De vuelta a casa
Regreso a Sefarad | Crítica
Pierre Assouline rinde homenaje a la memoria de Sefarad en un libro híbrido entre el ensayo, el diario, el reportaje y la novela, un viaje en el tiempo que lo es también por la geografía
La ficha
Regreso a Sefarad. Pierre Assouline. Trad. Phil Camino. Navona. Barcelona, 2019. 422 páginas. 22,80 euros
Hijo de sefardíes y bereberes judaizados, con raíces italianas y magrebíes además de españolas, Pierre Assouline es un escritor francés de reconocido prestigio que forma parte de la Academia Goncourt y ocupa un lugar importante en la vida literaria parisina, en calidad de influyente periodista cultural desde su blog La République des Livres, de ensayista y biógrafo –sus libros dedicados a Gallimard, Simenon, Hergé o Cartier-Bresson son referencias del género– o asimismo de narrador, con dos recientes novelas –traducidas por la misma editorial, Navona, que ha acogido su Regreso a Sefarad (2018)– dedicadas al siniestro periodo de la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial, Sigmaringen (2014) y Hotel Lutetia (2017). Su nombre volvió a sonar a este lado de los Pirineos con motivo de la frustrada edición de los panfletos antisemitas de Céline, que se había prestado a prologar y contextualizar aunque el proyecto, ciertamente dudoso, fue finalmente desechado por Gallimard. Ahora lo hace de la mano de un libro híbrido donde Assouline se enfrenta a la memoria de Sefarad, el país perdido de los judíos españoles, a la que rinde un emocionado homenaje en páginas que abordan además una autobiografía parcial y un retrato de la España contemporánea.
El propio autor y los editores definen Regreso a Sefarad como una novela sin ficción –Javier Cercas, el acuñador de la expresión relatos reales, la compara a algo tan español como un cocido, en conversación transcrita por un Assouline que reconoce la influencia del autor de Anatomía de un instante– y algo tiene también de ensayo, de libro de viajes o incluso de relato de carretera, en un sentido declaradamente cervantino que ha llevado al novelista a asegurar que su modelo es el Quijote, de cuyo protagonista se reconoce devoto: "Mi héroe, mi gran hombre, mi guía y mi padrino". Su punto de partida fue la entrada en vigor de la ley de 2015 que permite a los descendientes de los judíos expulsados de la península hace más de quinientos años obtener la nacionalidad española, una medida de enorme valor simbólico a la que seguiría la fundación en 2018 de la Academia Nasionala del Ladino, con la que cientos de miles de hablantes dispersos por el mundo se incorporaban desde su representación en Israel a la gran familia hispánica. Una frase del rey Felipe VI, "Cuánto os hemos echado de menos", emocionó al escritor que decidió al escucharla iniciar los trámites para obtener el pasaporte –de momento infructuosamente, como cuenta con fastidio– y a bucear en su propia identidad de la mano del itinerario de los antepasados. Escorada a los dominios de la autoficción, la obra toma la forma de una quête que siendo personal es también colectiva y nos atañe doblemente, dado que Assouline sigue el rastro de los hermanos sefardíes sin dejar de enfocar la mirada, desde una perspectiva crítica pero amable, a la lejana patria que hoy los acoge.
Desde el mismo comienzo, el libro discurre por cauces poco ortodoxos, pues Assouline se sirve de un estilo desenfadado, cercano por sus alusiones a la actualidad al reportaje periodístico, que combinado con los tonos confesionales compone un relato original e imprevisible. Entre continuas digresiones, la parte más interesante es la que contiene un sugerente esbozo de la historia de la comunidad judía española, donde se aborda el pasado pero asimismo su pervivencia en la memoria, la familiar de Assouline y la de toda una constelación de antiguos desterrados para los que la lengua, la música, la cocina, actuaron como vínculos sentimentales con la cultura de origen. El regreso del escritor es literal cuando recorre la geografía española en busca de las mínimas huellas de una presencia demasiado remota, aborda obras de autores actuales como el citado Cercas, Muñoz Molina y Sergio del Molino o narra con humor e ironía –él mismo se ha definido como "ingenioso sefardí", también aludiendo a Cervantes– el laberinto burocrático en el que se encuentra inmerso desde que solicitó la nacionalidad.
Interesan más el recuento histórico y los recuerdos propios que las reflexiones sobre la realidad contemporánea, que sin ser inexactas –de hecho el autor demuestra estar bien informado y su juicio es por lo general bastante sensato– se expresan a través de afirmaciones relativamente consabidas sobre las tertulias, la guerra civil, el franquismo, la transición o la cuestión catalana, en pasajes que pueden ser ilustrativos para los lectores franceses pero parecen más propios de un artículo de corresponsal que de un ensayo de aproximación sociológica. Pero cuando habla de Sefarad, que es el centro y el corazón del libro, Assouline lo hace con pasión, conocimiento y sincera emotividad, abogando hacia el final por la anulación del decreto de expulsión como una iniciativa que reconocería, aunque demasiado tarde, lo que las propias instituciones del Estado han calificado de error irreparable.
Españoles sin patria
Es verdad que el reconocimiento de Sefarad recibió un impulso definitivo tras la restauración de la democracia, culminado con la aprobación de la ley que ha permitido pedir la nacionalidad a más de 130.000 sefardíes de 160 países, pero el logro tiene precedentes que hablan del largo camino recorrido desde que se formularon por primera vez los deseos de un reencuentro. Después de siglos de olvido, la vinculación emocional con el legado de la cultura judeoespañola empezó a manifestarse a mediados del XIX y se consolidó tras el sorprendente descubrimiento, fruto del contacto con los marroquíes durante las guerras de África, de que los descendientes de los judíos expulsados seguían utilizando una forma arcaica del castellano que se había transmitido oralmente junto con la nostalgia de la tierra originaria. El recuerdo de Sefarad continuaba vivo entre los herederos de aquellos españoles a los que no se les dejó otro patrimonio que la lengua, conservada de generación en generación como el más preciado de los bienes. La campaña del doctor Pulido reactivó el filosefardismo a comienzos del siglo XX, en un doble sentido divulgativo de la supervivencia de la tradición hispano-hebrea y reivindicador de la nacionalidad para los miembros de las comunidades en el exilio: "españoles sin patria" que vivían apegados a sus raíces a todo lo largo de la cuenca mediterránea. La lengua de los judíos hispánicos de la diáspora, el ladino, no es otra que el español, influido por el hebreo de los libros sagrados y por el léxico de las naciones –desde el Magreb a Egipto, desde Italia a Grecia, los Balcanes y Anatolia– que acogieron a los desterrados, una especie de fósil viviente, milagrosamente conservado, que nos permite escuchar las consejas, las nanas o las canciones de enamorados tal como sonaban hace mucho, cuando quienes las habían aprendido de sus mayores y se las enseñaron a sus hijos –que las siguen cantando en muchos lugares del mundo– fueron obligados a abandonar una tierra que no ha dejado de ser la suya.
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