De la razón y el mito
El unicornio | Crítica
Siruela publica 'El unicornio. Historia de una fascinación', ensayo claro y erudito de los medievalistas alemanes Bernd Roling y Julia Weitbrecht, dedicado al origen y la evolución de esta compleja figura imaginaria
La ficha
El unicornio. Historia de una fascinación. Bernd Roling y Julia Weitbrecht. Trad. Alfonso Castelló. Siruela. Madrid, 2024. 188 págs. 23,95 €
Recientemente, el poeta y helenista Luis Alberto de Cuenca recordaba la obra del filólogo alemán Wilhelm Nestle, Del mythos al logos, para expresar la distancia que nos separa de la imaginación homérica, y el vaciamiento de cierta realidad, arcana e inefable, que dicho proceso implica. Ese mismo proceso de racionalización -que De Cuenca proponía revertir, al menos en parte- es el que los medievalistas Roling y Weitbrecht exponen en este breve ensayo, aplicado a la figura del unicornio. En este sentido, los autores parecen distinguir dos ámbitos en la evolución del mito. Uno primero, en el que se analiza la pervivencia residual de su imagen, por ejemplo, en Harry Potter; y otro segundo, al que se dedica la mayor parte del estudio, en el que vemos la referida transición del mythos al logos, desde las vagas descripciones de la Antigüedad, donde no queda clara su fisiología, hasta su imposible deslizamiento en la malla naturalista, en la cuadrícula científica de los últimos siglos, donde acaso descubramos, todavía, la oscura propensión del hombre al mito.
Por el primer aspecto, Roling y Weitbrecht nos recuerdan que el unicornio aún pervive en la iconografía de juguetes infantiles, en manifestaciones espirituales o en vindicaciones de carácter social, como el movimiento LGTBQ+. En cuanto a su proceso de racionalización histórica, bastaría recordar las primeras páginas de las 20000 leguas de viaje submarino de Julio Verne. Ahí se expone la transvaloración acelerada de una criatura marina, desde la bruma mítica del monstruo a la posibilidad biológica de un gran narval, y así hasta el conocimiento último de su naturaleza mecánica: el Nautilus. Traigo aquí este ejemplo, sin embargo, no solo por su virtud sintética, aplicable, grosso modo, a nuestro caso; también porque es el narval una de las últimas versiones, ya trasplantada al ámbito de la zoología, que adoptará el unicornio. Y en concreto, a la capacidad sanadora de su cuerno, convertido en polvo.
Es en la Antigüedad, como sabemos, donde el cuerno del unicornio dispone ya de virtudes curativas, que harían deseable su captura. Por otro lado, fue la imparidad de su cornamenta la que lo llevaría a confundirse con el rinoceronte (todavía hoy se le atribuyen propiedades estimulantes a su apéndice óseo). No obstante, dada la cualidad ilusoria del unicornio, el equívoco se deshará sin remedio. Este mismo carácter fantástico de la criatura es el que le atribuirá ciertas características muy convenientes: extrema timidez, un temple indómito, su fiereza. Conviene advertir, en todo caso, que los caracteres atribuidos a este animal tienen su origen en la vaguedad de los conocimientos geográficos; más vagos cuanto más al oriente se desplace la mirada. Esa es otra de las razones de la confusión ocasional del rinoceronte indio -gada- con el huidizo unicornio. Cuando Plinio señale la bravura del rinoceronte, al luchar contra su enemigo natural, el elefante, también estará enumerado cualidades compartidas. Cualidades que irán variando conforme varíe el glosador y avance el tiempo (San Isidoro, Rabano Mauro, Alberto Magno, etcétera), pero que mantendrán esa caracteriología, pura y salvaje, que remite a una de las grandes inquietudes del medievo europeo, cual es la cuestión de la caída, de la salvación, del Edén del que el unicornio fue huésped y reflejo.
En los siglos medios, según recuerdan Roling y Weitbrecht, el unicornio será un símbolo de la pureza y el amor; pero también del sacrificio. Esto es, el unicornio medieval sería una imagen de Cristo. Es así como el unicornio necesitará del concurso de una virgen para ser visto y apaciguado. Y es así como a través de esta pureza refleja de la doncella, podrá dársele muerte a la criatura sin culpa. Los autores, buenos conocedores de la prolija simbología medieval, diseminada en ménsulas y arcadas y letras capitulares, reconstruyen la compleja significación de esta criatura, también en lo que concierne a su significado amatorio, y a cierta imagen de la nobleza asociada a la caza. Es, sin embargo, en las páginas dedicadas al XVII y el XVIII donde vemos fracasar el mundo encantado de los gabinetes y alzarse la sospecha de un vasto equívoco. También veremos su contrario. Con la ayuda de la prensa sensacionalista, veremos unicornios en la luna, a través de un moderno telescopio Herschel.
Huesos de unicornio
Solo muy tangencialmente se trata en estas páginas la polémica de las osamentas y su precisa identificación, que abarca desde las glossopetras del religioso danés Nicolas Steno (las glossopetras eran dientes de tiburón fosilizados, que se consideraron hasta entonces como extraños amuletos de origen mineral); hasta la Protogaea de Leibniz, algo posterior, donde se abordarán estos y otros fenómenos de petrificación y momificación, con los que irá formandose la actual paleontología. En la obra de Roling y Weitbrecht se relata el episodio, referido al acopio de cuernos de unicornio, que lleva desde la erudición del coleccionista, un tanto crédula y arbitraria, al convencimiento de que tales huesos correspondían, en buena medida, a restos óseos de narval. Este descubrimiento no impedirá que siga tomándose como cierta su virtud curativa. Durante mucho tiempo, aún seguiría hablándose de momificaciones súbitas, de ciudades de piedra y gigantes patagones, hasta comprender el significado y la antigüedad arqueológica de aquellos restos. El unicornio, en tal sentido, sería una última víctima del logos.
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