Las acciones de Miguel y Antonio hablan con el lector por sí mismas -y esos maravillosos diálogos-: las continuas intentonas de Antonio por sobar y meter el miembro en caliente y la verdadera naturaleza de Miguel, quien, aunque parecía el bueno del libro, resulta ser tan miserable como el primero. Como le dice Antonio: "Lo quieras o no, con bikinis o sin ellos, hoy empieza tu redención. Porque tú, como todos los españoles, eres un cachondo irredento".
Miguel viaja a Ibiza, digamos, a regañadientes: le enreda Antonio, hijo de su jefe, y él decide resignarse y aprovechar para descansar. No tarda aun así en acostarse con Vicen, una chica valenciana, antes de conocer a la francesa Odette, quien aparece como contrapunto de las mujeres españolas: se sienta sola en una terraza mientras fuma y lee a Chéjov. Representa a la europea independiente, liberada y culta. Encandila a Miguel al momento, quien vive con ella un idilio gracias al que conocemos la isla al dedillo, la misma que Azcona visitó con frecuencia hasta el año 1964 con sus amigos Ignacio y Josefina Aldecoa, Fernando-Guillermo de Castro o su mujer Susan Youdelman, como Odette, una joven guiri por entonces.
Juan Antonio Ríos Carratalá cuenta en su artículo 'El paraíso ibicenco de Rafael Azcona' que "la vida alrededor era demasiado sugerente" como para sentarse ante una máquina de escribir. Tanto era así que "terminó empeñando su instrumento de trabajo para conseguir un dinero que le permitiera seguir en la isla". No es de extrañar: Azcona relata con maestría cinematográfica las maravillas de un lugar donde apenas unos pocos turistas y locales convivían en un paraíso aún barato y sin explotar urbanísticamente. Los primeros la abrieron a la modernidad: destaca un pasaje en el que unos italianos organizan una cata de comida y bebida con unos "canutos" y una orgía como postre mientras se proyecta la película Sogni d’amore.
El amor de verano, que prometía convertirse en eterno, se torcerá por la incapacidad de Miguel para afrontar la situación, y tiene que ver esto con una inmadurez sentimental y también política. Es aquí, hacia el final de la novela, cuando se trastocan los arquetipos: finalmente el chico sentimental no distaba tanto de su amigo el bala perdida. Un retrato absolutamente genial en el que Azcona vuelve a demostrar su pericia para plasmar el revelador silencio de las mujeres, que tanto dice antes y ahora.
Hay mucho que merece ser releído en esta novela que parecía adecuada para relajarse junto a la piscina: la relación lésbica, sin tapujos, entre May y Montse; un aborto relatado, según Ríos Carratalá, "con toda su crudeza, como nunca se había hecho en la literatura española"; o los excelsos piropos ("Arráncate, belga, que te voy a dar para ir pasando, gitanaza; que te veo y me acuerdo de los Tercios de Flandes, hija de mi vida, guapa, traicionera, negra"). En el documental que le dedicó Fernando Olmeda, Manuel Vicent habla sobre el desasosiego de Azcona en sus últimos años: le parecía que sus personajes ya no existían, que le habían abandonado. En este sentido, es interesante atender a lo que dice Víctor García León sobre nuestro complejo de camareros de Europa, sobre la doble moral de los chicos sensibles y leídos. Y, por supuesto, Antonios nos quedan para dar y regalar.
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