El amo del compás
Manolo Santander | Perfil
Manolo Santander nunca prostituyó su obra, nunca quiso ser lo que no era pues sus chirigotas eran una continuación de su persona
En 1983, un grupo de chavales con mucho talento y muy poca vergüenza iniciaron un proyecto chirigotero que, con el paso de los años, acabaría por confirmarse como el embrión de una nueva y exitosa generación. El nombre de aquel grupo que se alzó con el primer premio en la modalidad juvenil era ‘Los piratas de la cascada’, y su capitán era un pibe desgarbado llamado Emilio Gutiérrez Cruz. Por aquella época pocos conocían al Libi y tampoco, obviamente, al alma mater de aquella agrupación: Manuel Santander Cahué.
Con 20 años, Manolo ya tenía claro cuáles eran los ingredientes básicos para emprender con garantías esa labor casi artesanal que supone parir el repertorio de una agrupación, de una chirigota de Cádiz, con su dosis de pureza, de guasa, de sátira, de crítica, de compás y, por supuesto, de sentimiento.
Entonces, en ese lejano 1983 en que la transición democrática superaba golpes de Estado fallidos y el poder de la televisión aún no se había adueñado del tiempo del Concurso, Santander no podía imaginar que un tipo de pirata, curiosamente, sería el último que pasearía por las tablas del Falla con esa majestad innata. Porque Manolo podrá presumir en los paraísos de los carnavaleros que nadie ha sido capaz de andar como él en un escenario, como si cada pasito suyo preludiara el bombazo despacito, el redoble de una caja, con su cara revirada hacia la fila de atrás y su boca abriéndose lo justo para soltar un castizo “¡vámonos, cabrones!”.
Aquel primer premio juvenil no fue más que un aperitivo de lo que vendría después. Manolo, formando parte del grupo de los hermanos Sánchez Alba, empezó a aparecer en agrupaciones míticas, como ‘Las brujas Pitis’, con ese pasodoble inmortal que arranca con el mil veces entonado en noches caleteras “como salidas de un cuento...”. Luego, con los Alcántara salió en ‘Los del perejil lacio’, una magnífica chirigota a la que solo pudieron superar en la clasificación ‘Los combois da pejeta’. Y después, ‘El crimen del mes de mayo’. Carapalo y el grupo liderado por el también añorado Petra se hicieron con el triunfo en 1989, pero en ese repertorio ya había una gran huella de Santander, que aportaba, sobre todo, letras y su poder escénico. “El de la punta es el menor de cinco hermanos...”, entonaban los niños de comunión mientras que Manolo, haciendo pucheros en la punta, lamentaba heredar el traje de año en año. A ese primer premio siguió otro, ‘Hasta que la muerte nos separe’, más conocidos como ‘Los legionarios’, que interpretaron uno de esos pasodobles apoteósicos dedicados a La Viña que puso patas arriba el Teatro Andalucía, donde se celebraba el certamen de coplas por las obras en el coliseo de los ladrillos coloraos.
Manolo Santander no entendía la vida sin el Carnaval, quizá por eso cuesta tanto imaginarse el Carnaval sin Manolo Santander. Tanto es así que incluso en los momentos más complicados de su enfermedad era capaz de pensar en clave chirigotera, de estrujarse la cabeza para dar con esa idea que permitiera a su chirigota estar ahí, peleando por los mejores premios, por el favor del público, como ha hecho en los últimos tres años, compartiendo autoría con José Manuel Sánchez Reyes.
Esta época gloriosa no fue la única de una carrera donde, inevitablemente, también hubo momentos difíciles. Aquella descalificación en la final por cantar la presentación con un componente más con ‘El movimiento del 36’, o las iras de un injusto sector del Falla en la final de 1997 con ‘Guasa cubana’, que la tomó con su grupo tras los cajonazos de ‘De plaza en plaza’ (‘Los palomos’) o ‘Kadi City’. Unos meses después de aquel mal rato, Manolo alumbró uno de los pasodobles más cantado de la historia en todo el mundo: ‘Me han dicho que el amarillo’. El himno oficioso del cadismo le llenaba de satisfacción cuando en la tribuna de su Carranza veía a miles de almas interpretándolo. Posiblemente, Manolo haya compuesto mejores músicas de pasodoble, pero aquel llegó para quedarse y para convertirlo en inmortal, por más que una maldición en forma de enfermedad nos lo haya arrebatado.
El primer gran éxito de Manolo en solitario llegó en el año 2000 con ‘Los de Capuchinos’, una chirigota redonda que le devolvió momentos imborrables. Le recuerdo atravesando la plaza de San Agustín para actuar en la Gran Regata cantando con compases chirigoteros ese tema italiano titulado La felicidad. No hacía falta oír la letra para percibir esa alegría, bastaba con mirar a Manolo, vestido de monje, con su tonsura perenne, riendo junto a sus amigos, sus compañeros. Es una imagen magnífica para guardarla en la memoria.
Pero como en el Carnaval todo es efímero, a ese año de gloria y al segundo premio de ‘El Atlético Agujetas’ le siguieron otros años más oscuros en los que, sin desvincularse del todo, Manolo dio un pasito atrás. Sus chirigotas no terminaban de conectar con un público cada vez más sevillanizado, donde se imponía un estilo menos purista, menos viñero, más recargado. Mereció más con ‘Los destripadores de la calle Londres’, una magnífica chirigota, con un pasodoble hermosísimo donde la voz de su hermano Emilio enamoraba como siempre, desde la fila de atrás, con la profundidad y la discreción de los grandes.
Manolo, viñero, más caletero que una caballa, nunca prostituyó su obra, nunca quiso ser lo que no era. Sus chirigotas eran una continuación de su persona. “La chirigota es para reírse es una frase que ha hecho mucho daño a la modalidad”, dijo en la última entrevista concedida al Diario del Carnaval. Porque Manolo no era un malaje pero tampoco era un chistoso. Le gustaban las cosas de verdad, lo puro, las anécdotas que de repetidas pierden su origen, las exageraciones, las mentirijillas sabrosas, el Cádiz más gaditano. No entendía los cuplés con lenguajes externos, por eso disfrutó junto a los suyos, su familia, su mujer Meli y sus hijos Manolo y Palmira cuando el Falla se rindió a sus piratas salidos de las piedras de La Caleta. Cuando su grupo le dedicó en la final ese pasodoble escrito por Sánchez Reyes y en el que le animaba a seguir peleando pocos pensamos, pese a la emoción del momento, que estábamos viendo a Manolo por última vez en su escenario. El vacío que deja en el mundo de la chirigota, como autor, como componente, como maestro, es inmenso. El que deja como padre, como esposo, como amigo, es inimaginable para los que lo disfrutamos desde un plano más discreto.
Manolo se va sin que el Museo del Carnaval que reclamaba para su barrio haya visto la luz. Si alguna vez nuestra fiesta consigue disfrutar de este equipamiento debiera ser obligatorio estudiar su caminar, su musicalidad, su purismo, al igual que se hace con otros pioneros de una fiesta que hoy es un poquito menos inmortal.
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